¿Hasta dónde había llegado? ¿Y quién más lo integraba?
Selerian Alastre, Ad 2 Kal
Jurinia 2779
De Hamílcar Barca a Oltan Canadrath,
Saludos,
Te escribo desde mis habitaciones, en un sector bastante afectado de la ciudad, uno de tantos distritos que al parecer han perdido casi toda la población desde que fueron reconstruidos tras el saqueo. Espero que el correo que he designado aparezca de un momento a otro, pero debo tenerlo esperando mientras escribo esta carta. Nunca estuvo en mis planes permanecer aquí demasiado tiempo, pero he debido prolongar mi estancia, siempre por un día más, siempre posponiendo la partida para investigar alguna facción o establecer contacto con otra. Sé que es indiscreto, pero mi permanencia aquí ha congregado a más inteligencia de la que se haya visto al menos en diez años.
Supongo que me quedaré todavía otra semana, sobre todo porque tengo el presentimiento de que algo importante está sucediendo, algo que no podemos perdernos. Puedes llamarlo instinto comercial, basado en unos pocos hechos en apariencia no relacionados y en fragmentos de información que he logrado obtener. Muchos de mis contados son gente que no recibiría la aprobación de Eshar, y sé que me vigilan estrechamente. Aun así, veré qué puedo descubrir sin alarmar a los espías del emperador.
El fracaso de mi misión resulta más frustrante ahora, cuando comprendo que Selerian es un mercado tan inmenso y que su gente posee un increíble gusto por los lujos, incluso ahora, tras vanos años bajo el yugo de Eshar. No consideran que el buen vivir, la comodidad y las tortuosas intrigas políticas sean un signo de decadencia, sino más bien que han alcanzado un nivel en el que pueden disfrutar de todo lo que la vida tiene que ofrecer. Su extravagancia puede llegar demasiado lejos, pero ¿quién podría afirmar que la austeridad y el ascetismo son mejores? Siempre es positivo carecer de religiosos utópicos y
fanáticos denodados. Noto pocas diferencias con Taneth, salvo por el hecho de que nosotros somos más hipócritas al respecto.
Las continuas exigencias del emperador, al tiempo que gustan a los militares, golpean con dureza a los clanes y al comercio en general, lo que no le está reportando muchos amigos. Unos cuantos años más en condiciones semejantes y tendrá un problema.
Me parece alentador que la gente de aquí no tenga más afecto por Reglath Eshar que el que le tenemos nosotros, pero debemos recordar que
Selerian Alastre, más allá de todas sus pretensiones y proyectos, es parte de Thetia,y que dicha ciudad fue una ciudad estado republicana mucho antes de que existiese el imperio. Su gente es muy consciente de ello (y no me refiero simplemente a los clanes, pues las sospechas del emperador acerca de mí parecen elevar mi estatus entre los ciudadanos comunes, que conversan conmigo de buena gana). El respeto por los Tar' Conantur no es demasiado profundo en esta ciudad, y un llamativo número de personas parece reverenciar la memoria del líder republicano Reinhardt Canteni, el padre de Palatina.
Ha llegado mi correo, así que concluiré aquí para darle tiempo de planear su partida. No dudes que te enviaré más informes a su debido momento, y me parece que reforzar el número de nuestros agentes aquí no estaría nada mal. Si no consideras que afecta en algo a tu dignidad, podremos hacernos con excelentes ganancias gracias a algunas operaciones de contrabando bien escogidas.
Paz y prosperidad,
HAMÍLCAR
Creo que hemos hallado lo que estábamos buscando ―dijo Ravenna tras un momento, con la mirada fija todavía en el retrato del oficial Phirias. Los papeles que había reunido yacían desordenados sobre el escritorio―. Hubiese querido pensar que se trataba sólo de los deseos de venganza de Ukmadorian, que la cuestión no iba más lejos que su ira o la de sus colegas, pero está claro que no es así.
Deslizó una mano sobre mi hombro y regresó hacia el escritorio, donde dio un capirotazo desganadamente a uno de los documentos.
―¿No deberíamos ir yéndonos? ―propuse, con la esperanza de que la manta siguiese allí.
―Supongo que sí. Aunque si nos quedásemos, podríamos averiguar quién dirige esto.
―¿Qué sucedería si Ukmadorian volviese en sí y ordenase que nos buscaran? ¡Estaríamos atrapados!
Ravenna asintió. Descendimos escalera abajo y volvimos sobre nuestros pasos. No fue complicado dar con el puerto: había una vía directa hacia él desde las habitaciones superiores, una alta escalera de caracol que desembocaba en una pequeña antesala y conducía luego a un ambiente submarino con paredes de cristal por el que se accedía al puerto.
No había ninguna manta. Sólo el cadáver de uno de los guardias del consejo, desplomado contra la puerta interior en medio de un charco de sangre. Alguien le había clavado una daga en un ojo. ¿Quién más podía estar matando guardias del consejo? Aparté de él la mirada, sin deseos de admitir que estaba ahí. Los tornados y remolinos tenían por intención aturdir, no asesinar. Ni siquiera había deseado matar Tekla.
―Podría haber otros prisioneros ―señaló Ravenna mientras ascendíamos por la otra escalera, de regreso al edificio principal de la fortaleza―. ¿Por qué íbamos a ser los únicos?
No nos habíamos fijado antes, habíamos salido del juzgado sin detenernos a ver qué había tras las otras puertas de hierro. Así que regresamos, cruzando una destrozada puerta exterior en dirección a los sótanos y túneles que rodeaban el juzgado.
Éste estaba separado del resto de los calabozos por una secuencia de portales. El primero había estallado y estaba abierto, dando paso a una sala más amplia con cuatro celdas (jaulas, más bien), todas vacías.
Me detuve, intentando oír alguna señal de vida, pero no distinguí nada. ¿Dónde estaban todos los demás? ¿Dónde habían ido los otros guardias del consejo?
Un poco más tarde comprendí lo ocurrido. Ukmadorian y uno de los jueces sólo estaban atontados y, unos minutos después de dejar el juzgado, ya estaban otra vez en pie. Mientras su colega ayudaba a incorporarse a los demás jueces, Ukmadorian había reunido a todos los guardias que seguían conscientes y les había ordenado ocuparse de los prisioneros. Temía que los liberásemos y tomásemos la fortaleza con su ayuda.
Quedaban sin duda prisioneros, pero debían de estar encadenados en los lugares más profundos de la fortaleza. Mientras recorríamos las plantas superiores, los miembros del consejo que seguían con vida habían cogido la manta y todas las rayas que pudieron encontrar y se retiraron con ellas a la bahía, para impedir cualquier posibilidad de escapar por mar.
Hallamos numerosas celdas, ninguna ocupada, aunque algunas probablemente hubiesen sido utilizadas poco tiempo atrás, a juzgar por los colchones y los pocillos con agua que seguían allí.
―Al parecer, los demás prisioneros fueron más sensatos que nosotros ―dijo Ravenna―. ¿Tu magia no debería haber tenido el mismo efecto en ellos que en la gente del consejo?
Llegamos a una estancia con barras metálicas en sus paredes. Un brasero brillaba todavía tenuemente junto a un deformado conjunto de instrumentos metálicos. De más está decir cuál era su función.
Proseguimos nuestra búsqueda, con la esperanza de encontrar prisioneros. Nada ni nadie, hasta que de pronto oí un leve repiqueteo.
―¿Oyes eso?
Ravenna asintió. Nos mantuvimos inmóviles un momento, manteniendo los ojos clavados en el pasillo que teníamos delante.
Pronto comprendí que el golpeteo seguía un ritmo regular: largo, corto―corto, largo, corto―corto―corto... Me recordaba a una canción, aunque no pude determinar cuál.
Alguien intentaba atraer nuestra atención... ¿o sería una trampa? Me esforcé por oír mejor y avancé unos pasos a lo largo del pasillo hasta el siguiente cruce. No, allí el sonido se percibía con mucha menor definición.
―Vamos por allí ―dijo Ravenna señalando un pasillo lateral.
No me pareció que lo hubiésemos atravesado con anterioridad, pero la arquitectura era idéntica por todas partes: ladrillos abovedados, suelo de piedra y disposición laberíntica.
La seguí. Ravenna tenía razón, el sonido venía de ese sector.
―Con cuidado, puede ser una trampa ―advirtió Ravenna cuando llegamos a una puerta cerrada. Estaba enrejada, pero mirando a través de las rendijas pude ver una pequeña habitación muy similar a las demás celdas.
Incluso con mi magia de las sombras me fue imposible detectar nada fuera de lo común, de modo que me aproximé con cautela, apoyándome contra la pared.
No debería de haberme preocupado. En la celda había una única persona, un joven sujeto a un marco de metal por medio de alambres que le hacían profundos cortes. Su piel color oliva estaba cubierta de sangre reseca y también húmeda. Había en el aire un fétido aroma que me recordó con pesar las hogueras inquisitoriales.
El sujeto nos buscó con la mirada, y, a pesar de que una estructura metálica le inmovilizaba la boca y le cubría gran parte del rostro, no me fue difícil ver que era thetiano.
―No es que importe mucho ―comentó Ravenna, vacilante―, pero ¿quién será?
No sabía si era conveniente emplear la magia, pero me percaté de que en la celda no había ningún otro elemento con el que poder liberarlo y que de otro modo quitarle todos los alambres llevaría muchísimo tiempo.
―Esto puede dolerte ―dije en thetiano―. Pero es probable que no tanto como todo lo que va le han hecho.
―Déjame a mí ―pidió Ravenna―. Si lo haces tú tendré que ser yo quien evite que se desplome una vez liberado, y no estoy segura de poder hacerlo tras la paliza que recibí en celda. De todos modos, tu magia no parece ser muy eficaz a pequeña escala.
Me quedé por lo tanto a unos metros del prisionero mientras Ravenna lo cubría con una red de Sombra, traída desde una oscura celda contigua. Por un momento pareció no surtir ningún efecto, pero entonces el hombre abrió mucho los ojos por la sorpresa a medida que los alambres se ponían negros y la red desaparecía. Transcurrió un par de minutos antes de que desapareciese también todo indicio de la misma. Entonces los alambres temblaron, se deshicieron y el hombre cayó hacia adelante. El brasero se movió también con él, y comprendí cómo se las había ingeniado para realizar los golpes: apoyando su peso contra él para que golpease contra la pared.
El repentino impacto de su peso casi me echó abajo, pero conseguí recuperar el equilibrio tras uno o dos pasos en falso y deposité su cuerpo en el suelo con suavidad. Empezó a manar sangre de las heridas donde los alambres habían estado más apretados.
Sin saber muy bien qué convenía hacer, lo acosté de espaldas. Fue sencillo quitarle la máscara metálica, pero cuando intentó decir algo sólo profirió un gemido. Tenía una expresión afligida.
―Aquí hay un poco de agua ―dijo Ravenna cogiendo una sencilla jarra de barro de suelo―. Parece estar bien.
Se la dio a pequeños sorbos, como nos habían enseñado en la Ciudadela. El prisionero estaba exageradamente delgado, señal de que apenas lo habían alimentado.
Pasaron unos minutos antes de que volviese a ser capaz de hablar, pero ni Ravenna ni yo estábamos preparados para lo que dijo.
―No fui lo bastante fuerte ―susurró―. ¡Oh, Señor, te he fallado!
―¡Es un fanático del Dominio! ―exclamó Ravenna mirándome, y, de repente, todo rastro de compasión desapareció de su rostro.
El hombre la miró y dijo con voz entrecortada:
―Cuando comenzaron yo bendije lo que hacían. Estaba dispuesto a sufrir por la fe y a unirme a Ranthas en el paraíso. Pero no fui lo bastante fuerte. Demasiado dolor. Y ahora he sido rescatado por herejes, creyentes de la magia del mal, y mi alma se perderá.
―Esa «magia del mal» era el único modo de liberarte, pero no estoy segura de que lo merecieses ―señaló Ravenna enfadada―. Es un mártir con todas las de la ley.
―¿Por qué cada vez que damos con alguien herido tienes deseos de matarlo?
―Si este hombre estuviese fuerte y libre, ahora estaría matando gente, la hallase herida o no ―argumentó y, volviéndose hacia él, le preguntó―: ¿A qué orden perteneces?
―Soy venático ―dijo mostrando una profunda vergüenza―. Me hubiese gustado tener la fuerza de Sarhaddon, su coraje...
―Su predisposición para traicionar, su falsedad ―acabó la frase Ravenna, y se dirigió a mí―: Otro de los admiradores de Sarhaddon. Lo que necesitábamos.
Luego volvió a hablarle al sujeto:
―Te mereces todo esto.
―¿Lo merecíamos nosotros? ―dije con calma―, ¿alguno de nosotros? Lo que iban a hacerme a mí no es nada comparado con esto y sin duda habrá cosas peores que aún no hemos visto.
―Pertenecíamos al bando del consejo. ¿Alguna vez enviamos a alguien a la hoguera?
Al encontrarnos con la orden de Sarhaddon unos cuatro años atrás, ni Ravenna ni yo nos habíamos percatado del doble sentido de la palabra
venático.
En tanethano significaba «de corazón puro», pero en la antigua lengua culta thetiana quería decir también «cazador». La segunda acepción era la más apropiada, y había oído como los llamaban en numerosas ocasiones «Sabuesos de Ranthas».
―Tú misma has dicho que no podemos dejarlo en estas condiciones. ¿Qué sucederá si realmente se ha marchado toda la gente del consejo? ¿Lo abandonarás permitiendo que se muera de hambre?
―¿Vais a marcharos? ―preguntó el venático.
―Sí ―respondió Ravenna.
―Matadme antes de iros. Así estaré libre de este cuerpo y habré muerto como un mártir. Si no, seré indigno.
Cuatro años atrás yo había intentado salvar también a Orosius, moribundo en el puente de mando de su buque insignia, herido de muerte por la traición de Sarhaddon. Ravenna no había querido entonces que lo ayudase, algo poco sorprendente después de lo que él le había hecho, pero en sus últimos minutos, la locura de Orosius se había desvanecido dejándonos vislumbrar al hombre que podía haber sido.
Cerré los ojos por un instante, recordando: el caos en el puente de mando del
Valdur,
con los metales torcidos y el vapor escapando de los conductos de ventilación. El buque insignia yacía a unos quince kilómetros de la superficie, a la deriva y mortalmente herido, como su emperador. Orosius había sido atrapado bajo los escombros del puente, rodeado de oficiales muertos en sus puestos de mando.
«Matadme, os lo suplico, matadme antes de partir ―pidió Orosius―. Estoy seguro de que podrás concederme ese favor, hermano, incluso si ella me lo niega.»