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Authors: Gregory Benford

Tags: #Ciencia Ficción

Cronopaisaje (36 page)

BOOK: Cronopaisaje
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—Opino que debemos rechazar al señor Cooper en su primer intento de examen de candidatura —dijo Lakin suavemente—. Necesita más preparación. Además, este asunto de la resonancia espontánea… —una rápida mirada a Gordon— debería ser resuelto.

—Correcto —dijo Gates.

—Hum —dijo Carroway, soñoliento, recogiendo ya sus diseminados papeles.

—Pero, miren…

—Gordon —murmuró Lakin, con una especie de cansada amistosidad—, hay mayoría en el comité. ¿No debemos respetar las formas?

Gordon tendió rígidamente el formulario de la universidad correspondiente al examen, en el cual los distintos miembros del tribunal debían firmar y escribir «sí» o «no» a la pregunta de si Cooper había pasado el examen. El formulario regresó a sus manos con tres noes. Gordon se lo quedó mirando, aún desconcertado, aún sin acabar de creer que todo hubiera terminado. Era la primera vez que preparaba a un estudiante para su examen, y el estudiante había fracasado… un acontecimiento muy poco usual. Se suponía que la candidatura era un examen putz, por el amor de Dios. Gordon pensó repentinamente en la teoría convencional de las revoluciones científicas, donde los paradigmas se daban alcance los unos a los otros, los viejos siendo reemplazados por los nuevos. En un cierto sentido, la teoría del mensaje y la teoría de la resonancia espontánea eran paradigmas, erigidos para explicar una serie de misteriosos datos. Dos paradigmas, discutiendo sobre unas migajas de pan experimental. Estuvo a punto de echarse a reír.

El roce de las sillas y el susurro de papeles le devolvieron a la realidad. Murmuró algo a cada uno de los hombres mientras se marchaban, todavía abrumado por el resultado. Lakin incluso le dio un apretón de manos y le dijo, antes de irse:

—Comprenda, tenemos que dejar todo esto bien claro.

Mientras Gordon observaba a Lakin alejarse, comprendió que para el otro hombre aquello no era más que un lamentable incidente relativo a un joven miembro del profesorado que se había salido por la tangente. Lakin había abandonado las formas suaves de persuasión. Ya no iba a acudir más a Gordon para indicarle, amablemente, que variara su línea de pensamiento. Ese tipo de conversación no conduciría a ningún lado… no había conducido a ningún lado. Sus personalidades no encajaban, y quizás eso era a fin de cuentas lo más importante en la investigación científica. Crick y Watson no habían congeniado con Rosalind Franklin, y eso había impedido su colaboración en el acto de desentrañar el misterio de la hélice de ADN. Juntos hubieran podido resolver mucho antes el problema. La ciencia estaba llena de violentos conflictos, muchos de los cuales habían bloqueado el progreso. Se habían perdido grandes oportunidades… si Oppenheimer hubiera podido romper el aislamiento cada vez mayor de Einstein, quizá los dos hombres juntos hubieran podido ir más allá del trabajo de Oppenheimer en 1939 sobre las estrellas de neutrones para dedicarse a fondo al problema general de la materia colapsada. Pero no había sido así, en parte porque Einstein había dejado de escuchar a los demás, se había encerrado en sus amodorrados sueños de la teoría del campo unificado…

Gordon se dio cuenta de que estaba sentado solo en la triste habitación. Abajo en las escaleras, Cooper estaba aguardando el resultado. Había alegrías en la enseñanza, pero de pronto Gordon se preguntó si compensaban los malos momentos. Dedicabas tres cuartas partes de tu tiempo a la cuarta parte de los estudiantes, precisamente a los peores; los realmente buenos no proporcionaban problemas. Ahora tenía que ir allá abajo y decírselo a Cooper.

Recogió sus papeles y salió. La luz del sol que entraba por las ventanas del corredor trazaba en el suelo puñales amarillentos. Los días se estaban haciendo más largos. Las clases habían terminado. Por un momento, Gordon olvidó a Cooper, Lakin y los mensajes, y dejó que un único pensamiento lo inundara: el largo y bendito verano estaba empezando.

21 - Agosto de 1998

Cuando Marjorie oyó el crujir de los neumáticos del coche en la grava del sendero, ya lo tenía todo preparado. Había hielo en el congelador, cuidadosamente acumulado y conservado a través de las horas en que era cortada la electricidad. Estaba ansiando compañía, después de una aburrida y solitaria semana. La descripción que John había hecho de Peterson la había preparado a la antipatía in mediata; los miembros del Consejo eran figuras remotas, prohibidas. Tener a uno de ellos en casa representaba la amenaza de cometer algún enorme fallo social, pero también la compensadora excitación del contacto con alguien más importante que un rector de Cambridge.

John la había avisado hacía apenas dos horas, el clásico olvido de los esposos. Afortunadamente, la casa estaba razonablemente limpia, y de todos modos los hombres no se fijaban en esas cosas. El problema era la cena. Tenía la impresión de que debería invitarle a quedarse a cenar, por simple cortesía, aunque con un poco de suerte él quizá rechazara la invitación. Tenía un asado en el congelador accionado a baterías. Lo había estado reservando para alguna ocasión especial, pero no había tiempo para descongelarlo. Sabía que era importante quedar bien con Peterson; John no lo había invitado a casa por amistad. Un soufflé, quizás. Había rebuscado por los armarios de la cocina y encontrado una lata de langostinos. Sí, eso iría bien. Un soufflé de langostinos y una ensalada y pan francés. Seguido por fresas del jardín, y crema. Absolutamente elegante, teniendo en cuenta las circunstancias. Iba a gastar una buena parte de su presupuesto semanal de comida, pero al diablo la economía ante una ocasión como aquélla. Fue a buscar una botella de su caro chablis californiano y la metió en el pequeño congelador, la única forma de tenerlo frío a tiempo. Aquello sería todo un festín, pensó. Hacía días que apenas veía a John, que cada noche se quedaba a trabajar hasta tarde en el laboratorio. Había llegado a adquirir la costumbre de preparar una cena sencilla y rápida para los chicos y ella, dejando un cazo de sopa listo para calentar cuando John volviera a casa.

Fuera, las portezuelas del coche resonaron. Marjorie se puso en pie cuando los dos hombres entraron en la sala de estar. John lucía su habitual aspecto de oso de peluche, pensó con afecto. Viéndolo a la luz del día por primera vez aquella semana, se dio cuenta también de lo cansado que parecía, Peterson era ciertamente apuesto, decidió Marjorie, pero sus labios eran demasiado delgados, le daban una expresión dura.

—Ésta es mi esposa, Marjorie —estaba diciendo John mientras ella tendía la mano a Peterson. Sus ojos se cruzaron mientras se estrechaban la mano. Le recorrió una especie de estremecimiento. Luego apartó la vista de nuevo, y penetraron en la habitación.

—Espero que mi visita no le traiga demasiados problemas —dijo Peterson—. Su esposo me aseguró que todo estaba bien, y tenemos todavía algunos asuntos que discutir.

—No, en absoluto. Me alegra tener algo de compañía, para variar. Puede llegar a ser tremendamente aburrido el ser la esposa de un físico cuando está trabajando en un experimento.

—Sí, imagino que sí. —Le dirigió una breve y penetrante mirada y se acercó a la ventana—. Este es un hermoso lugar.

—¿Qué quiere para beber, Peterson? —preguntó John.

—Tomaré un whisky con soda, por favor. Sí, es encantador. A mí me entusiasma el campo. Sus rosas tienen un aspecto excelente.

—Hizo un gesto hacia el jardín, y siguió con algunos precisos comentarios acerca de las condiciones del suelo.

—¿Vive usted en Londres, señor Peterson?

—Sí, así es. Gracias. —Aceptó el vaso de John.

—¿Tiene también alguna casita de fin de semana en el campo? —preguntó Marjorie.

Creyó ver por un segundo un ligero destello en los ojos del hombre antes de que respondiera.

—No, desgraciadamente. Me gustaría mucho tenerla. Pero probablemente no tendría tiempo de usarla. Mi trabajo me exige viajar mucho.

Ella asintió con simpatía y se volvió hacia su esposo.

—Yo ya he tomado algo, pero me gustaría otro, por favor, John —dijo, tendiendo su vaso.

—Jerez, ¿no? —Por su forma deliberadamente ligera de hablar, Marjorie se dio cuenta de inmediato del esfuerzo que estaba haciendo John por mantenerse a la altura de Peterson. Desde el primer instante había captado la tensión entre los dos hombres. John cruzó hacia el aparador y dijo con una voz cansadamente jovial—: El trabajo de Ian es cuidar de que no nos veamos obligados a engullir mucho de esto a fin de hacerle frente al mundo.

Esta observación no pareció causar ninguna impresión visible en Peterson, que murmuró:

—Desgraciadamente, los borrachines de antes no tenían la excusa de un Consejo Mundial a quien echarle las culpas de su evadirse de la realidad.

—¿Evadirse de la realidad? —murmuró Marjorie—. ¿No es ésa la nueva teoría terapéutica?

—Una enfermedad enmascarada como un tratamiento, diría yo —rió John.

Peterson se limitó a un «Hummm» y se volvió hacia Marjorie. Antes de poder cambiar de tema, como obviamente era su intención, ella dijo, en parte para no permitirle tomar la delantera:

—¿Cuál es la realidad detrás de esas extrañas nubes que estamos viendo últimamente? Oí algo en las noticias acerca de un francés que decía que eran de un nuevo tipo, algo…

—No sabría decirlo —murmuró Peterson bruscamente—. Realmente no sabría decirlo. No estoy muy al corriente, ya sabe.

Un buen marrullero, sí, pensó Marjorie.

—¿Y de Brasil, entonces? ¿Qué puede decirnos el Consejo Mundial acerca de eso?

—La floración está extendiéndose, y estamos haciendo todo lo que podemos. —Peterson se mostró más a gusto en este tema, quizá porque ya era del dominio público.

—¿Se les ha escapado de las manos, entonces? —preguntó ella.

—Digamos más bien que no entra totalmente dentro de nuestras competencias. El Consejo identifica los problemas y dirige las investigaciones, integrándolas en las consideraciones políticas. Nos hacemos cargo de los puntos críticos relacionados con la tecnología tan pronto como se hacen visibles. La mayor parte de nuestra función consiste en integrar los ecoperfiles del satélite. Examinamos todos los datos en busca de cambios evidentes. En el momento en que aparece un problema a nivel supranacional, entonces es trabajo de los técnicos…

—… resolverlo —terminó John, volviendo con el jerez—. Es esa psicología de servicio contra incendios la que hace que el resolver los problemas se convierta en algo tan difícil, ya sabes. Sin una continuidad en la investigación…

—Oh, John, ya he oído este discurso antes —dijo Marjorie, con un tono alegre en su voz que realmente no sentía—. Seguro que el señor Peterson conoce ya tus puntos de vista.

—De acuerdo, ya me callo —aceptó suavemente John, como si recordara donde estaba—. De todos modos, deseaba enfocar el asunto sobre el problema del equipamiento. Estoy intentando convencer a Ian de que llame por teléfono y me consiga ayuda de la gente de Brookhaven. Se necesita influencia, como dicen los americanos, y…

—Más de la que yo tengo, lamentablemente —interrumpió Peterson—. Tiene usted una idea equivocada de cuánta, o mejor de qué tipo de influencia poseo. A los científicos no les gusta que la gente del Consejo esté moviéndolos de un lado para otro como peones.

—Yo misma me he dado cuenta de ello —dijo Marjorie.

John sonrió cariñosamente.

—No tiene objeto ser una prima donna si no puedes entonar un aria de tanto en tanto, ¿no? Pero no… —se volvió de nuevo hacia Peterson—, yo simplemente quería decir que algo del avanzado equipo de Brookhaven podría solucionar nuestro problema del ruido. Si usted…

Peterson apretó los labios y dijo rápidamente:

—Mire, presionaré por ese lado. Ya sabe lo que significa esto… memorándums y comités y deliberaciones y todo lo demás a menos que se produzca un milagro, tomará semanas.

—Pero seguramente —dijo Marjorie, deseando echar una mano— podrá ejercer usted alguna… alguna…

—Markham es quien puede hacerlo mejor —dijo Peterson, volviéndose hacia ella—. Le daré las bases de actuación por teléfono. Puede ir y ver a esos tipos en Washington y luego en Brookhaven.

—Sí —murmuró John—, sí, eso podría funcionar. Greg tiene contactos, creo.

—¿Realmente? —dijo Marjorie, dubitativa—. Parece, bueno…

Peterson sonrió divertido.

—¿Un poco al margen de todo? ¿Con un cierto mal gusto? ¿Algo inadecuado? Pero es americano, recuerde.

Marjorie se echó a reír.

—Sí, es cierto. Jan parece mucho más encantadora.

—Más predecible, quieres decir —observó John.

—¿Piensas que eso es lo que quería decir?

—Creo —dijo Peterson— que eso es lo que generalmente queremos dar a entender. No es de las personas que hagan agitarse la barca.

Marjorie se sorprendió ante el repentino acuerdo entre los dos hombres. Había algo triste y amargo en ello. Vaciló por un momento mientras los dos, casi como a una señal, miraban a sus vasos. Ambos los agitaron, y los cubitos de hielo tintinearon contra las paredes. El líquido ambarino se agitó y giró. Marjorie alzó la vista hacia la silenciosa habitación que gravitaba sobre ellos. En la mesa del comedor la pulida madera reflejaba el centro de flores que había dispuesto en su centro, y la lustrosa visión invertida del jarrón parecía una mano cerrándose sobre el mundo.

¿Le había dicho Peterson a John algo antes de llegar a la casa, alguna noticia? Buscó alguna forma de alzar los ánimos.

—John, ¿un poco más de jerez?

—Sí, claro —dijo él, y se alzó para servirlo. Parecía irritado—. ¿Qué fue eso que me dijo en el coche acerca de la mujer del Caltech? —preguntó a Peterson.

—Catherine Wickham —dijo Peterson con voz inexpresiva—. Es la que está trabajando en eso de los microuniversos.

—¿Los papeles que le mostró usted a Markham?

—Sí. Si eso explica su nivel de ruido, es importante.

—¿Así que es por eso por lo que llamó usted? —preguntó John sirviendo el jerez—. ¿Quiere otro? —mostró la botella de whisky.

—Sí, gracias. Conseguí ponerme en contacto con ella, y luego con Thorne, el tipo que dirige ese grupo. Ella vendrá en el primer vuelo.

John se detuvo a medio llenar el vaso.

—Bien. Debe haber apretado usted los botones adecuados.

—Conozco al supervisor del contrato de Thorne.

—Oh. —Una pausa—. Entiendo.

—Bueno, no aburramos a su esposa hablando de trabajo —dijo Peterson—. Me gustaría ver su jardín, si es posible. Paso la mayor parte de mi tiempo en Londres o viajando, y debo decir que es realmente delicioso ver una auténtica casa unifamiliar como ésta.

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