—¿Respecto a qué?
—¿Piensas difundirlo?
—No. No es mi intención.
—Bien. Bien.
—Puedes disponer de todo el tiempo que necesites para trabajar en él.
—Estupendo. —Ramsey tendió su mano, como si acabaran de hacer un trato—. Estaremos en contacto.
Gordon estrechó la mano solemnemente.
La pequeña comedia que había representado con Ramsey le preocupó al principio, pero pronto se dio cuenta de que formaba parte del tratar con la gente: uno tenía que adoptar su modo de hablar, ver las cosas desde su punto de vista, si deseaba establecer una comunicación. Ramsey veía todo aquello como un juego en el cual el primer mensaje era una información privilegiada, y Shriffer era simplemente un entrometido. Bien, para los propósitos del universo de Ramsey, que fuera así. En una cierta época, cuando era más joven, Gordon no hubiera dudado en ser rudamente cínico en adoptar una postura determinada simplemente para convencer a alguien. Ahora las cosas parecían distintas. No le estaba mintiendo a Ramsey. No estaba ocultando información. Simplemente estaba modelando la forma de describir los acontecimientos. Los clichés adolescentes acerca de la verdad y la belleza y la honestidad no eran más que basura, una forma simplista de pensar. Cuando había algo que hacer, uno debía decir lo necesario. Así eran las cosas. Ramsey seguiría con los experimentos sin preocuparse de lo que desconocía y, con un poco de suerte, conseguirían algo.
Estaba alejándose a pie del edificio de física, encaminándose hacia la Torrey Pines Road, donde estaba estacionado su Chevy, cuando una esbelta figura alzó la mano en un saludo. Gordon se volvió y reconoció a María Goeppert Mayer, la única mujer del departamento. Había sufrido un ataque de apoplejía hacía poco tiempo, y ahora se la veía muy raramente por allí, caminando como un fantasma por los corredores, parcialmente paralizada de un lado, hablando confusamente. Su rostro se mostraba fláccido y parecía cansada, pero en sus ojos Gordon pudo ver una inteligencia activa que jamás se apagaba.
—¿Cree usted en sus re… resultados? —preguntó.
Gordon vaciló. Bajo su penetrante mirada se sintió como debajo del microscopio de la historia; aquella mujer había salido de Polonia, había pasado los años de la guerra, había trabajado en la separación de los isótopos del uranio para el Proyecto Manhattan en Columbia, efectuado investigaciones con Fermi justo antes de que el cáncer acabara con él. Había pasado a través de todo aquello y de más aún: su esposo, Joe, era un brillante químico que ocupaba un puesto de profesor en Chicago, mientras que a ella se le había denegado una posición académica y había tenido que contentarse con un puesto de investigadora asociada. De pronto se preguntó si ella se habría sentido irritada por todo aquello mientras efectuaba el trabajo sobre el modelo del núcleo atómico que la había hecho famosa. Comparado con todo lo que había tenido que enfrentarse antes, sus problemas de ahora no eran nada. Se mordió el labio.
—Sí. Sí, creo que sí. Hay algo… algo que está intentando llegar hasta nosotros. No sé qué.
Ella asintió. Había confianza en la forma en que lo hizo, pese a su lado paralizado, que despertó ecos en Gordon. Parpadeó sintiendo que sus ojos se llenaban de lágrimas.
—Bien, bien —murmuró ella con un tono entrecortado, y se alejó, sonriendo todavía. Llegó a casa inmediatamente después que Penny, y la encontró cambiándose de ropa.
Dejó su maletín a un lado, lleno con todas las preocupaciones del día.
—¿Dónde vas? —preguntó.
—A practicar un poco de surf.
—Cielos, se está haciendo oscuro.
—Las olas no lo saben.
Se apoyó contra la pared. La energía de Penny lo abrumaba. Aquella era la faceta de California que le resultaba más dura de asimilar: la energía física, el impulso.
—Vente conmigo —dijo ella, poniéndose un sucinto bikini y una camiseta encima—. Te enseñaré. Tú también puedes practicarlo.
—Oh —dijo él, no deseando mencionar que había deseado tomarse un vaso de vino blanco y ver las noticias de la noche. Después de todo, pensaba, y repentinamente el pensamiento no le gustó, podía haber alguna secuela de la historia de Shriffer.
—Anda, vamos.
En la playa de Wind'n Sea la observó abrirse camino en la ladera descendente de una ola, y se maravilló ante ello: una chica frágil, dominando una simple plancha y venciendo el ciego impulso del océano, suspendida en el aire como gracias a algún milagro de la dinámica newtoniana. Parecía un misterio líquido, y sin embargo tenía la sensación de que no debía sorprenderse; se trataba, después de todo, de un asunto de dinámica clásica, La pandilla que solía merodear en torno a la caseta de la bomba de agua estaba allí al completo, cabalgando en sus planchas mientras aguardaban la perfecta sincronización con las crestas de las olas, cuerpos bronceados en equilibrio sobre sus blancas planchas. Gordon sudaba bajo la inflexible rutina de los ejercicios de la Reales Fuerzas Aéreas Canadienses, convenciéndose a sí mismo de que aquello era tan bueno como el obvio placer que extraían los que practicaban el surf rompiendo el empuje de las olas. Una vez realizados los ejercicios de flexiones y tracciones, corrió un poco por la franja de arena, resoplando e intentando al mismo tiempo, de alguna forma, desentrañar los acontecimientos del día: rechazaron su simplista aproximación, el día no iba a descomponerse en un simple paradigma. Se detuvo, jadeando en el salino aire, las cejas empapadas del sudor que resbalaba de su frente. Penny se deslizaba hacia la playa en su plancha, pareciendo colgar en el denso aire, y agitó una mano hacia él. Tras ella, el océano se alzó como un muro y atrapó su plancha con su lisa mano, inclinándola hacia adelante. Penny se tambaleó, vaciló, agitó los brazos en el aire: cayó. La espumosa ola la tragó. La blanca plancha dio un vuelco, se giró del revés, fue arrastrada por el impulso de la ola. La cabeza de Penny apareció, el cabello aplastado contra su cráneo como si fuera una gorra, parpadeando, sus dientes brillando blancos. Se echó a reír.
Mientras se vestían, Gordon dijo:
—¿Qué hay para cenar?
—Lo que tú quieras.
—Ensalada de alcachofas, luego faisán, luego un bizcocho borracho de coñac.
—Espero que seas capaz de hacer todo eso.
—De acuerdo, ¿qué es lo que quieres tú?
—Voy a salir. No tengo hambre.
—¿Eh? —Un breve asomo de sorpresa. Él sí tenía hambre—. Voy a una reunión.
—¿De qué?
—Una reunión. Un mitin, más bien.
—¿Para qué? —insistió él.
—Di más bien para quién. Para Goldwater.
—¿Qué?
—Supongo que habrás oído hablar de él. Se presenta a las elecciones para presidente.
—Estás bromeando. —Se detuvo, un pie a medias alzado, a medio camino de ponerse sus pantalones cortos. Luego, dándose cuenta de lo cómico que debía parecer en aquella postura, bajó la pierna y acabó de ponérselos—. Es un simple de espíritu…
—¿Como Babbitt?
No, Sinclair Lewis nunca se le hubiera ocurrido.
—Dejémoslo en un simple de espíritu.
—¿Has leído alguna vez
La conciencia de un conservador
? Tiene muchas cosas que decir en ese libro.
—No, no lo he leído. Pero ten en cuenta lo que conseguisteis con Kennedy, con el tratado de no proliferación de pruebas nucleares y algunas ideas realmente nuevas en política exterior, la Alianza para el Progreso…
—Además de la Bahía de los Cochinos, el muro de Berlín, ese hermano suyo con sus ojos de cerdito…
—Oh, vamos. Goldwater es un mero peón del gran capital.
—Hará frente a los comunistas.
Gordon se sentó en la cama.
—Tú no crees en todas esas tonterías, ¿verdad?
Penny frunció la nariz, un gesto que Gordon sabía que quería decir que no pensaba cambiar de idea.
—¿Quién envió a nuestros hombres a Vietnam del Sur? ¿Qué les ocurrió a Cliff y Bernie?
—Si Goldwater llega a la presidencia habrá millones de Cliffs y Bernies por todas partes.
—Goldwater ganará esa guerra, no se limitará a hacer tonterías.
—Penny, lo único que hay que hacer es detener nuestras pérdidas. ¿Por qué apoyar a un dictador como Diem?
—Todo lo que sé es que muchos amigos míos están muriendo.
—Y el gordo Barry va a cambiar todo eso.
—Por supuesto, creo que tiene fuerza suficiente para ello. Detendrá el socialismo en nuestro propio país.
Gordon se dejó caer de espaldas en la cama, lanzando un resignado uf de incredulidad.
—Penny, sé que tienes la impresión de que yo soy una especie de comunista neoyorkino, pero no acabo de comprender…
—Se me hace tarde. Linda me invitó a ese cóctel en honor de Goldwater, y voy a ir. ¿Quieres venir tú también?
—Buen Dios, no.
—De acuerdo. Me voy, entonces.
—¿Tú, una estudiante de literatura, a favor de Goldwater? Vamos…
—Sé que no encajo con tus estereotipos, pero ése es tú problema, Gordon.
—Señor.
—Volveré en un par de horas. —Se echó el cabello hacia atrás y se arregló su falda plisada, y salió del dormitorio, firme y enérgica. Gordon se quedó tendido en la cama contemplándola irse, incapaz de decir si ella estaba hablando en serio o no. La oyó cerrar la puerta delantera con un portazo tan enérgico que hizo retemblar las paredes, y decidió que sí estaba hablando en serio.
Desde un principio parecía una unión improbable. Se habían conocido en una fiesta de vino y patatas fritas en un cottage de la playa en Prospect Street, a un centenar de metros del Museo de Arte de La Jolla. (La primera vez que Gordon fue al museo no vio la placa, y supuso que se trataba simplemente de otra galería, algo mejor que la mayoría; llamar a esto y al Metropolitano museos, equipararlos, parecía un chiste deliberado). La primera impresión que tuvo de ella fue de absoluto orden: dientes perfectos; piel escrupulosamente limpia; pelo suave. Un contraste con las mujeres delgadas y llenas de conflictos de Nueva York a las que había conocido, «frecuentado» —una palabra favorita por aquel entonces—, y que finalmente le habían intimidado. Penny parecía luminosa y abierta, capaz de una conversación genuinamente ligera, no ensombrecida por las opiniones del New York Times o del último seminario académico acerca de Qué Es Lo Importante. Vestida con un traje de cóctel estampado a flores con un escote cuadrado, cuyas angulosas líneas quedaban mitigadas por un redondo collar de perlas, su resplandeciente bronceado emitía cálidas radiaciones doradas que lo empaparon a la suave luz, como vida procedente de una distante estrella. Él estaba en compañía de una botella de vino tinto barato y probablemente por ello sobreestimó la magia de la ocasión, pero ella no parecía formar parte de las penumbrosas conversaciones que llenaban la habitación. En circunstancias de una mejor iluminación tal vez no se hubiera producido nada entre ellos. En aquella ocasión, sin embargo, ella se mostró más rápida y hábil y completamente distinta a cualquier otra mujer que hubiera conocido nunca. Su suave acento californiano era un alivio de los congestionados acentos del este, y sus frases brotaban con una fácil perfección que él consideraba fascinante. Aquello era lo principal: la naturalidad, el fervor femenino, la claridad de visión. Y además, ella poseía unos muslos amplios y atléticos que se movían bajo su sedoso vestido como si todo su cuerpo estuviera constreñido por la tela, capaz de una alegre escapatoria. Él no sabía mucho de mujeres —la notoria deficiencia de Columbia—, y mientras engullía más vasos de vino y seguía conversando se preguntó sobre sí mismo, sobre ella, sobre lo que estaba ocurriendo. Se parecía demasiado a un sueño largo tiempo acariciado. Cuando se marcharon juntos, subieron a un Volkswagen y partieron a toda prisa de la fiesta aún en plena efervescencia, su respiración se hizo afanosa por las implicaciones… que rápidamente se revelaron ciertas. A partir de ahí los momentos que pasaron juntos, los restaurantes alegremente compartidos, los discos y libros redescubiertos, parecieron inevitables. Aquélla era la clásica relación. Todo lo que había sabido nunca de las mujeres era que en una relación tenía que existir magia, y ahí estaba, sin anunciar, todavía formándose. Se aferró a ella.
Y ahora, en la metafórica mañana siguiente, resultaba que ella tenía amigos llamados Cliff y unos padres en Oakland y una tendencia hacia Goldwater. De acuerdo, pensó, no todos los detalles pueden ser perfectos. Pero quizás, en un cierto sentido, eso formara también parte de la magia.
Gordon desayunó en el café de Harry en Girard, intentando repasar las notas de su clase e inventar algunos problemas que incluir en unos trabajos para casa. Era difícil trabajar allí. El entrechocar de los platos no dejaba de interrumpir, y una pequeña radio cantaba canciones del Kingston Trio, que nunca le habían gustado. Lo único en música pop que podía tolerar era Dominique, un extraño hit grabado por una monja belga de voz angelical. De todos modos, no se sentía con humor para concentrarse en cosas académicas. El artículo del San Diego Union sobre la espectacular presentación de Saul en la televisión era peor de lo que había esperado, sensacionalista más allá de los límites de toda razón. Algunos del departamento se lo habían recriminado fuertemente.
Rumió sobre todo aquello mientras conducía subiendo Torrey Pines, sin llegar a ninguna conclusión. Fue distraído por un Cadillac con todos sus faros encendidos. El conductor era el típico hombre de cuarenta años, exhibiendo un sombrero de ala ancha y una expresión ofuscada. Allá a finales de los años cincuenta, recordó, el Consejo de Seguridad Nacional había hecho una gran publicidad sobre aquello. En una de las principales fiestas nacionales, había fomentado la idea de conducir con los faros encendidos durante todo el día, para recordarle a todo el mundo que había que conducir con prudencia. De alguna forma la idea había prendido en los conductores partidarios de la-lentitud-es-la-seguridad, y ahora, años más tarde, todavía podía vérseles renqueando por entre el tráfico, seguros de que su lentitud significaba invulnerabilidad, con sus faros brillando inútilmente. Había algo en aquella estupidez refleja que siempre lo irritaba.
Cooper estaba ya en el laboratorio. Mostrándose más y más industrioso a medida que se aproxima su examen, pensó Gordon, sintiéndose luego culpable por su cinismo. Cooper parecía realmente más interesado ahora, probablemente porque todo el asunto del mensaje había quedado al margen de su tesis.