—Comprendan —dijo— que no estamos efectuando ninguna afirmación específica por el momento. Pero desearíamos la ayuda de la comunidad científica para desentrañar lo que puede significar esto. —Luego siguió una breve explicación de cómo se había producido la decodificación.
De nuevo Cronkite:
—Algunos astrónomos interrogados hoy por las «Noticias» de la CBS para que dieran su opinión han expresado escepticismo. Si lo que dice el profesor Shriffer se demuestra correcto, sin embargo, eso puede representar evidentemente una gran noticia. —Cronkite elaboró su tranquilizadora sonrisa—. Y eso es todo por hoy, doce de abril…
Gordon apagó el aparato.
—Maldita sea —dijo, aún impresionado.
—Creo que lo han presentado muy bien —dijo Penny juiciosamente.
—¿Muy bien? ¡Se suponía que mi nombre no aparecería en absoluto!
—¿Por qué, no quieres ningún crédito por el descubrimiento?
—¿Crédito? ¡Cristo…! —Gordon dio un puñetazo contra la pared gris, que resonó sordamente—. Lo hizo todo mal, ¿no te das cuenta? Tuve esa sensación cuando me lo dijo, y ahí está la prueba… ¡mi nombre, mezclado a esa absurda teoría!
—Pero son tus mediciones…
—Se lo dije, le dije que dejara mi nombre fuera.
—Bueno, fue Walter Cronkite quien dijo tu nombre. No Saul.
—¿Y a quién le importa quién lo dijo? Ahora estoy metido en ello, con Saul.
—¿Por qué no te llevaron a ti a la televisión? —preguntó inocentemente Penny, a todas luces incapaz de comprender los motivos de toda aquella irritación—. No hicieron más que sacar un montón de fotos de Saul.
Gordon hizo una mueca.
—Ése es su lado fuerte. Simplificar la ciencia a unas cuantas frases, retorcerlas para que digan lo que tú deseas, reducirlo todo al más bajo común denominador… pero ante todo asegurarse de que el nombre de Saul Shriffer esté en primera línea. En enormes y chillonas letras de neón. Mierda. Simplemente…
—Así que te ha arrebatado todo el crédito, ¿no?
Gordon la miró, desconcertado.
—¿Crédito…? —Dejó de ir arriba y abajo por la habitación. Se dio cuenta de que ella creía sinceramente que su irritación era debida a que su rostro no había aparecido por la televisión—. Por todos los diablos. —Repentinamente se dio cuenta de que estaba acalorado. Empezó a desabrocharse su camisa de seda azul y pensó en lo que debía hacer. No servía de nada hablar de ello con Penny… estaba a años luz de comprender lo que sentían los científicos acerca de algo así.
Se arremangó la camisa, resoplando, y se dirigió hacia la cocina, donde estaba el teléfono.
Gordon empezó con:
—Saul, estoy loco furioso.
—Ah… —Gordon pudo imaginar a Saul seleccionando exactamente las palabras correctas. Era bueno en ello, pero esta vez no iba a servirle de nada—. Bueno, sé cómo se siente, Gordon, de veras. Vi la grabación de la emisión hace dos horas, y me sentí tan sorprendido como haya podido sentirse usted. El vídeo local de Boston estaba limpio, en ningún momento se mencionaba explícitamente su nombre, tal como usted quería. Les llamé inmediatamente después de ver lo de Cronkite, y me dijeron que se había efectuado un montaje nuevo para su difusión a nivel nacional.
—¿Cómo podía esa gente saberlo? Saul, si usted no…
—Bueno, mire, tuve que decírselo a la gente de la emisora local. Para información de base, ya sabe.
—Usted dijo que no diría ni una palabra.
—Hice lo que pude, Gordon. Iba a llamarle.
—¿Por qué no lo hizo? ¿Por qué me permitió verlo sin…?
—Pensé que quizá no le importaría tanto, después de ver todo el tiempo que conseguimos. —La voz de Saul cambió de tono—. ¡Ha sido una gran emisión, Gordon! La gente se habrá envarado y habrá escuchado.
—Sí, habrá escuchado —dijo Gordon agriamente.
—Vamos a conseguir algo de acción con ese dibujo. Vamos a descubrir qué es esa cosa.
—Lo más probable es que ella nos descubra a nosotros. Saul, dije que no quería verme implicado. Usted dijo…
—¿No se da cuenta de que eso no era realista? —La voz de Saul era tranquila y razonable—. Sé que se ha puesto de mal humor por culpa mía, pero de todos modos hubiera salido igualmente a la luz.
—No de esta forma.
—Créame, así es como funcionan las cosas, Gordon. Antes no estaba llegando usted a ninguna parte, ¿verdad? Admítalo.
Inspiró profundamente.
—Si alguien me pregunta, Saul, voy a decir que no sé de dónde proceden las señales. Ésta es la verdad simple y llana.
—Pero no es toda la verdad.
—¿Usted me está hablando a mi de toda la verdad? ¿Usted, Saul? ¿No me dijo usted que ocultáramos el primer mensaje?
—Eso era diferente. Primero deseaba aclarar el resultado…
—¡El resultado, mierda! Escuche, a todo el mundo que me pregunte, le diré que no comparto su interpretación.
—¿Difundirá el primer mensaje?
—Yo… —Gordon vaciló—. No, no deseo complicar aún más las cosas. —Se preguntó si Ramsey iría a continuar trabajando con los experimentos si él hacía público el mensaje. Infiernos, por todo lo que sabía, había realmente algún tipo de elemento de seguridad nacional mezclado en todo aquello. Gordon sabía que no deseaba participar en nada de ello. No, era mejor dejarlo correr.
—Gordon, puedo comprender cómo se siente —dijo cálidamente la voz al otro lado de la línea—. Todo lo que le pido es que no obstaculice lo que estoy intentando hacer. Yo no voy a atravesarme en su camino, no se atraviese usted en el mío.
—Bien… —Gordon hizo una pausa, sintiendo que su primer impulso se había esfumado.
—Y créame que realmente siento lo de Cronkite y su nombre mezclado en ello y todo lo demás. ¿De acuerdo?
—Yo… sí, de acuerdo —murmuró Gordon, sin saber realmente a qué daba su aprobación.
Gregory Markham se inmovilizó con las manos detrás de su espalda, el gris de sus raíces dándole un aire remoto y solemne. El apagado zumbido del laboratorio le parecía un ruido cálido, el preocupado charloteo de los instrumentos que, aunque sólo fuera por sus impredecibles fallos e idiosincrasias, se parecían a menudo a ajetreados trabajadores mortales. El laboratorio era una isla de sonido en el pacífico cascarón del Cavendish, dirigiendo todos los recursos que quedaban. El Cav había sido la sede de la era moderna, utilizando el trabajo de Faraday y Maxwell para crear el sumiso milagro de la electricidad. Ahora, meditaba Markham, en su centro sólo quedaban unos cuantos hombres intentando alcanzar el pasado, nadadores contra corriente.
Renfrew avanzó entre los bancos y pasillos de instrumentos, yendo de un problema a otro. Markham sonrió ante la energía del hombre. En parte procedía de la tranquila presencia de Ian Peterson, que permanecía reclinado hacia atrás en una silla y estudiaba la pantalla del osciloscopio donde se reflejaba la señal principal. Renfrew se agitaba, consciente de que detrás de la velada calma de Peterson el hombre nunca perdía su ojo atento.
Renfrew llegó a toda prisa junto al osciloscopio central y lanzó una mirada al danzante revoltijo de ruido.
—¡Maldita sea! —dijo vehementemente—. Esa maldita cosa no va a desaparecer por mucho que hagamos.
—Bueno, no es absolutamente necesario que siga mandando usted nuevas señales mientras yo estoy mirando —condescendió Peterson—. Simplemente me detuve para ver cómo iban las cosas.
—No, no. —Renfrew alzó torpemente los hombros bajo su chaqueta marrón. Markham observó que los bolsillos de la chaqueta estaban repletos de componentes electrónicos, aparentemente metidos allí y olvidados—. Ayer todo fue bien. No hay ninguna razón por la que hoy no tenga que ser lo mismo. Transmití esa parte astronómica sin problemas durante tres horas consecutivas.
—Debo decir que no veo la necesidad de transmitir eso —dijo Peterson—, considerando la dificultad de enviar lo realmente importante…
—Es para ayudar a cualquiera que lo reciba al otro lado —dijo Markham, adelantándose un paso. Mantuvo su rostro resueltamente neutro, aunque de hecho estaba distantemente divertido ante la forma en que los otros dos hombres parecían alcanzar inmediatamente una zona de desacuerdo, como si fueran arrastrados hacia ella—. John cree que eso puede ayudarles a saber dónde es más fácil detectar nuestro haz. Las coordenadas astronómicas…
—Comprendo perfectamente —le interrumpió Peterson—. Lo que no comprendo es por qué no dedican ustedes sus períodos de tranquilidad al material esencial.
—¿Como cuál? —preguntó rápidamente Markham.
—Decirles lo que estamos haciendo, y repetir toda la información relativa al océano, y…
—Hemos hecho todo eso hasta el agotamiento —estalló Renfrew—. Pero si ellos no pueden recibirlo, ¿qué infiernos…?
—Mire, mire —dijo Markham suavemente—, hay tiempo suficiente para hacerlo todo, ¿no? ¿De acuerdo? Cuando el ruido descienda, la prioridad exclusiva será enviar ese mensaje suyo del banco, y luego John puede…
—¿No lo han enviado todavía? —exclamó Peterson sorprendido.
—Oh, no —dijo Renfrew—, aún no he terminado con el otro material, y…
—¡Bien! —Peterson pareció excitado ante aquello; se puso rápidamente en pie, y caminó enérgicamente por el reducido espacio ante los imponentes armarios grises de los instrumentos—. Les dije que había encontrado una nota… cosa muy sorprendente, debo admitirlo.
—Sí —concedió Markham. Había habido considerable agitación cuando apareció Peterson aquella mañana, exhibiendo el amarillento papel. De pronto, todo el asunto les había parecido algo tremendamente real a todos ellos.
—Bien —prosiguió Peterson—, estaba pensando acerca de intentar… esto… ampliar el experimento.
—¿Ampliar? —preguntó Renfrew.
—Sí. No envíen el mensaje.
—Por los clavos de Cristo —fue todo lo que pudo decir Markham.
—Pero, pero ¿no ve usted que…? —La voz de Renfrew se apagó.
—Pensé que podía ser un experimento interesante.
—Seguro —dijo Markham—. Muy interesante. Pero provocará una paradoja.
—Ésa es mi idea —dijo rápidamente Peterson.
—Pero una paradoja es precisamente lo que no queremos —dijo Renfrew—. Enviará al infierno todo el asunto.
—Ya le expliqué eso —dijo Markham a Peterson—. El interruptor colgado a medio camino entre el abierto y el cerrado, ¿recuerda?
—Sí. Comprendo eso perfectamente bien, pero…
—¡Entonces no sugiera absurdos! —gritó Renfrew—. Si desea usted alcanzar el pasado y saber que lo ha conseguido, mantenga sus manos quietas.
—La única razón —dijo Peterson, con una calma glacial— de que ustedes sepan esto es porque yo fui al banco en La Jolla. La forma en que yo veo todo el asunto es que yo he confirmado su éxito.
Hubo un incómodo silencio.
—Oh… sí —murmuró Markham, para llenar la pausa. Tuvo que admitir que Peterson tenía razón. Era precisamente el tipo sencillo de comprobación que él o Renfrew debieran haber intentado. Pero habían sido educados para pensar en experimentos mecánicos, llenos de instrumentos que operaban sin intervención humana. La noción de pedir una señal confirmatoria simplemente no se les había ocurrido. Y ahora Peterson, el ignorante administrador, había probado que todo el esquema era correcto, y lo había hecho sin ninguna clase de pensamiento complicado en absoluto.
Markham inspiró profundamente. Era embriagador, darte cuenta de que estabas haciendo algo que jamás se había realizado antes, algo más allá de tu propia comprensión, pero innegablemente real. A menudo se había dicho que la ciencia te ponía en una especie de contacto con el mundo muy distinto al contacto que podría darte cualquier otra cosa. Esta mañana, y aquella simple hoja de Peterson habían hecho el milagro, pero de una forma extrañamente distinta.
El triunfo de un experimento se producía cuando alcanzabas una nueva meseta de conocimiento. Con los taquiones, sin embargo, no disponían de una auténtica comprensión. No tenían más que aquella simple nota en un trozo de amarillento papel.
—Ian, sé cómo se siente. Sería condenadamente interesante omitir su mensaje. Pero nadie sabe lo que eso puede significar. Puede impedirnos conseguir lo que usted desea… hacer llegar la información acerca del océano.
—¡Condenadamente exacto! —subrayó Renfrew, y se volvió hacia el aparato.
Peterson entrecerró los párpados, como si estuviera sumido en profundos pensamientos.
—Un buen tanto. ¿Saben?, por un momento pensé que aquí podía haber alguna forma de aprender algo más sobre todo esto.
—Podríamos —admitió Markham—. Pero a menos que hagamos tan sólo lo que comprendemos…
—Correcto —dijo Peterson—. Fuera las paradojas, de acuerdo. Pero después… —Su rostro adquirió una expresión soñadora.
—Después, seguro —murmuró Markham. Era extraño, pensó, cómo los jugadores habían invertido allí sus papeles. Se suponía que Peterson era el administrador prepotente, exigiendo resultados por encima de todo lo demás. Y sin embargo, ahora era Peterson quien deseaba empujar hacia delante los parámetros del experimento y descubrir alguna nueva física.
Y oponiéndose a ello estaban Renfrew y él mismo, de pronto inseguros de lo que podía producir una paradoja. Abundaban las ironías.
Una hora más tarde, los puntos más sutiles de la lógica se habían desvanecido, como solían hacer a menudo, ante los resbaladizos detalles del propio experimento. El ruido emborronaba la plana pantalla del osciloscopio. Pese al concienzudo trabajo de los técnicos, la agitación en el experimento no disminuía. A menos que lo hiciera, el haz de taquiones sería inútilmente difuso y débil.
—¿Sabe? —murmuró Markham, echándose hacia atrás en su silla de laboratorio de madera—. Creo que su material del Caltech podrá hacer algo aquí, Ian.
Peterson alzó la vista del dossier con un sello de CONFIDENCIAL en rojo cruzando su tapa que estaba leyendo. Durante las pausas, había seguido trabajando en los papeles que llevaba en su maletín.
—¿Eh? ¿Cómo?
—Esos cálculos cosmológicos… son un buen trabajo. De hecho, muy brillante. Universos arracimados. Ahora, supongamos que alguien dentro de uno de ellos está enviando hacia fuera señales de taquiones. Los taquiones pueden salir fuera de esos universos más pequeños. Todo lo que los taquiones tienen que hacer es cruzar el horizonte de sucesos de la microgeometría cerrada. Luego estarán libres. Escaparán de las singularidades gravitatorias, y nosotros podremos captarlos.