«¿King Kong murió por nuestros pecados?» Gordon se preguntó qué significaba aquello.
Decidió salir y comprar vino y un poco de comida. Evidentemente no iba a aguardar en el apartamento a que llegara ella. En camino a la puerta observó un talego de lona apoyado contra el mullido sillón donde acostumbraba sentarse. Tiró de la cuerda que le ataba hasta que su boca se abrió. Dentro había ropas de hombre. Frunció el ceño.
Lleno de una curiosa energía discordante, se demoró un momento aparcando el Chevy y luego caminó la media manzana que lo separaba de la playa de Wind'n Sea. Grandes y encrespadas olas golpeaban contra los lisos dedos de roca que se extendían hacia el océano. Se preguntó cuánto tiempo podrían resistir aquellas rocas el constante golpeteo de las olas, resonando en grandes asaltos sobre ellas. Hacia el sur unos cuantos muchachos, morenos como indios por el sol, haraganeaban en torno a la pequeña caseta de la estación municipal de bombeo de agua. Estudiaban los saltos mortales de las olas con un lánguido estupor, algunos de ellos fumando cortos cigarrillos. Gordon nunca había sido capaz de sacarles más de tres palabras juntas, no importaba lo que les preguntara. Inescrutables nativos, pensó, y se alejó. Volviendo a su coche a lo largo de Nautilus pasó por debajo de los pinos de Torrey que habían roto la acera, quebrando el asfalto con sus raíces y formando como un helado oleaje.
Condujo a lo largo de un camino sinuoso de estrechas calles laterales cerca del océano. Pequeñas casas, como de muñecas, se apiñaban las unas junto a las otras. Muchas de ellas estaban llenas de adornos superfluos, volutas y capiteles y ostentosas e inútiles cúpulas. Allí delante, una celosía apenas se distinguía entre un enorme macizo de begonias. Las rosaledas trepaban por los emparrillados de bambú. Filamentos de todos los estilos arquitectónicos parecían haber salpicado desde arriba a todas las casas y colgar en ellas, goteando. Las calles eran rectas y estaban silenciosas, reglamentando el balbucear de culturas y pasados que habían quedado varados en aquella ciudad de bolsillo. La Jolla era un lugar donde todo era de una forma distinta a Nueva York, con una extraña y expectante energía. A Gordon le gustaba. Tomó un desvío hasta el 6005 del Camino de la Costa, movido por un impulso. Aquél era un santuario menor, el lugar donde había vivido y trabajado Raymond Chandler en los años cuarenta y cincuenta, una casa con un patio enlosado un desordenado jardín de rocas que ascendía por la colina en la parte de atrás. Había leído todas las novelas de Chandler inmediatamente después de haber visto a Bogart en
El sueño eterno
por primera vez; Penny había dicho que era una de las mejores maneras de descubrir lo que era California.
Compró algo de comida en Albertson y una caja de vinos blancos variados en una tienda de licores cerca de Wall Street. El parquet del suelo de la tienda parecía haber retenido todo el seco calor del día. Un corpulento y bronceado hombre observó el botón que le faltaba a la camisa de Gordon con un distante regocijo mientras éste guardaba las botellas. Al salir de la tienda, Gordon vio a Lakin apeándose de un Austin-Healey calle abajo. Se volvió rápidamente y caminó hacia Prospect; a la débil luz del crepúsculo, probablemente Lakin no le había visto. El artículo sobre la resonancia espontánea había sido publicado sin problemas en la Physical Review Letters, como Lakin había predicho. Todo el incidente le parecía ahora terminado a Lakin, pero Gordon aún sentía la intranquilidad de un hombre que va extendiendo cheques sabiendo que su cuenta está en descubierto. Colocó las tintineantes botellas en el portamaletas del Chevy, y luego se dirigió al Valencia Hotel. No había luces chillonas de anuncios luminosos en La Jolla, ni fábricas, ni billares, ni chimeneas, ni cementerios, ni estaciones de ferrocarril, ni restaurantes baratos para ensuciar el ambiente. El Valencia se anunciaba con un cartel más bien modesto. En el porche dos mujeres de mediana edad estaban jugando a la canasta mientras charlaban animadamente. Llevaban elaborados trajes estampados de cintura ceñida, pesados collares metálicos, y sus manos exhibían al menos tres anillos cada una. Los dos hombres que jugaban con ellas parecían más viejos y cansados. Probablemente agotados de firmar cheques, pensó Gordon, y pasó junto a ellos en dirección al vestíbulo. El bar del hotel zumbaba de conversaciones. Se abrió camino entre sillones de roten hacia la parte de atrás del vestíbulo; le gustaba la vista de la ensenada que había desde allí. Ellen Browning Scrips había visto lo que los devoradores de terrenos le estaban haciendo a la ciudad, y había conseguido reservar una zona de verdor en torno a la ensenada, de modo que otras personas además de los ricos pudieran contemplar el perezoso juego de las olas. Mientras Gordon miraba, se encendieron las luces, haciendo que las blancas paredes de las inquietas aguas surgieran de entre la oscuridad del mar, mordisqueando la tierra firme. Las escasas expediciones de Gordon en el Pacífico habían partido de las playas en forma de media luna de abajo. Mar adentro había una roca donde uno podía permanecer en pie y eludir el movimiento incesante de las olas. Era resbaladiza, pero le gustaba pararse allí y contemplar desde aquel lugar la tierra firme, salpicada de efímeras manchas de estuco y madera y cal, como si pudiera juzgar su fragilidad desde aquella inamovible perspectiva. Chandler había dicho que era una ciudad llena de gente vieja acompañada de sus padres, pero por alguna razón nunca había mencionado el mar y las despiadadas y estrepitosas rompientes que puntuaban los largos e irregulares parlamentos de las olas, siempre retorciéndose contra la orilla. Era como si alguna fuerza ignorada avanzara desde el horizonte, todo el camino desde Asia, para terminar disgregándose en aquel acogedor rincón americano. Débiles rompientes intentaban amortiguar el efecto, pero Gordon no podía comprender cómo podían resistir el embate. El tiempo terminaría venciéndolas; tenía que hacerlo.
Cuando regresó cruzando el vestíbulo, el murmullo del bar era un vaso más fuerte que antes. Una rubia le lanzó una mirada apreciativa y luego, dándose cuenta de que no había posibilidades, convirtió de nuevo su rostro en cemento y prosiguió con la lectura de su ejemplar del Life. Se detuvo en un estanco en Girard y compró un libro de bolsillo por treinta y cinco centavos, y salió de la tienda hojeando el libro debajo de su nariz; siempre le había encantado el olor dulzón a tabaco de pipa que desprendían las hojas.
Abrió la puerta de su bungalow con su llave. Había un hombre sentado en su sillón, echándose bourbon en un vaso para agua.
—Oh, Gordon —dijo Penny con voz animada, levantándose de su silla al lado del desconocido—. Este es Clifford Brock.
El hombre se levantó también. Llevaba unos pantalones caqui y una camisa de lana marrón con bolsillos con botones. Iba descalzo, y Gordon pudo ver un par de zoris tiradas al lado del talego de lona junto al sillón. Clifford Brock era alto y grueso, con una sonrisa indolente que hizo que sus ojos se fruncieran mientras decía:
—Gusto de conocerte. Guapa la casa que tenéis aquí.
Gordon murmuró un saludo.
—Cliff es un viejo amigo mío del instituto —dijo Penny alegremente—. Es el que me llevó aquella vez a Stockton para las carreras.
—Oh —dijo Gordon, como si aquello lo explicara todo.
—¿Un poco de Old Granddad? —Cliff ofreció la botella abierta sobre la mesita de café, exhibiendo aún su eterna sonrisa.
—No, no, gracias. Precisamente acabo de ir a comprar un poco de vino.
—Yo también traje un poco —dijo Cliff. Tornó un garrafón de debajo de la mesita de café.
—Lo acompañé a comprar algo de beber —indicó Penny. Su frente estaba ligeramente cubierta de sudor. Gordon miró el garrafón. Era un tinto Booskside, un vino que ellos utilizaban normalmente para cocinar.
—Voy a buscar el resto en el coche —dijo, para rechazar el ofrecimiento de Cliff. Salió al fresco atardecer y regresó con las otras botellas, metiendo algunas en un armario y el resto en la nevera. Descorchó una, aunque no estaba lo suficientemente fría, y se sirvió un vaso. En la sala de estar, Penny abrió una bolsa de patatas fritas y una lata de cacaos mientras escuchaba la arrastrada voz de Cliff.
—Estuviste hasta tarde en la fiesta de Lakin, ¿eh? —dijo Penny, mientras Gordon se instalaba en su mecedora bostoniana.
—No, simplemente me entretuve comprando algunas cosas. Vino. El cóctel no fue más que otra ocasión para que la gente se felicitara entre sí y se dieran palmadas en la espalda. —La imagen de Roger Isaac o de Herb York palmeándole la espalda a un venerable filósofo como Shriners que había decidido echar una cana al aire era algo que no encajaba, pero Gordon lo dejó correr.
—¿De quién se trataba? —preguntó Penny, mostrando el debido interés—. ¿A quién reclutaban?
—Un crítico marxista, dijo alguien. No dejaba de murmurar cosas, aunque no pude entender demasiado. Algo acerca de capitalismo reprimiéndonos y no dejándonos liberar nuestras auténticas energías creativas.
—Las universidades son verdaderos especialistas contratando a rojos —dijo Cliff, parpadeando como un búho.
—Creo que se trata más bien de un comunista teórico —temporizó Gordon, aunque sin excesivos deseos de defender al argumento.
—¿Quieres decir que vais a contratarlo? —preguntó Penny, deseando obviamente llevar ella la conversación.
—Yo no tengo ni voz ni voto. Quien decide es la gente de ciencias humanas. Todo el mundo se mostró muy respetuoso, sin embargo, excepto Feher. Este tipo estaba diciendo que, bajo el capitalismo, el hombre explota al hombre. Feher le clavó un dedo y dijo, aja, y bajo el comunismo, es al revés. Eso desencadenó muchas risas. A Popkin no le gustó, sin embargo.
—No necesitamos a ningún rojo para enseñarnos nada que no podamos aprender en Laos —dijo Cliff.
—¿Qué dijo acerca de Cuba? —insistió Penny.
—¿La crisis de los misiles? Nada.
—Hum —dijo Penny, triunfante—. ¿Qué es lo que ha escrito el tipo ese, entonces?
—Había un pequeño montón de sus publicaciones. Una de ellas era
El hombre unidimensional
, y…
—Marcuse —dijo Penny secamente—. Era Marcuse.
—¿Quién es ése? —murmuró Cliff, echándose algo de Brookside en otro vaso.
—No es un mal pensador —admitió Penny con un alzarse de hombros—. Leí ese libro. El…
—Se aprende más sobre los rojos en Laos —dijo Cliff, alzando el garrafón de vino para poder echarlo apoyándolo sobre su hombro—. ¿Os lo lleno? —invitó, mirando los vasos.
—A mí no, gracias —dijo Gordon, colocando la palma de su mano sobre su vaso, como si pensara que Cliff iba a echarle de todos modos—. ¿Has estado en Laos?
—Seguro. —Cliff bebió con fruición—. Sé que aquello no tiene nada que ver con lo que vosotros hacéis aquí… —hizo un gesto con su vaso, agitando su oscuro contenido— pero es algo malditamente mejor que esto, os lo aseguro.
—¿Qué hacías allí?
El otro miró inexpresivamente a Gordon.
—Fuerzas especiales.
Gordon asintió silenciosamente, un poco inquieto. La universidad le había permitido prorrogar su servicio militar por estudios.
—¿Cómo son allí las cosas? —preguntó sin convicción.
—Pura mierda.
—¿Qué piensan los militares acerca de las bases de misiles en Cuba? —preguntó seriamente Penny.
—El viejo Jack se ganó su dinero esa semana. —Cliff dio un largo sorbo al vino.
—Cliff acaba de ser licenciado —le dijo Penny a Gordon.
—Aja —dijo Cliff—. Liberado definitivamente. Me trajeron en avión hasta El Toro. Sabía que Penny estaba cerca de ahí por algún lado, así que llamé a su viejo y él me dio su dirección. Vine hasta aquí en autobús. —Agitó una mano en el aire poniéndose repentinamente serio—. Quiero decir que todo está bien, hombre. Soy solamente un viejo amigo. Nada de lo que preocuparse. ¿No es así, Penny?
Ella asintió.
—Cliff me llevó a la fiesta de promoción del último curso.
—Aja, y ella estaba huau. La llevé en mi T-bird con su traje de tarde rosa. —Bruscamente empezó a cantar
Cuando baile de nuevo el vals contigo
, con una temblorosa voz de falsete—. Muchacho, vaya mierda. Teresa Brewer.
—Yo odiaba todo eso —dijo Gordon agriamente—. Todo ese esnobismo de la escuela superior.
—Apuesto a que sí —dijo Cliff llanamente—. ¿Eres de la costa Este?
—Sí.
—¿Marlon Brando, La ley del silencio, todo eso? Muchacho, aquello es un lío.
—No es tan malo —murmuró Gordon. De alguna forma, Cliff había dado con una precisa similitud. Gordon había criado también palomas en la azotea de su casa durante un cierto tiempo, como Brando, y los sábados, cuando no tenía ninguna cita, lo cual era bastante a menudo, subía a hablar con ellas. Al cabo de un tiempo se había convencido a sí mismo de que las citas de los sábados por la noche no tenían por qué ser el centro de la vida de los adolescentes, y luego, un poco más tarde, se había desembarazado de las palomas. Eran muy sucias, de todos modos.
Gordon se disculpó y fue a buscar más vino. Cuando regresó con un vaso para Penny, los dos estaban recordando viejos tiempos. El estilo de la Ivy League; los coches trucados; la Ted Mack Variety Hour; la irritante réplica «Es asunto mío saber y tuyo descubrir»; los helados de Seatest; Ozzie y Harriet; Papá sabe más; el pelo en cola de caballo; los alumnos de la clase superior repintando la torre de aguas en una sola noche; las chicas que hacían globos de chicle en clase y se marchaban embarazadas, al tercer año; Mi pequeña Margie; la mierdecilla del presidente de la clase superior; los trajes de tarde sin tirantes a los que había que pasarles alambres para que se aguantaran en su sitio; los zapatos baratos; los alfileres para la ropa; Eloise, que arruinaba su miriñaque cayéndose a la piscina en todas las fiestas; ser admitidos en los bares sin que a uno le preguntaran su edad; las chicas con faldas tan ajustadas que tenían que ponerse de lado para subir al autobús; el incendio en el laboratorio de química; los pantalones sin cinturón; y todo un desfile de otras cosas que Gordon había odiado en su tiempo mientras se sumergía en sus libros y trazaba sus planes para Columbia, y hacia las que no veía ninguna razón por la que sentirse nostálgico ahora. Penny y Cliff las recordaban también como cosas estúpidas y superficiales, pero con una nostalgia y un cierto orgullo que Gordon no podía comprender.
—Esto suena como una reunión de club de campo. —Dio a su voz un tono alegre, pero no pudo evitar que Cliff captara su desaprobación.