Les dijo a sus hombres de seguridad y al chofer que se tomaran la noche libre. Su presencia lo hacía evidente a los ojos de todo el mundo y ya se había hecho notar lo suficiente por un solo día. Su mente no dejaba de darle vueltas al éxito en el banco. Disipó algo de la energía con treinta saltos en la piscina del hotel, y luego con una infructuosa excursión a las tiendas cercanas al mismo. Las tiendas de ropa eran las que más le interesaban, pero no eran el tipo de tienda que se contentaba simplemente con mostrar sus artículos y esperar a que llegaran los clientes, sino que reproducía en sus escaparates escenas de casas solariegas inglesas o de castillos franceses. Aún había dinero allí, aunque la mayor parte de él parecía estar siendo mal empleado. La gente era limpia y alegre y llena de salud. Al menos en Inglaterra la prosperidad traía consigo un status aparte de los demás; aquí no garantizaba nada, ni siquiera el buen gusto.
Las aceras estaban llenas de gente de edad, que se mostraba más bien ruda si uno no se apartaba a su paso. Los hombres jóvenes, sin embargo, eran alegres y atléticos. Las mujeres le interesaban más: cuidadosamente elegantes, inmaculadamente maquilladas. Había, sin embargo, una cierta blandura en todos ellos, un indefinible sello de próspera neutralidad. Parte de él envidiaba su vida. Sabía que esta gente que caminaba tan confiadamente por Girard estaba asediada por tantas restricciones como los ingleses —en California del Sur había una gran cantidad de limitaciones sobre inmigración, adquisiciones inmobiliarias, uso del agua, cambio de empleo, automóviles, todo—, pero parecía libre. Tampoco se apreciaba allí mucho el cansancio del mundo que los europeos identificaban a menudo con la madurez. Siempre había echado en falta también una cierta complejidad en las mujeres. Aquí parecían todas intercambiables, sus rostros cuidadosamente acicalados y abiertos. El sexo con ellas era sano, competente y franco. Si uno les hacía proposiciones, nunca se mostraban sorprendidas o ultrajadas. Su no significaba no y su sí significaba sí. Echaba a faltar el desafío de que el no significara quizás, el elegante juego de la seducción. Esos americanos no sabían jugar; eran enérgicos y hábiles pero jamás elusivos o secretos o sutiles. Preferían las preguntas directas, y ofrecían respuestas directas. Les gustaba conducir el juego.
En este punto de sus meditaciones, se detuvo frente a una tienda de vinos, y decidió ver si podía conseguir algunas cajas de buen vino californiano que hacerse enviar a Inglaterra. Uno nunca sabía cuándo volvería a presentarse la ocasión.
Estaba aguardando a Kiefer en el bar cuando el pensamiento le golpeó. ¿Qué hubiera ocurrido si en vez de llamarle por teléfono simplemente le hubiera enviado una carta a Renfrew, indicándole dentro el mensaje que tenía que transmitir? Visto el funcionamiento del correo en estos días, probablemente aún no la hubiera recibido, independientemente de cómo hubiera reaccionado a ella. En ese caso, después de conseguir hoy aquel papel amarillento, hubiera podido telefonearle y decirle que no enviara el mensaje. ¿Qué hubiera hecho Markham con aquello? Terminó su ginebra y entonces recordó el asunto de los lazos. Sí, el esquema que acababa de imaginar lo hubiera conducido todo a un estadio indeterminado. Esa era la respuesta. ¿Pero qué tipo de respuesta era ésa?
—Malditas calles —se quejó Kiefer—. Cada vez se parecen más a los barrios bajos. —Giró bruscamente el volante ante una curva cerrada. Los neumáticos chirriaron.
Para Peterson, este cambio de tema fue un alivio. Kiefer había estado recitando las virtudes y los beneficios de comer verduras frescas que le llegaban aproximadamente a la velocidad de la luz desde «el valle», una misteriosa región parecida al cuerno de la abundancia y que no necesitaba otro nombre.
Para animar aquel nuevo tema de discusión, Peterson aventuró tentativamente:
—Todo esto me parece más bien próspero.
—Sí, bueno, por supuesto, uno no ve nada si se limita a las avenidas. Pero cada vez resulta más duro mantener los estándares. Mire a su alrededor aquí, por ejemplo. ¿No nota nada?
Estaban ahora en la parte alta de las colinas, siguiendo estrechas carreteras sinuosas que dejaban ver atisbos del océano entre ranchos españoles y castillos franceses en miniatura.
—¿Ve como todas las casas están rodeadas de muros? Cuando vinimos aquí por primera vez, oh, hará casi veinte años, estaban todas abiertas. Grandes vistas desde todas las casas. Ahora ni siquiera puede usted llamar a su vecino sin salir a la calle y pulsar unos cuantos botones y hablar por un intercomunicador. ¡Y se lo aseguro, debería ver usted los dispositivos antirrobo! Componentes electrónicos que valen por un centenar de perros pastores alemanes. Con baterías para que sigan funcionando también cuando se producen los cortes de corriente.
—¿El índice de criminalidad es alto, entonces? —preguntó Peterson.
—Terrible. Inmigrantes ilegales, demasiada gente, demasiados pocos trabajos. Todo el mundo cree que tiene derecho a una vida de lujo, o al menos de confort, así que experimentan una gran frustración y resentimiento cuando los sueños se derrumban a su alrededor. Peterson empezó a replantear sus esquemas. Debía conseguir algo de tiempo para buscar el mejor sistema electrónico de seguridad que pudiera. Estúpido de él, no haber pensado en aquello antes. Ese tipo de cosas eran aquellas en las que los americanos siempre habían sobresalido. Tenía que buscar un buen sistema, adaptable y sólido. Si era posible, se lo llevaría él personalmente en el avión. De nuevo lamentó no disponer de un jet privado.
—La ciudad se está convirtiendo en una sucesión de enclaves fortificados —prosiguió Kiefer—. Los de los viejos principalmente.
Peterson asintió mientras Kiefer citaba estadísticas relativas a California, que era superada únicamente por Florida en el porcentaje de gente vieja. Desde el derrumbamiento del sistema de la Seguridad Social, el lobby del Movimiento de la Tercera Edad había estado presionando cada vez más para conseguir privilegios especiales, exención de impuestos y favores extra. Peterson estaba seguro de saber más de demografía que Kiefer; el Consejo había conseguido un informe a escala mundial hacía dos años, que incluía algunas proyecciones confidenciales. El alcanzar el crecimiento cero de población había dejado a Estados Unidos y a Europa con una gran máxima en la curva de población que en estos momentos estaba alcanzando la edad de la jubilación. Todos ellos esperaban recibir sus cheques mensuales, que tenían que salir de las filas cada vez más reducidas de la gente joven a través de los impuestos. Esto conducía a un «síndrome de obligación». Los viejos sentían que habían estado pagando fuertes impuestos durante todas sus vidas y luego habían sido echados a un lado antes de que pudieran conseguir ganar los enormes salarios que ahora estaban cobrando los ejecutivos más jóvenes. Había una «obligación», argumentaba el Movimiento de la Tercera Edad, y la sociedad tenía que pagar fuera como fuese. Los viejos votaban cada vez más a menudo con los ojos fijos en su propio interés. Y tenían poder. En California, una cabeza de pelo canoso se había convertido en un símbolo de activismo político.
—… no salen durante semanas, con los excelentes sistemas de televídeo que se han comprado. No van ni de compras ni al banco, no ven a nadie de menos de sesenta años. Simplemente lo hacen todo en forma electrónica. Están matando la ciudad. El cine más antiguo de La Jolla, el Unicornio, cerró el mes pasado. Es una maldita vergüenza.
Peterson asintió con un atisbo de interés, pensando todavía en reordenar sus esquemas. El coche giró por un empinado camino lateral mientras una puerta se abría ante él. Ascendieron hacia una larga casa blanca. Estilo español bastardo, clasificó silenciosamente Peterson. Cara, pero sin estilo. Kiefer aparcó en el lugar destinado a vehículos, y Peterson observó bicicletas y un coche de juguete. Cristo, niños. Si tenía que compartir la mesa del almuerzo con una bandada de chiquillos americanos…
Pareció como si sus temores amenazaran con verse realizados cuando fueron recibidos en la puerta por dos muchachitos que saltaron sobre Kiefer hablando los dos al mismo tiempo. Kiefer consiguió calmarlos lo suficiente como para presentárselos a Peterson. Entonces ambos chicos centraron su atención en él. El mayor pasó de preliminares y preguntó directamente:
—¿Es usted un científico como mi papi? —El más joven se le quedó mirando sin parpadear trasladando el peso de su cuerpo de uno a otro pie de una forma francamente irritante. De los dos, él era potencialmente el más ruidoso y el que traía más problemas, decidió Peterson. Conocía el tipo del chico mayor: serio, hablador, seguro de sí mismo, y casi indestructible.
—No exactamente —empezó, pero fue interrumpido.
—Mi papi está estudiando las diatomeas en el océano —dijo el muchacho, prescindiendo de Peterson—. Es muy importante. Yo también voy a ser un científico cuando crezca, quizás un astrónomo, y David quiere ser astronauta, pero él sólo tiene cinco años así que realmente no lo sabe. ¿Le gustaría ver el modelo del sistema solar que he hecho para nuestra asignación de ciencias?
—No, no, Bill —respondió Kiefer apresuradamente—. Sé que es muy bueno, pero el señor Peterson no desea ser molestado ahora. Vamos a ir a tomar una copa y a hablar de cosas de mayores. —Abrió camino hacia la sala de estar, seguido por Peterson y los dos chicos. Kiefer era del tipo de padres que se referían todavía a «hablar de cosas de mayores», pensó fríamente Peterson.
—Yo también puedo hablar de cosas de mayores —dijo Bill, indignado.
—Sí, sí, por supuesto que puedes. Lo que quiero decir es que vamos a hablar de cosas que no te interesarán. ¿Qué quiere beber, Peterson? Puedo ofrecerle un whisky con soda, vino, tequila…
—¿Cómo sabes que no van a interesarme? Hay montones de cosas que me interesan —insistió el muchacho, antes de que Peterson pudiera responder.
La situación fue salvada por una voz suave pero firme llamando desde otra habitación:
—¡Chicos! ¡Venid aquí inmediatamente, por favor! —Los dos muchachos se esfumaron sin discusión. Peterson se guardó para futuro uso la réplica mordaz que había estado a punto de lanzarle al chico.
—He visto que tiene usted algo de Pernod aquí. ¿Puedo pedirle un Pernod con tequila y unas gotas de limón, por favor?
—Huau, vaya mezcla. ¿Es buena? No bebo nunca licores fuertes. El hígado, ya sabe. Siéntese, estoy seguro de que tenemos algo de zumo de limón. Mi esposa lo sabrá.
¿Tiene algún nombre esa bebida, o acaba usted de inventarla? —Kiefer estaba actuando de nuevo erráticamente.
—Creo que se llama un macho —dijo Peterson secamente.
Miró a la estancia a su alrededor. Era sencilla y elegante, totalmente blanca excepto unos cuantos muebles orientales. Un exquisito biombo adornaba la pared del fondo. A la derecha de la chimenea había un pergamino japonés, y un búcaro de flores en una hornacina. En el lado opuesto a la chimenea, un gran ventanal panorámico sin cortinas se abría sobre tejados y copas de árboles hacia el Pacífico. El océano era una sabana negra al lado de las luces que resplandecían por todas partes, costa arriba y costa abajo, hasta tan lejos como Peterson podía ver. Eligió asiento en un sofá blanco, sentándose de lado en un extremo de modo que pudiera ver tanto la habitación como la vista. Pese a unos cuantos montones de revueltos papeles aquí y allá, obviamente pertenecientes a Kiefer, la habitación exudaba una cierta serenidad.
—Espero haber acertado. Cantidades iguales de Pernod y tequila, ¿no es eso? Iré a buscar el zumo de limón. Oh, aquí está mi esposa.
Peterson se volvió hacia la puerta, miró, y volvió a mirar. Se puso lentamente en pie. La esposa de Kiefer le sorprendió. Japonesa, joven, esbelta y muy hermosa. Sin apartar los ojos de ella, intentó apartar de sí sus primeras desorientadas impresiones. Rozando la treintena, decidió, lo cual explicaba el que Kiefer tuviera unos hijos tan pequeños. Un segundo matrimonio de él, sin duda. Iba vestida con unos Levis blancos y una blusa de cuello alto blanca hecha de algún material sedoso. Nada debajo, observó con aprobación. Su cabello caía liso y en cascada casi hasta su cintura, tan negro que parecía tener reflejos azulados. Pero eran sus ojos los que cautivaron su atención. Viéndola así vestida toda de blanco en aquella débilmente iluminada habitación blanca, tuvo la extraña sensación de que su cabeza avanzaba flotando lentamente por sí misma. Hizo una pausa en el umbral, no buscando deliberadamente un efecto, pensó Peterson, pese a que su aparición fue espectacular. Se sintió incapaz de moverse hasta que lo hizo ella. Kiefer avanzó nerviosamente.
—Mitsuoko, querida, pasa, pasa. Quiero que conozcas a nuestro invitado, Ian Peterson. Peterson, ésta es mi esposa, Mitsuoko. —Miró ansiosamente de uno a otro, como un chiquillo llevando un premio a casa.
Ella penetró en la habitación, avanzando con una fluida gracia que encantó a Peterson. Tendió la mano hacia él: fría y suave.
—Hola —dijo. Por primera vez, Peterson tuvo la sensación de que podía utilizar el saludo estándar americano «Encantado de conocerle» con sinceridad.
—¿Cómo se encuentra? —murmuró él, entrecerrando ligeramente los ojos para comunicar lo que le faltaba a su saludo formal. Ella simplemente curvó con circunspección las comisuras de sus labios ante su no expresado mensaje. Sus miradas se mantuvieron la una en la otra tan sólo lo que dictaban los convencionalismos. Luego ella retiró su mano de la de él y fue a sentarse en el sofá.
—¿Tenemos zumo de limón, querida? —Kiefer estaba frotándose las manos de nuevo, siguiendo su extraña costumbre—. Y tú, ¿quieres algo para beber?
—Sí a las dos preguntas —respondió ella—. Hay un poco de zumo de limón en la nevera, y quiero un poco de vino blanco. —Se volvió a Peterson con una sonrisa—. No puedo beber mucho. Se me sube directo a la cabeza.
Kiefer abandonó la habitación en busca del zumo de limón.
—¿Cómo están las cosas en Inglaterra, señor Peterson? —preguntó ella, inclinando ligeramente la cabeza—. Por aquí las noticias parecen más bien malas.
—Son malas, aunque mucha gente no se da cuenta todavía de hasta qué punto —respondió él—. ¿Conoce usted Inglaterra?
—Estuve allí durante un año, hace ya tiempo. Me gusta mucho Inglaterra.
—Oh. ¿Estuvo trabajando allí?
—Cumplí un período de posdoctorado en el Imperial College en Londres. Soy matemática. Ahora doy clases en la Universidad de California. —Sonreía mientras le observaba, esperando una reacción de sorpresa. Peterson no la mostró—. Puedo ver que esperaba usted algo así como un título de filosofía.