—Gordon, todo esto no son más que tonterías.
—¿Eh? —Se la quedó mirando, inmóvil, por unos instantes.
—Tú no deseas ir a trabajar para una compañía.
—Estoy pensando muy seriamente…
—Tú deseas ser un profesor. Investigar. Tener estudiantes. Dar conferencias. Eso es lo tuyo.
—¿De veras?
—Por supuesto. Cuando todo va bien te pasas toda la mañana canturreando, y sigues canturreando por la noche cuando vuelves a casa.
—Sobreestimas los placeres del trabajo.
—No estoy estimando en absoluto. He comprobado que el profesorado es lo que te va.
—Oh. —Perdido su empuje, se admitió reluctante a sí mismo que ella le conocía muy bien.
—Así que en vez de hablar de una escapatoria temporal como el ir a la industria, lo que deberías plantearte es hacer algo.
—¿Como qué?
—Algo diferente. Mueve un poco tus equis y tus yes y tus zetas. Intenta…
—Otra aproximación —terminó él por ella.
—Exactamente. Pensar en los problemas desde un ángulo diferente es… —Se interrumpió, vaciló, luego se metió de cabeza—. Gordon, podría decirte todo lo que ocurre con Cliff. Podría tranquilizarte y pasar por toda la rutina habitual, pero no estoy segura de que tú me creyeras.
—Oh.
—Recuerda esto —dijo Penny firmemente—. Yo no te pertenezco, Gordon. Ni siquiera estamos casados, por el amor de Dios.
—¿Es eso lo que te está preocupando?
—¿Preocupándome a mí? Dios, eres tú quien…
—… Porque si lo es, quizá debiéramos hablar un poco de ello y ver si…
—Gordon, espera. Cuando empezamos todo esto, cuando empezamos a vivir juntos, acordamos que íbamos a realizar un ensayo, eso fue todo.
—Seguro. Seguro —asintió vigorosamente, olvidada ya la comida—. Pero estoy dispuesto, si quieres seguir jugueteando de esa forma con Cliff… y eso fue realmente infantil, Penny, amañar ese encuentro, realmente infantil… estoy dispuesto a hablar de ello, ya sabes, e intentar buscar…
Penny alzó una mano, la palma hacia él.
—No. Espera. Dos puntos, Gordon. —Los marcó con los dedos—. Uno, no amañé ningún encuentro. Quizá Cliff estaba buscándonos, pero yo no lo sabía. Infiernos, ni siquiera sabía que estaba por aquí. Dos… Gordon, ¿crees que casarnos resolverá algo?
—Bueno, tengo la impresión de que…
—Porque yo no deseo hacerlo, Gordon. No tengo ninguna intención de casarme contigo.
Salió de los sofocantes apretujones del metro en pleno verano y emergió al calor sólo ligeramente menos comprimido de la calle 116. Aquella boca de metro era relativamente nueva. Recordaba vagamente un viejo quiosco de hierro fundido que, hasta principios de los cincuenta, sorbía a los estudiantes hacia las resonantes profundidades. Se detuvo entre dos rápidas corrientes de tráfico, que proporcionaban una presión de clara selección darwiana contra la desmedida concentración mental. Allí, estudiantes con sus mentes repletas a rebosar de Einstein y Mendel y Hawthorne veían a menudo sus trayectorias bruscamente alteradas por los Hudson y los De-Soto y los Ford.
Gordon caminó a lo largo de la calle 116, observando su reloj. Había rechazado participar en un seminario para realizar aquel su primer regreso a su Alma Mater desde que recibiera su doctorado; no deseaba llegar tarde a su cita con Claudia Zinnes. Ella era una mujer afable que había escapado a duras penas de Varsovia cuando los nazis entraron allí, pero recordaba su impaciencia con los estudiantes que llegaban tarde. Se apresuró hacia el Campo Sur. A su izquierda los estudiantes se arracimaban en los amplios peldaños en la entrada de la Biblioteca de Abajo. Gordon se encaminó hacia el edificio de física, transpirando por el esfuerzo de arrastrar su enorme maleta marrón.
Entre un grupo de estudiantes creyó ver un rostro familiar.
—¡David! ¡Eh, David! —llamó. Pero el hombre se volvió rápidamente y caminó en dirección opuesta. Gordon se alzó de hombros. Quizá Selig no deseara ver a un antiguo compañero de clase; siempre había sido un tipo raro.
De hecho, si pensaba en ello, todo allí parecía ahora un poco extraño, como una fotografía de un amigo que alguien hubiera retocado. A la amarillenta luz del verano los edificios parecían un poco más deteriorados, la gente pálida y descolorida, los canales ligeramente más llenos de basura. Una manzana más allá había un borracho sentado en uno de los peldaños inferiores de una entrada, bebiendo algo envuelto en una bolsa de papel marrón. Gordon apresuró el paso y entró rápidamente. Quizás había estado demasiado tiempo en California; todo lo que no era nuevo y reluciente le parecía excesivamente gastado.
Claudia Zinnes no había cambiado en absoluto. Tras sus cálidos ojos brillaba la chispa de la inteligencia, distante e irónica. Gordon pasó la tarde con ella, describiendo sus experimentos, comparando sus aparatos y técnicas con el laboratorio de ella. Sabía todo lo de la resonancia espontánea y Saul Shriffer y lo demás. Lo encontraba «interesante», dijo, la palabra estándar que no comprometía a nada. Cuando Gordon le pidió que intentara duplicar la experiencia con Cooper al principio ella desechó la idea. Tenía trabajo, había muchos estudiantes, el tiempo en los grandes imanes de resonancia nuclear estaba totalmente ocupado, no había dinero. Gordon señaló lo similar que era una de sus actuales instalaciones a la suya propia, unas modificaciones sencillas la harían idéntica. Ella argumentó que no tenía ninguna muestra de antimoniuro de indio lo suficientemente buena. Él sacó cinco buenas muestras, pequeñas tabletas de color gris; aquí están, utilícelas como mejor desee. Ella arqueó una ceja. Él se encontró deslizándose en el interior de una persona que había olvidado… un insistente escolar yid hostigando a su profesor para obtener mejores notas. Claudia Zinnes conocía estas rutinas tan bien como cualquier otra persona, pero gradualmente la insistencia de Gordon captó su interés. Quizás hubiera algo en el efecto de resonancia espontánea, después de todo. ¿Quién podía decirlo, ahora que las aguas a su alrededor habían sido enlodadas? Lo miró con sus cálidos ojos marrones y dijo:
—No es por eso por lo que desea que yo haga una comprobación. No simplemente para aclarar un poco ese revoltijo. —Y él asintió, sí, esperaba que ella pudiera descubrir algo más— pero —un dedo admonitorio— dejemos que las curvas hablen por sí mismas. Él sonrió e hizo pequeños chistes y se sintió un poco alegre, viviendo de nuevo dentro de su persona de estudiante, pero de alguna forma todo estaba yendo bien y funcionaba. Claudia Zinnes pasó del «quizás» y el «si» al «cuando» y luego, aparentemente sin darse cuenta de la transición, estaba arreglando algo de tiempo en el programa de resonancia nuclear para septiembre y octubre. Luego le preguntó acerca de algunos de sus compañeros de clase, dónde estaban, qué clase de trabajo hacían. De pronto Gordon se dio cuenta de que ella sentía un auténtico afecto hacia todos los jóvenes que habían pasado por sus manos antes de enfrentarse al mundo. Cuando se fue, ella palmeó cariñosamente su brazo y le quitó una mota de su sudada chaqueta de verano.
Mientras se alejaba cruzando el Campo Sur, Gordon recordó la sensación de maravilla que había llenado sus cuatro largos y duros primeros años. Columbia era impresionante. Su facultad era famosa en todo el mundo, los edificios y laboratorios imponían. Nunca había llegado a sospechar que el lugar podía ser un molino diseñado para triturar inteligencias enanas y hacerlas capaces de bobinar circuitos, trazar diagramas, hacer girar las zumbantes ruedas de la industria. Nunca se le había ocurrido pensar que esas instituciones podían permanecer o derrumbarse a causa de los caprichos de algunos pocos individuos, algunas tensiones inesperadas. Nunca. Las religiones no enseñan la duda.
Tomó un taxi hacia el centro. El vehículo se bamboleaba en los baches de las calles secundarias, un desagradable contraste con los bien pavimentados bulevares de California. Se alegraba de que Penny no hubiera querido acompañarle; la ciudad no estaba en su mejor forma en el horno de agosto.
Se habían mostrado tensos el uno con el otro desde que había sido desvelado el asunto del matrimonio. Quizás una corta separación ayudara. Dejar que el tema fuera derivando corriente abajo hacia el pasado. Gordon observaba la imprecisa sucesión de rostros que desfilaban fuera. Había como un zumbido subterráneo allí, como el sonido del IRT pasando por debajo de Broadway. Aquel hueco y profundo rumor le parecía extrañamente amenazante, haciéndole pensar en toda aquella gente que vivía su propia vida completamente ignorante de la resonancia magnética nuclear y de los enigmáticos y bronceados californianos. Su obsesión era meramente suya, no universal. Y se dio cuenta de que cada vez que intentaba centrar sus pensamientos en Penny su mente se retiraba, se refugiaba en el seguro escondrijo del enigma de la resonancia espontánea. No era el controlador de su propio destino.
Dejó el taxi en la calle donde había crecido, parpadeando a la acuosa luz del sol. Los mismos abollados cubos de la basura esparciendo sus olores, las mismas verjas, el mismo colmado Grundweiss allá abajo en la esquina. Jóvenes amas de casa de ojos negros cargadas con sus cestos y arrastrando a sus parloteantes niños. Las mujeres iban conservadoramente vestidas, el único asomo de la moda reflejándose en sus labios más anchos, más pintados, más sensuales. Los hombres se apresuraban en sus grises trajes de negocios, su cabello negro cortado muy corto.
Su madre estaba en el descansillo, los brazos abiertos, cuando subió. Gordon le dio un beso de buen hijo. Cuando penetró en la vieja sala de estar con sus extraños aromas familiares —«Está en los muebles, en el relleno de los sillones, perdurará mientras vivamos», decía ella, como si el relleno de los sillones fuera algo inmortal—, se sintió invadido por todo ello. Decidió simplemente dejar que las cosas pasaran como tenían que pasar. Dejó que ella le pusiera al corriente de los meses de habladurías almacenadas, le mostrara las fotos de los parientes lejanos, le preparara «una buena cocina casera por una vez»… hígado picado y kugel y flanken. Escucharon los ritmos del calipso en la vieja Motoroll marrón del rincón. Después bajaron para ver a los Grundweiss —«Me lo ha dicho insistentemente, haz bajar a tu chico, le daré una manzana como en otros tiempos»— y un paseo en torno a la manzana, saludando a los amigos, discutiendo seriamente las estadísticas de los temblores de tierra, devolviéndoles la pelota a una pandilla de chicos que jugaban en un solar a la menguante luz del sol de verano. Al día siguiente, a causa de ese único lanzamiento —«¿Puedes creerlo?»—, le dolía el brazo.
Se quedó dos días. Su hermana fue a verle, alegre y ajetreada y sorprendentemente tranquila. Sus negras cejas se arqueaban con cada inflexión de una frase, con cada gesto de su rostro, como subrayando danzantes paréntesis. También acudieron amigos. Gordon iba hasta la calle 70 para comprar un poco de vino de California para tales ocasiones, pero era el único que bebía más de un vaso. Sin embargo, hablaban y bromeaban con la misma animación que en cualquier cóctel de La Jolla, demostrando que el alcohol era un lubricante innecesario.
Excepto su madre. Pronto acabó con los chismorreos de la vecindad, y ahora recurría a sus amigos y a su hermana para que mantuviesen la conversación. A solas con él, hablaba poco. Gordon se dio cuenta de que se estaba ahogando lentamente en aquel vacío. El apartamento había estado lleno de voces durante todo su camino hacia la adolescencia, excepto en los últimos momentos de su padre, y el silencio de ahora le ponía nervioso. Le habló a su madre de la controversia en torno a su trabajo. De Saul Shriffer. (No, no había visto aquel noticiario en la televisión, pero le habían hablado de él. Le había escrito al respecto, ¿no lo recordaba?). De la resonancia espontánea. De la advertencia de Tulare. Y, finalmente, de Penny. Su madre no creía, no quería creer, no podía creer, que una chica cualquiera pudiera alejarse así de un hombre como su hijo.
¿Qué era lo que pensaba, para actuar de ese modo? Gordon halló su reacción inesperadamente agradable; había olvidado la habilidad de las madres para curar el ego herido de sus hijos. Le confesó que, de algún modo, él había llegado a pensar que él y Penny terminarían estableciendo unas relaciones más convencionales («respetables», le corrigió su madre). Había sido una sorpresa descubrir que Penny no pensaba del mismo modo. Algo había ocurrido entonces entre ellos. Intentó explicárselo a su madre. Ella emitió los familiares sonidos de ánimo. «Quizá, no sé, es como… como si deseara aferrar a Penny a mi lado, ahora que todo lo demás se está desmoronando…». Pero no era eso lo que quería decir exactamente, tampoco. Sabía que las palabras eran falsas apenas las pronunciaba. Su madre las aceptó, sin embargo. «Así que ella no comprende nada de nada. ¿Y eso es una sorpresa? Intenté decírtelo». Gordon agitó la cabeza, sorbiendo su té, confuso. Se daba cuenta de que aquello no servía de nada. Todo estaba embrollado en su interior, y de pronto sintió deseo de no hablar más de Penny. Empezó de nuevo con la física, y su madre hizo resonar las cucharillas y la tetera con una renovada energía, sonriendo. «Buen trabajo, sí, eso es bueno para ti ahora. Mostrarle a ella lo que se pierde…», y así siguió, mucho más tiempo de lo que Gordon hubiera deseado. Sintió crecer en él un impulso, una urgencia. Se apartó de todos aquellos empantanados asuntos de las mujeres. Mientras la voz de su madre resonaba en el pesado aire, pensó en Claudia Zinnes. Revolvió números y componentes de equipo en su cabeza. Estaba haciendo ya algunos planes cuando las frases de su madre penetraron gradualmente: ella suponía que él iba a dejar a Penny. «¿Eh?», exclamó, y ella dijo inexpresivamente:
«Bueno, después de que esa chica te rechazara…». Siguió una discusión. Le recordó en gran parte aquellas peleas cuando él volvía a casa tras una cita, y acerca de como vestía, y acerca de todas aquellas otras pequeñas cosas que finalmente lo habían impulsado a alquilar un apartamento para él solo. Ella terminó con el mismo triste agitar de cabeza, el mismo «Eres fartootst, Gordon, fartootst…». Él cambió de tema, deseaba llamar al tío Herb. «Está en Massachusetts. Compró una partida barata de sombreros, y ahora está allí para venderlos. El mercado se hundió, kapoosh, cuando Kennedy dejó de llevar sombrero, ya sabes, pero tu tío cree que en Nueva Inglaterra los hombres tienen frío en la cabeza». Hizo más té, luego salieron a dar un paseo. Los silencios se iban haciendo mayores entre ellos. Gordon no hizo ningún intento de reducirlos. Su madre estaba bullendo todavía acerca de Penny, podía darse cuenta, pero ya había tenido bastante de aquello. Podía quedarse más tiempo, pero los silencios cada vez más prolongados prometían mayores problemas. Se quedó una noche más, la llevó a una función off-Broadway, y remató la velada llevándola a comer crepes al Henry VIII. A la mañana siguiente tomó el avión de la United de las 8:28 para la costa Oeste.