Ella se echó a reír, más ablandada.
—Oh, las cosas no son tan malas como las pinta todo el mundo. El mundo ha pasado por tiempos peores. Piensa en la peste negra. O en la Segunda Guerra Mundial. Sobreviviremos a todo esto también. Sí, creo que un día en Londres es una buena idea. Llevo años sin comprarme un vestido nuevo. Oh, John, me siento mucho mejor ahora. Y, ¿sabes?, no es necesario que te quedes esta noche. Sé que estás muriéndote de ganas por volver a tu trabajo.
—Me quedaré —dijo él firmemente—. Cuéntame más de lo que se llevaron del garaje.
¿Sabes?, ya es tiempo de que instalemos un sistema de alarma. ¿Crees que fueron esos intrusos de la vieja granja?
—Oh, Dios mío, John —gimió ella de pronto—. ¡Mira el soufflé! ¡Está tan plano como una torta! —Se sentó pesadamente y se quedó mirándolo. Luego se echó a reír. Su risa se convirtió gradualmente en un sollozo. John se situó de pie tras ella, palmeándole torpemente la espalda.
—No te lo tomes así querida —murmuró. Finalmente, ella se secó los ojos y se puso en pie.
—Bueno, de todos modos tampoco tengo hambre ya. No tengo ganas de comerme esta horrible cosa. Estoy agotada. Pero los chicos tienen que cenar. Supongo que tendré que hacerles algo.
Fue a levantarse, pero John la empujó de nuevo a la silla.
—No, tú no. Yo abriré una lata de sopa para ellos o cualquier otra cosa. Vete a la cama. Parece que lo necesitas. No te preocupes por nada. Me quedaré en casa esta noche y me haré cargo de todo.
—Gracias, John, eres un encanto. Sí, realmente creo que voy a irme a la cama.
Lo contempló dirigirse a la cocina y se puso en pie débilmente. Luego casi se echó a reír de nuevo. Una o dos horas antes se había sentido ansiosa de sexo debido a que John estaba tan raramente en casa. Ahora él estaba en casa toda la noche, y ella se sentía tan cansada que a duras penas podía mantener los ojos abiertos el tiempo suficiente como para llegar a la cama. Irónicamente maravilloso, ¿verdad?
Ella apareció a tiempo en el lugar de encuentro que habían acordado, el murito bajo de piedra frente a King's. Peterson vaciló sólo un instante, rebuscando la frase que había memorizado para recordar su nombre. Ah, sí, Laura-la-de-Bowes.
—Espero no haberle hecho esperar —dijo ella, alisándose el vestido con afectadas manos.
Él murmuró una respuesta automática, se sintió sorprendido de nuevo por lo hermosa que era. Observó divertido que llevaba un sencillo vestido que era una copia de uno de los modelos de Sarah. Una buena copia. Hubiera engañado casi a cualquiera.
Laura se sintió impresionada por el coche, un último modelo decorado especialmente para él. Miró maravillada el tablero de instrumentos, todo él de madera, pero no dijo nada. Intentando aparentar estar de vuelta, de todo, pensó él. Incluso Sarah, que era ya una sofisticada a la edad de cinco años, había lanzado una exclamación de sorpresa al ver aquel interior. Por lo que recordaba, la única persona que no se había mostrado impresionada había sido Renfrew. Se preguntó qué significaría aquello.
Cuando entraron en el restaurante, a algunos kilómetros en las afueras de Cambridge, el jefe de camareros aparentemente lo reconoció. Los demás comensales masculinos no; era Laura quien atraía todas las miradas. Gintonics, lujosos manteles de lino, lo habitual. Laura miraba a su alrededor de una forma que sugería que estaba tomando notas mentales para sus amigas. Un lugar impresionante, supuso él, pero estilísticamente una absurda mezcolanza. Básicamente una posada campesina inglesa, con toques de elegancia francesa que no encajaban. Las llamativas cortinas, la enorme chimenea de piedra llena ahora en el verano con plantas, las vigas del techo, las bajas mesas redondas de roble, todo era confortablemente familiar, sólido. Los candelabros y los espejos tintados no encajaban. Menos encajaba aún la pantalla gigante de televisión que mostraba una falsa visión de una escena campesina francesa, con unas lejanas figuras moviéndose entre los campos, labriegos recogiendo aparentemente el heno. Y la espuria mesa auxiliar semirredonda estilo Luis XIV con sus torneadas patas doradas era simplemente una monstruosidad.
—¡Está todo en francés! —exclamó Laura.
—Sí —dijo él.
—Me pregunto lo buenos que estarán los rognons de veau flambes —observó ella, pronunciando muy deliberadamente las palabras francesas—. ¿Y las cotes d'agneau al' ail?
—Lo primero, probablemente será así. Aquí les encanta flambear. En cuanto a lo segundo, lo más probable es que se trate de cordero lechal en vez de auténtico cordero. Su francés es muy bueno. —Pensó que era conveniente un poco de halago. Lo remarcó con un cumplido en francés.
—Lo siento —dijo ella—. Sólo sé hablarlo en asuntos de comida.
El se echó a reír, complacido de descubrir una chispa de agudeza en ella.
Hablaron acerca de los robos en Bowes & Bowes; Peterson había eludido la mayor parte de sus preguntas acerca de los asuntos del Consejo.
—¿Por qué no un guardia en la puerta, revisando los bolsos? —preguntó.
—El señor Smythe desea que nuestro establecimiento siga siendo un establecimiento para caballeros, donde los clientes nunca puedan llegar a sentir que se sospecha de ellos.
Peterson recordó los tiempos en que uno podía contar con conseguir una habitación en la universidad, y en los que le era ofrecido un jerez cuando acudía a ver a su tutor, y en los que había que llevar chaqueta blanca en los Bailes de Mayo. Actualmente todas las universidades admitían a mujeres, y las mujeres compartían sus habitaciones con los hombres si querían, e incluso había una universidad sólo para gays, y el atuendo universitario ya no era exigido en ningún lugar.
Laura señaló lo groseros que eran los estudiantes hoy en día. El asintió, suponiendo que aquél era el tipo de cosas que ella calculaba que a él le gustaría oír. No se equivocaba demasiado. Pero era su encanto lo que le interesaba, no sus opiniones.
Concentró su mente en la situación. Parecía un problema directo en el eterno juego de los sexos. Quizás era su predecibilidad lo que explicaba la poca atención que él prestaba a los detalles; tenía que esforzarse para seguir el hilo de sus palabras. Ella deseaba entrar en el cine o quizás en el teatro, de acuerdo. Un apartamento en Londres, si tan sólo consiguiera alguna forma en que poder mudarse de allí, de acuerdo. Cambridge era un lugar triste, a menos que a una le gustaran las horribles diversiones académicas. Ella tenía la impresión de que realmente era necesario cambiar algo en la actual situación política, pero no tenía la menor sugerencia. No cabía esperar ninguna sorpresa por ningún lado, pero ella era endiabladamente hermosa y tenía una forma tan graciosa de moverse.
Aceptó todas las verduras que le fueron presentadas en platos de plata, cada una con su propia salsa. Probablemente no gozaba de mucha variedad en su casa, especialmente desde el hundimiento de los cultivos franceses. Peterson especuló por un momento acerca de si el Consejo ni hubiera debido intervenir en ello, controlando las nuevas técnicas y luego colocó el tema en su lugar: no servía de nada lamentarse de los errores pasados.
Puesto que tenía algunas dificultades en concentrarse, empezó a dirigir la conversación. Era fácil hablar de algún reciente acontecimiento de Estado, deslizar algunos nombres a la velocidad correcta para que fueran comprendidos, pero no lo suficientemente lenta como para que ella pudiera llegar a sospechar que los estaba nombrando deliberadamente. Luego hizo una referencia casual a Carlos, y ella saltó:
—¿Conoce usted realmente al rey? —En realidad, su trato con Carlos era únicamente respetuoso y profesional, pero no vaciló en exagerar las relaciones hasta el límite de lo creíble. Tuvo la seguridad de que ella ni siquiera se dio cuenta del discreto gesto con el cual ordenó otra media botella al sommelier. Ella empezaba a mostrarse ligeramente achispada. Él tomó ventaja de ello y probó con algunas historias un poco más atrevidas. En un momento determinado ella tapó su vaso con la mano, protestando que ya había bebido suficiente. Él retiró la botella y empezó a contarle algunos detalles escabrosos del reciente divorcio del duque de Shropshire. Rápidamente llegó a la escena del tribunal en donde fue mostrada la famosa foto «sin cabeza». Eady Pringle había jurado que era el duque, podía reconocerlo de cualquier forma. El juez había pedido ver la foto. Descubrió que en el fondo no era más que un primer plano de los genitales de un hombre, aunque el rostro de su compañera era claramente identificable. Laura estaba riéndose tan incontroladamente que él estuvo seguro de que no se dio cuenta de que volvía a llenarle el vaso. Cuando prosiguió contando como el juez le había preguntado a lady Pringle cómo podía estar tan segura de que se trataba del duque, alzó su vaso y Laura le imitó inconscientemente. Dejó que lo vaciara antes de contarle la respuesta de lady Pringle, que había convulsionado de tal modo la sala del tribunal que el juez tuvo que ordenar que fuera desalojada.
Se reclinó en su silla y la observó. Las cosas estaban yendo espléndidamente. Ella había abandonado ya su afectada actitud de flirteo y, momentáneamente, su refinado acento.
—Oh, siga hablándome de usted —dijo ella, arrastrando las vocales de los diptongos al estilo del este de Inglaterra.
El camarero había traído un carrito de repulsivamente elaborada pastelería francesa hasta su mesa. Como era de esperar, ella eligió entre los más cremosos, y los atacó con la desvergonzada glotonería de una chiquilla.
Con el café volvió a recuperar sus modales, cuidando sus vocales y preguntándole acerca de política. No hacía más que repetir las habituales habladurías de los periódicos acerca de las compañías irresponsables que lanzaban cuestionables nuevos productos al mundo sin más preocupación que obtener un éxito comercial. Peterson se resignó a soportar aquella conferencia estándar y luego, sin ni siquiera darse cuenta de ello, se encontró pensando en voz alta sobre temas que había estado guardando para sí durante mucho tiempo.
—No, no está usted equivocada —dijo de pronto—. Nuestro primer error fue cuando empezamos a ocuparnos con prioridad de la investigación de interés social. Aceptamos la idea de que la ciencia era como las demás áreas, donde creas un producto y puedes imponerlo desde arriba.
—Bueno, seguro que sí —dijo Laura—. Si arriba está la gente adecuada…
—No existe la gente adecuada —dijo él con energía—. Eso es algo de lo que apenas acabo de darme cuenta. Mire, acudimos a los científicos más importantes y les pedimos que hicieran una lista de los campos más prometedores. Luego apoyamos esos campos y dejamos de lado el resto, a fin de «enfocar nuestros esfuerzos». Pero la auténtica diversidad de la ciencia procede de abajo, no de los innovadores responsables de arriba. Estrechamos el abanico de la ciencia hasta que nadie vio nada más allá de los problemas sancionados, la sabiduría más convencional. Para ahorrar dinero, sofocamos la imaginación y la invención.
—Siempre he tenido la impresión de que disponíamos de demasiada ciencia.
—Demasiado trabajo aplicado sin una auténtica comprensión de él, sí. Sin principios básicos, no se obtiene más que una generación de técnicos. Eso es lo que tenemos ahora.
—Pero con más comprobaciones para ver los efectos secundarios no evidentes…
—Para verlos es necesario tener visión —dijo él seriamente—. Esto es algo de lo que también acabo de darme cuenta. Toda esa charlatanería acerca de lo que es «socialmente relevante» presupone que un burócrata en alguna parte es el mejor juez de lo que es útil. Así que ahora los problemas están superando a los tipos capaces de hacer cosas, a los tipos con horizontes limitados, y… y…
Se interrumpió, sorprendido consigo mismo por su estallido. Había alterado el cuidadosamente cultivado tono de la velada, quizá de una forma fatal. Tal vez la culpa fuera el haber pasado todo el día con Renfrew. Por un momento había estado argumentando fervientemente contra el modo de ver las cosas que lo había llevado tan rápidamente hasta la cumbre.
Tomó un largo sorbo de café y emitió una risita cálida.
—Me he dejado llevar un poco por mi temperamento, ¿verdad? Debe de haber sido el vino. —Bien jugado, aquel momentáneo estallido podía ser utilizado para demostrar que era un apasionado por los problemas del mundo, una persona preocupada, un pensador independiente, etc., todo lo cual podía realzar su atractivo. Empezó a trabajar en ello.
La Luna estaba alta sobre los árboles. Un búho se recortó silenciosamente en el trozo de cielo encima del claro. Con cuidado, extrajo su brazo de debajo de la cabeza de ella y miró su reloj. Pasada la medianoche. Maldita sea. Se puso en pie y empezó a vestirse. Ella siguió tendida, con expresión ausente, las piernas abiertas, tal como él la había dejado.
Estaba tendida sobre la chaqueta de Peterson. El se inclinó para recogerla, y a la luz de la luna vio lágrimas en sus mejillas. Oh mierda. Aquello ya era demasiado.
—Será mejor que te vistas —dijo— se está haciendo tarde.
Ella se sentó y trasteó con sus ropas.
—Tan —empezó, apenas con un hilo de voz—, esto es algo que nunca me había pasado antes.
—Vamos —dijo él, sin creerla—. No irás a decir que eras virgen.
—No quería decir eso.
Él intentó adivinar el significado.
—¿Acaso nunca…?
—Yo… nunca me había ocurrido con un hombre… no así… yo nunca… —Se trabó con sus propias palabras, las dejó perderse, azarada.
Así que era eso. Pero no hizo nada por ayudarla. Se sentía cansado e impaciente, no emocionado por el cumplido implícito. Consideraba un deber y un honor satisfacerlas, y eso era todo. Dios sabía que le había tomado mucho tiempo conseguirlo. De todos modos, éste había sido un trabajo mejor que con aquella japonesa ninfómana en La Jolla, la esposa de Kiefer. Ahora sentía un estremecimiento de desagrado cuando pensaba en ella. El había hecho lo habitual… más, de hecho. Y ella había vuelto sobre lo mismo una y otra vez, y parecía insaciable. Parecía estar dominada por una especie de febrilidad, algo que últimamente había notado en muchas mujeres. Pero eso era problema de ella, no suyo. Suspiró y apartó los pensamientos.
Sacudió su chaqueta, eliminando las briznas de hierba. Ahora ella estaba silenciosa, luchando todavía con el lazo de su vestido, probablemente intentando conseguir que tuviera el mismo aspecto que cuando había salido de casa. El abrió camino hasta fuera del claro, vacío de cualquier deseo de tocarla de nuevo. Cuando ella deslizó una mano en la de él, Peterson pensó que era político dejarla allí; después de todo, él iba a volver a Cambridge de nuevo. Ausentemente, se rascó una picadura de mosquito en el cuello que había recibido mientras retozaban en la hierba. Mañana iba a ser otro largo día. Flexionó sus hombros. Un frío dolor se había asentado en los músculos de la base de su cuello. Veamos, mañana tenía la reunión del subcomité, y algún discurso sobre la Guerra de la Vaca Sagrada que aún seguía expandiéndose por toda la India… Se dio cuenta con un sobresalto de que estos días estaba viviendo ligeramente en el futuro, y que eso se estaba convirtiendo cada vez más en un hábito. Con Renfrew se había sentido distraído pensando en la cena y en el vino. En el restaurante había observado el pelo de Laura y había pensado qué aspecto tendría esparcido sobre una almohada blanca. Luego, inmediatamente después del acto, su mente había derivado hacia el día siguiente y lo que tenía que hacer. Cristo, un mulo siendo conducido por una zanahoria.