«Mira, hijo, recuerda una cosa… no hagas caso de ningún consejo». Podía ver los ojos de Johnny abrirse mucho, y al muchacho replicar: «Pero eso es una tontería, papá. Si hago caso de su consejo, tengo que hacer precisamente lo contrario de lo que tú me digas». Renfrew sonrió. Las paradojas brotaban por todas partes.
Una pequeña banda de estudiantes hizo mucho ruido ante el anuncio del resultado de la caza, varios kilos en total. Los muchachos lanzaron vítores. Un hombre cerca de ellos murmuró:
—Vivimos del pasado.
—Completamente cierto —añadió Renfrew secamente.
Tenía la sensación de que estaban recuperando los conocimientos y las materias del pasado, sin hacer absolutamente nada nuevo. Como el propio país, pensó.
Pedaleando de vuelta a casa en la bicicleta, John quiso pararse y ver el Bluebell Country Club, un nombre insuperablemente adecuado para un edificio de piedra del siglo XVIII cerca del Cam. En él, una cierta señorita Bell había instalado un hotel para gatos, para propietarios que estaban fuera. En una ocasión Marjorie había adoptado a un desagradable gato que Renfrew había alojado finalmente allí de forma permanente, pues no tenía corazón para simplemente arrojarlo al Cam. Las habitaciones de la señorita Bell olían a orina de gato y estaban permanentemente húmedas.
—No tenemos tiempo —le gritó Renfrew a Johnny como respuesta a su pregunta, y pedalearon más allá de la ciudadela de los gatos. A partir de ahí, Johnny pedaleó más lentamente que antes, con rostro inexpresivo. Renfrew lamentó haber sido demasiado brusco. Se dio cuenta de que aquello era algo que cada vez le ocurría con más frecuencia últimamente. Tal vez en parte su ausencia de casa, siempre trabajando en el laboratorio, lo hiciera mucho más sensible a la proximidad de Marjorie y de los chicos. O quizás había un momento en la vida de uno en el que te dabas cuenta de forma imprecisa de que te ibas volviendo cada vez más como tus propios padres, y que tus relaciones no eran totalmente originales. Los genes y el entorno tenían su propio ímpetu.
Renfrew divisó una curiosa nube amarilla ensanchándose sobre el horizonte, y recordó las tardes de verano que él y Johnny habían pasado contemplando a los escultores de nubes trabajar sobre Londres.
—¡Mira ahí! —exclamó, señalando. Johnny dirigió una mirada a la nube amarilla—. Los ángeles se están preparando para hacer pipí —explicó Renfrew—, como solía decir mi padre.
Impulsados por ese fragmento de historia familiar, ambos sonrieron.
Se detuvieron en una panadería en el King's Parade, la Fitzbillies. Johnny se convirtió en un hambriento escolar inglés cumpliendo valientemente con su deber. Renfrew consiguió obtener dos panes, no más. Una puerta más abajo la pizarra de un agente de prensa proclamaba, escrita con tiza, la terrible noticia de que el suplemento literario del Times había sido eliminado, una noticia que Renfrew consideró tan sólo algo menos interesante que la producción de plátanos en Borneo. Los titulares no daban ningún indicio acerca de si la supresión había sido debida a dificultades financieras o —lo cual le parecía mucho más probable a Renfrew— a la casi total ausencia de libros interesantes.
Johnny entró en tromba en la casa, provocando en respuesta el llanto de su hermana. Renfrew le siguió, sintiéndose un poco cansado por la bicicleta, y extrañamente deprimido. Se sentó en la sala de estar por un momento, intentando por una vez no pensar absolutamente en nada, y fracasando. Media habitación le parecía absolutamente no familiar. Antiguos pisapapeles de cristal, sospechosamente deslucidos, candelabros, rizadas pantallas estampadas con flores, una reproducción de un Gauguin, un cerdo de porcelana china extravagantemente listado en la chimenea, un bajorrelieve con cobre de una dama medieval, un cenicero beige de porcelana china representando un gato con una inscripción poética escrita con florida letra a todo su alrededor. Apenas un centímetro cuadrado que fuera realmente hermoso. Estaba registrando todo aquello cuando le llegó la persistente vocecilla de lo inevitable radio de Marjorie, hablando ahora de Nicaragua. Los americanos estaban intentando obtener de nuevo la aprobación del heterogéneo racimo de gobiernos vecinos para abrir un nuevo canal. Competir con el de Panamá parecía algo extremadamente fácil, teniendo en cuenta que estaba embotellado más de seis meses al año. Renfrew recordaba una entrevista de la BBC acerca precisamente de este tema, en la cual el imbécil de Argentina o de algún otro país parecido había atacado al embajador americano acerca del porqué los americanos eran llamados americanos y los del sur de Estado Unidos no. La lógica fue desarrollándose gradualmente hasta incluir la suposición de que, puesto que los estadounidenses se habían apropiado del nombre de americanos, también podían apropiarse de cualquier nuevo canal. El embajador, poco habituado a las entrevistas por televisión, había respondido con una explicación racional. Hizo notar que ninguna nación sudamericana incluía la palabra «América» en su nombre, y que por lo tanto no podían reclamar nada al respecto. La trivialidad de su punto de vista, frente a la avalancha de energía psíquica del argentino, puso al embajador en lo más profundo de la apreciación general cuando los espectadores empezaron a telefonear dando sus opiniones sobre el tema. Ante lo cual el embajador permaneció en silencio ante la cámara, apenas sonriendo o haciendo muecas, o apretando los puños sobre la mesa ante él. ¿Cómo podía esperar tener algún impacto entre los media?
Se dirigió a la cocina, para encontrar a Marjorie arreglando de nuevo los frascos de conserva, por lo que parecía ser la tercera vez.
—¿Sabes?, de alguna manera, no parece estar derecha —le dijo, con una distraída irritación. Él se sentó en la mesa de la cocina y se sirvió un poco de café, que, como era de esperar, sabía más bien a pelo de perro. Siempre tenía el mismo sabor últimamente.
—Estoy seguro de que lo está —murmuró. Pero luego la estudió mientras ella disponía los cilindros de pálido ámbar, y por supuesto los estantes parecían un poco torcidos. Los había fijado partiendo de una exacta línea radial que se extendía directamente hasta el centro del planeta, geométricamente impecable y absolutamente racional, pero eso ya no importaba. Su casa se había movido y deformado a medida que habían ido pasando los años. La ciencia se estaba convirtiendo en algo frustrante en estos días. Aquella cocina era la auténtica referencia local, la invariable galileana. Sí. Observando a su esposa cambiar y mezclar los tarros, rigideces prusianas erguidas sobre maderas de pino, vio que ahora eran las estanterías las que estaban inclinadas; las paredes estaban bien.
Peterson se despertó y miró por la ventanilla. El piloto había trazado un círculo para acercarse a San Diego desde el lado del océano. Desde aquella altura era visible la mayor parte de la línea de la costa al norte de Los Ángeles. La ciudad estaba envuelta en su permanente neblina; excepto aquello, el día era claro y brillante. El sol producía destellos en las ventanas de los altos bloques de oficinas. Peterson miró vagamente al mar. Pequeñas líneas de fruncidas olas reptaban imperceptiblemente hacia la orilla. Aquí y allá, mientras el avión descendía, pudo ver las curvas de espuma blanca contra el azul, enormemente distintas del océano que había sobrevolado el día anterior.
Había tomado un vuelo comercial. Desde el aire, la floración de diatomeas del Atlántico había sido horriblemente visible. Ahora se extendía en un diámetro de más de un centenar de kilómetros. Floración era una buena palabra para describir aquello, pensó amargamente. Le había dado la impresión de una flor gigantesca, una camelia escarlata floreciendo a todo lo largo de las playas del Brasil. Los otros pasajeros se habían mostrado excitados por la visión, yendo de una a otra ventanilla para ver mejor, haciendo agitadas preguntas. Era interesante, observó, cómo el rojo, el color de la sangre, despertaba siempre la idea de peligro en la mente humana. Había sido pavoroso mirar abajo y ver aquel quieto océano herido, orlado de espuma rosada.
Su mente se había distanciado de la realidad de allá abajo, convirtiéndola en una surrealista obra de arte. Añadiéndole jaguares púrpura y árboles amarillos, era un Jess Alien. Y peces naranja en el aire Por encima…
¿Cómo era aquel poema de Bottomley? La segunda estrofa, algo acerca de obligar a los pájaros a volar demasiado alto… donde arrastran vuestros innaturales vapores; seguramente las rocas vivientes morirán cuando los pájaros no mantengan la distancia correcta. Versos vulgares del siglo XIX. Cómo se aferraba uno a los jirones de civilización.
Había habido disturbios en Río. La reacción política había sido la habitual, grupos marxistas y descontentos locales impresionados por la floración.
Un helicóptero que estaba aguardándole lo había trasladado desde el aeropuerto a una reunión secreta en un enorme yate anclado mar adentro al norte de la ciudad. El presidente brasileño estaba allí, con todo su gabinete. McKerrow de Washington, y Jean Claude Rollet, un colega de Peterson en el Consejo. Habían conferenciado desde las diez de la mañana hasta última hora de la tarde almorzando allí mismo. Había que tomar medidas para contener la floración, si era posible. Lo crucial era invertir el proceso; se estaban llevando a cabo experimentos en el océano Índico y en tanques controlados al sur de California.
Se había votado el envío de provisiones de emergencia a Brasil, como compensación por la interrupción de la pesca. El presidente brasileño iba a tener que jugar con el significado de aquello para evitar un pánico general. Todos unidos, una frágil defensa contra el peso del enfermo mar a su alrededor, y así. Cuando se dispersaron, Rollet había ido a informar directamente al Consejo.
Peterson había tenido que moverse rápido para evitar el verse abrumado por la burocracia, las interferencias, los otros trabajos colaterales. Lubricar una crisis como aquélla requería un buen juego de piernas. Estaban las naciones individuales a las que calmar, los intereses propios de Inglaterra que tener en cuenta (aunque esta no era su tarea oficial más importante), y por supuesto los inevitables representantes de los medios de comunicación que no dejaban de meter la nariz por todas partes. Peterson había argumentado con éxito que alguien tenía que mantener un ojo oficial atento a los experimentos de California. Uno no sólo tenía que trabajar en la buena dirección, sino que sobre todo tenía que ser visto haciéndolo. Esto le dio el tiempo que necesitaba. Su auténtico propósito era comprobar los resultados de un pequeño experimento que él mismo había imaginado.
Inmediatamente después de que tocaran el suelo la música enlatada volvió a inundar el avión y los pasajeros empezaron a recoger sus equipajes de mano para salir. Peterson consideraba que ésta era la peor parte de los vuelos comerciales, y lamento de nuevo no haber hecho presión a sir Martin para conseguir disponer de su propio jet ejecutivo en este viaje. Eran caros, antieconómicos, etc., etc., pero condenadamente mejores que ir en esas carretas de ganado con alas. La argumentación estándar, que el transporte privado le permite a uno descansar y ahorrar así valiosas energías ejecutivas, no le había ayudado en una época de restricción de presupuestos.
Abandonó el avión el primero, por la puerta delantera, como estaba previsto. Había una guardia de seguridad agradablemente amplia, con botas de cuero y cascos. Ahora ya estaba acostumbrado a la abierta exhibición de pistolas automáticas.
En el coche había un oficial de protocolo que no dejaba de hablar inconscientemente, pero Peterson se aisló pronto de él y gozó del paisaje. El coche de seguridad tras ellos iba demasiado cerca, observó. No parecía haber signos del reciente «descontento». Unos pocos bloques de edificios incendiados, por supuesto, y un paso inferior por debajo de la autopista en la carretera 405 lleno de agujeros de ráfagas de gran calibre, pero no evidencias de tensión residual. Las calles estaban despejadas y la autopista virtualmente desierta. Desde que los campos petrolíferos mexicanos se habían agotado mucho antes de las notoriamente optimistas previsiones, California había dejado de ser un paraíso de los adoradores del automóvil. Eso, más la presión política de los mexicanos para que se cumplieran las pomposas promesas de desarrollo económico, se había mezclado con el resto del caldo político que estaba hirviendo allí y había conducido a la «inquietud».
Las habituales ceremonias se desarrollaron en un tiempo mínimo. El Instituto Scrips de Oceanografía ofrecía un aspecto curtido por la intemperie pero sólido, baldosas azules y olor a sal y todo eso. El personal estaba ya acostumbrado a ver a altos dignatarios yendo constantemente de un lado para otro. Los chicos de la televisión obtuvieron el metraje que necesitaban —sólo que ahora ya no se llamaba así, se recordó Peterson; el enigmático término «dexers» se había materializado en su lugar—, y se habían marchado. Peterson sonrió, estrechó manos, charló aquí y allá. El paquete con el dossier que Markham había pedido del Caltech apareció, y Peterson se lo guardó en su maletín. Markham necesitaba con urgencia aquel material, dijo que estaba relacionado con el asunto de los taquiones, y Peterson había aceptado utilizar su influencia para sacárselo a los americanos. El trabajo aún no era publicable, una argucia habitual para evitar tener que dar datos al respecto, pero pese a todo habían corrido algunos rumores.
La mañana transcurrió tal como estaba planeada. Una exposición general hecha por un oceanógrafo, diapositivas y esquemas ante una audiencia de veinte personas. Luego, una repetición más franca y mucho más pesimista, ante una audiencia de cinco. Luego Alex Kiefer, el responsable del asunto, en privado.
—¿No desea quitarse la chaqueta? Hoy hace bastante calor. De hecho, es un día estupendo.
Kiefer hablaba rápida, casi nerviosamente, parpadeando al mismo tiempo. Libre de multitudes ahora, parecía poseer un exceso de energía. Caminaba como con prisa, inclinándose hacia delante sobre la punta de sus pies y mirando constantemente a su alrededor, saludando bruscamente a las pocas personas con las que se cruzaban. Condujo a Peterson hasta su oficina.
—Entre, entre —añadió frotándose las manos—. Tome asiento. Déme su chaqueta.
¿No? Sí, la vista es preciosa, ¿verdad? Preciosa.
Aquello último era en respuesta a un comentario que, de hecho, Peterson no había efectuado, aunque automáticamente había cruzado la habitación dirigiéndose hacia las amplias ventanas del rincón, atraído por la resplandeciente extensión del Pacífico allá abajo.