Peterson se abrió camino a través de la atestada sección del restaurante, cruzando azuladas volutas de humo de pipa que llenaban el aire. El acre aroma de la marihuana llegó a su olfato, mezclado con el olor del tabaco, del aceite de cocina, de la cerveza y del sudor. Alguien pronunció su nombre. Miró a su alrededor hasta ver a Markham en un reservado a un lado.
—Es difícil encontrar a alguien aquí, ¿eh? —dijo Peterson mientras se sentaba.
—Iba a pedir. Hay un montón de ensaladas, ¿ha visto? Y platos llenos de asquerosos hidratos de carbono. No parece que haya mucha cosa que valga la pena comer en estos días.
Peterson estudió el menú.
—Creo que voy a pedir lengua, aunque es increíblemente cara. Cualquier tipo de carne se ha puesto imposible.
—Sí, es cierto. —Markham hizo una mueca—. No comprendo cómo puede usted comer lengua, sabiendo que procede de la boca de algún animal.
—¿Prefiere usted un huevo a cambio?
Markham se echó a reír.
—Supongo que todas las procedencias son iguales de malas. Pero creo que voy a echar la casa por la ventana y voy a pedir salchicha. Eso va a sentarle muy bien a mi presupuesto.
El camarero trajo una ale para Peterson y una stout Mackeson para Markham. Peterson dio un largo sorbo.
—¿Autorizan aquí la marihuana?
Markham miró a su alrededor y olisqueó el aire.
—¿Droga? Seguro. Todos los euforizantes suaves son legales aquí, ¿no?
—Lo son desde hace uno o dos años. Pero pensé que los convencionalismos sociales, si es que queda alguno, hacían que no se fumara en lugares públicos.
—Ésta es una ciudad universitaria. Supongo que los estudiantes la fumaban ya en público mucho antes de que fuera legalizada. De todos modos, si el gobierno desea distraer a la gente de las noticias, no tiene objeto el que exija que lo hagan sólo en casa —dijo Markham suavemente.
—Hummm —murmuró Peterson.
Markham detuvo su stout Mackeson a medio camino de su boca y se lo quedó mirando.
—Está usted evasivo. ¿He supuesto bien, entonces? ¿Tiene eso en mente el gobierno?
—Digamos que la cuestión ha sido planteada.
—Entonces, ¿qué es lo que el gobierno liberal piensa hacer acerca de esas drogas que incrementan la inteligencia humana?
—Desde que fui asignado al Consejo no he tenido muchos contactos con esos problemas.
—Se rumorea que los chinos están adelantados en este aspecto.
—¿Oh? Bien, eso puedo desmentirlo. El Consejo dispone de un informe de Inteligencia hablando precisamente de esto el mes pasado.
—¿Realmente reciben informes de Inteligencia acerca de sus propios miembros?
—Los chinos son miembros formales, pero… Bueno, mire, los problemas de los últimos años han sido técnicos. Pekín tiene bastantes cosas entre manos sin necesidad de mezclarse en temas para los cuales no disponen de suficiente capacidad de investigación.
—Creí que se las estaban arreglando bastante bien. Peterson se alzó de hombros.
—Tan bien como puede hacerlo alguien con mil millones de almas de las que ocuparse. En estos tiempos los asuntos extranjeros les importan mucho menos. Están intentando partir a partes exactamente iguales un pastel que cada vez es más pequeño.
—Finalmente puro comunismo.
—No tan puro. El repartir partes iguales frena la inquietud provocada por la desigualdad. Están volviendo al cultivo en terrazas, aunque eso intensifique el tiempo de trabajo para aumentar la producción de alimentos. El opio de las masas en China son los alimentos. Siempre lo han sido. También están parando el uso de productos químicos para incrementar el rendimiento de la agricultura. Creo que tienen miedo de los efectos secundarios.
—¿Como la floración sudamericana?
—En la diana. —Peterson hizo una mueca—. ¿Quién hubiera podido prever…?
De la multitud brotó un repentino y estrepitoso grito. Una mujer se levantó de una mesa cercana, aferrándose la garganta. Estaba intentando decir algo. Otra mujer junto a ella preguntó:
—Elionor, ¿qué te ocurre? ¿Te has atragantado con algo?
La mujer jadeó, un sonido áspero. Se aferró a una silla. Varias cabezas se volvieron. Sus manos descendieron hasta su vientre, y su rostro se contrajo en un espasmo de dolor.
—Yo… duele tanto… —De pronto vomitó sobre la mesa. Se derrumbó hacia delante, mientras varias manos intentaban sujetarla. Un chorro de bilis se esparció sobre las bandejas de comida. Los que estaban más cerca, inmovilizados hasta aquel momento por la sorpresa, se apresuraron a apartarse frenéticamente, derribando sus sillas. Algunos vasos se estrellaron contra el suelo; la multitud creó un círculo a su alrededor.
—¡A… ayuda! —gritó la mujer. Una convulsión la sacudió. Intentó ponerse en pie y vomitó sobre sí misma. Se volvió hacia su compañera, que había retrocedido hasta la siguiente mesa. Se miró a sí misma, los ojos vidriosos, apretando las palmas de sus manos contra su vientre, Vacilante, se apartó de la mesa. De pronto se relajó y se derrumbó al suelo.
Peterson se había quedado inmovilizado por la impresión, al igual que Markham. Cuando la mujer cayó, saltó en pie y se lanzó hacia delante. La multitud murmuró y no se movió. Se inclinó sobre la mujer. Su pañuelo estaba enrollado en torno a su cuello. Estaba retorcido y manchado de su propio vómito. Peterson se lo arrancó, utilizando ambas manos. El tejido se rasgó. La mujer jadeó. Peterson agitó el aire en torno a ella, creando un poco de corriente. Ella aspiró con avidez. Sus ojos aletearon. Alzó la vista hacia él.
—Duele… duele… tanto…
Peterson miró hacia la multitud que lo rodeaba.
—Llamen a un doctor, ¿quieren? ¡Infiernos, llamen a un doctor!
La ambulancia se había ido. El personal de Whim estaba atareado limpiándolo todo. La mayor parte de los clientes se había marchado, alejados por el olor. Peterson volvió de la ambulancia, a la que había ido para asegurarse de que los enfermeros habían recogido muestras de la comida de la mujer.
—¿Qué es lo que han dicho que era? —preguntó Markham.
—Ni idea. Les he entregado la salchicha que había estado comiendo. El médico dijo algo acerca de envenenamiento alimentario, pero ésos no eran síntomas de envenenamiento como los que yo haya oído hablar nunca.
—Todo lo que hemos estado oyendo acerca de impurezas…
—Quizá. —Peterson apartó la idea con un gesto de su mano—. Puede ser cualquier cosa, en estos días.
Markham sorbió meditativo su stout. Se les acercó un camarero, trayendo su comida.
—Lengua para usted, señor —le dijo a Peterson, colocando ante él una bandeja—. Y salchicha aquí.
Los dos hombres se quedaron mirando su comida.
—Creo… —empezó a decir lentamente Markham.
—Estoy de acuerdo —le siguió rápidamente Peterson—. Creo que pasaremos de esto. ¿Puede traerme una ensalada?
Él camarero se quedó mirando dubitativo las bandejas.
—Pero ustedes pidieron esto.
—Sí, lo hicimos. Pero seguramente no pretenderá usted que lo engullamos después de lo que ha ocurrido, ¿no? En un restaurante como éste.
—Bueno, yo, el director, él dice…
—Dígale al director que vigile los productos que emplea o por todos los infiernos que voy a hacer que le cierren el local. ¿Me comprende?
—Cristo, no hay razón para…
—Simplemente dígale esto. Y tráigale a mi amigo otra stout.
Cuando el camarero se hubo alejado, obviamente sin ningún deseo de enfrentarse ni con su director ni con Peterson, Markham murmuró:
—Espléndido. ¿Cómo sabía usted que yo preferiría otra stout?
—Intuición —dijo Peterson con desenvuelta camaradería.
Llevaban varias cervezas más cuando Peterson dijo:
—Mire, sir Martin es el tipo que se ocupa realmente de los asuntos técnicos en la delegación británica. Yo soy un no especialista, como lo llaman. Lo que quiero saber es cómo infiernos piensan eludir esa paradoja del abuelo. Ese tipo, Davies, me explicó lo suficiente acerca del descubrimiento de los taquiones, y yo acepté que pueden viajar a nuestro pasado, pero sigo sin ver cómo uno puede cambiar lógicamente el pasado.
Markham suspiró.
—Hasta que fueron descubiertos los taquiones, todo el mundo pensaba que la comunicación con el pasado era imposible. Lo más increíble es que la física de la comunicación a través del tiempo ha estado funcionando antes, casi por accidente, hasta tan atrás como los años 1940. Dos físicos llamados John Wheeler y Richard Feynmann elaboraron la descripción correcta de la naturaleza de la luz, y mostraron que se difundían dos ondas cuando uno intentaba crear una onda de radio.
—¿Dos?
—Exactamente. Una de ellas es la que recibimos en nuestros aparatos de radio. La otra viaja hacia atrás en el tiempo… la «onda avanzada», tal como la llamaron Wheeler y Feynmann.
—Pero nosotros no recibimos ningún mensaje antes de que haya sido emitido.
Markham asintió.
—Cierto… pero la onda avanzada está ahí, matemáticamente hablando. No hay otra alternativa. Las ecuaciones de la física son todas ellas temporalmente simétricas. Ése es uno de los enigmas de la física moderna. ¿Cómo es que percibimos el tiempo que pasa, y sin embargo todas las ecuaciones de la física dicen que el tiempo puede transcurrir en cualquier dirección, hacia delante o hacia atrás?
—¿Las ecuaciones están equivocadas, entonces?
—No, no lo están. Pueden predecir cualquier cosa que podamos medir… pero solamente si utilizamos la «onda retardada», como la llamaron Wheeler y Feynmann. Ésa es la que oye usted a través de su receptor de radio.
—Bueno, mire, seguramente hay una forma de variar la ecuación hasta que uno obtenga únicamente la parte retardada.
—No, no la hay. Si usted hace esto a las ecuaciones, no hay forma de conservar la onda retardada sin modificación. Tiene que tener la onda avanzada.
—De acuerdo, ¿dónde están esos programas de radio hacia atrás en el tiempo? Muéstreme cómo puedo sintonizar las noticias del próximo siglo.
—Wheeler y Feynmann demostraron que no pueden llegar hasta aquí.
—¿No pueden llegar hasta este año? ¿Quiero decir, hasta nuestro tiempo presente?
—Exacto. Vea, la onda avanzada puede interactuar con todo el universo… se mueve hacia atrás, hacia nuestro pasado, de tal modo que finalmente llega a golpear toda la materia que jamás haya existido. Lo importante es que la onda avanzada golpea toda esa materia antes de que la señal haya sido enviada.
—Si, por supuesto. —Peterson reflexionó acerca del hecho de en este momento, para seguir adelante con la discusión, estaba reptando una «onda avanzada» que hacía apenas unos momentos había rechazado.
—De modo que la onda golpea toda esa materia, y los electrones en su interior son sacudidos con anticipación al momento en que esa onda de radio será enviada.
—¿El efecto precediendo a la causa?
—Exactamente. Parece contrario a la experiencia, ¿no?
—Absolutamente.
—Pero la vibración de esos electrones en todo el resto del universo debe ser tenida en cuenta. Ellos a su vez nos envían tanto ondas avanzadas como retardadas. Es como arrojar dos piedras a un estanque. Ambas crean ondas. Pero las dos ondas no se interrelacionan de una forma sencilla.
—¿De veras? ¿Por qué no?
—Se interfieren entre sí. Crean una red entrecruzada de picos y valles locales. Donde los picos y valles de los sistemas separados coinciden, se refuerzan los unos a los otros. Pero donde los picos de la primera piedra se encuentran con los valles de la segunda, se anulan. El agua no se mueve.
—Oh, de acuerdo, sí.
—Lo que Wheeler y Feynmann demostraron fue que el resto del universo, allá donde es golpeado por una onda avanzada, actúa como todo un conjunto de piedras arrojadas a ese estanque. La onda avanzada retrocede en el tiempo, crea todas esas otras ondas. Se interfieren entre sí, y el resultado es cero. Nada.
—Ah. Y al final la onda avanzada se anula a sí misma.
Bruscamente, un chorro de música brotó por los altavoces del Whim: Y el Demonio, bum, bum, bailo con Juana de Arco…
—¡Bajen eso, ¿quieren?! —gritó Peterson. La música disminuyó de volumen. Peterson se inclinó hacia delante.
—Muy bien. Me ha mostrado usted por qué no funciona la onda avanzada. La comunicación a través del tiempo es imposible.
Markham sonrió.
—Toda teoría tiene hipótesis ocultas. El problema con el modelo de Wheeler y Feynmann era que todos esos electrones danzantes en el pasado en el universo pueden no enviar de vuelta las ondas correctas. Para las señales de radio, lo hacen. Para los taquiones, no lo hacen. Wheeler y Feynmann no sabían nada acerca de los taquiones; no fueron imaginados hasta mediados los años sesenta. Los taquiones no son absorbidos de la forma correcta. No interaccionan con la materia de la misma forma que las ondas de radio.
—¿Por qué no?
—Son tipos diferentes de partículas. Unos tipos llamados Feinberg y Sudarshan imaginaron los taquiones hace décadas, pero nadie pudo encontrarlos. Parecían tan improbables. Por una parte, poseen masa imaginaria.
—¿Masa imaginaria?
—Sí, pero no se lo tome demasiado en serio.
—Parece una dificultad seria.
—No realmente. La masa de esas partículas no es lo que nosotros llamamos un observable. Eso significa que no podemos parar un taquión, puesto que siempre viaja más rápido que la luz. De modo que, si no podemos detenerlo en nuestro laboratorio, no podemos medir su masa en estado estático. La única definición de masa es la que uno puede establecer a partir del tamaño y peso… cosas que uno no puede medir, si el objeto se halla en movimiento. Con los taquiones, todo lo que puedes medir es el momento… es decir, el impacto.
—¿Tiene usted alguna queja acerca de la comida, señor? Soy el director.
Peterson alzó la vista para descubrir a un hombre alto, vestido con un conservador traje gris, de pie junto a su mesa, las manos unidas a su espalda al estilo militar.
—Sí, la tengo. En primer lugar, preferiría no comerla, visto lo que le hizo a esa señora hace un momento.
—No sé lo que esa señora estaba comiendo, señor, pero creo que su…
—Bueno, entienda, yo sí lo sé. Era algo muy parecido a lo que había pedido mi amigo, y eso es suficiente como para que él se sienta… incómodo.
El director se contuvo ligeramente ante la forma de actuar de Peterson. Estaba sudando ligeramente, y su expresión era preocupada.