Gordon parpadeó y miró por la ventana.
—Lo siento.
Hubo un silencio, roto tan sólo por el gruñir de los bulldozers, interrumpiendo la concentración de Gordon. Sus ojos se clavaron en un grupo de jacarandas que había más allá, y contempló como unas mandíbulas mecánicas se clavaban en una vieja cerca semipodrida y la arrancaban. Parecía como un corral, un antiguo elemento del viejo Oeste que estaba desapareciendo. Aunque por otra parte lo más probable era que se tratara de un remanente de los terrenos de la Marina que la universidad había adquirido, Camp Matthews, donde los soldados de infantería habían sido adiestrados para la guerra de Corea. Un centro de entrenamiento desaparecía, y otro ocupaba su lugar. Gordon se preguntó para luchar contra qué estaban siendo entrenados allí. ¿Contra los enigmas de la ciencia? ¿O contra las subvenciones?
—Gordon —empezó Lakin, su voz reducida a un tranquilo murmullo—. No creo que aprecie usted realmente el significado de este «problema de ruido» que tiene entre manos. Recuerde, no tiene que comprenderlo todo acerca de un nuevo efecto para descubrirlo. Goodyear descubrió accidentalmente cómo hacer caucho vulcanizado mezclando caucho con azufre en un horno caliente. Roentgen descubrió los rayos X mientras estaba realizando un experimento con descargas eléctricas en un medio gaseoso.
Gordon hizo una mueca.
—Eso no significa que todo lo que no comprendemos sea importante, sin embargo.
—Por supuesto que no. Pero crea en mi opinión en este caso. Este es exactamente el tipo de misterio que publicará la Phys Rev Letters. Y nos dará una buena imagen ante la FNC.
Gordon agitó la cabeza.
—Creo que se trata de una señal.
—Gordon, este año su puesto va a ser revisado también. Podemos promocionarle a un grado superior al de profesor ayudante. Incluso podríamos promocionarle a una titularidad.
—¿De veras? —Lakin no había mencionado que él también podía conseguir, burocráticamente hablando, una «nominación definitiva».
—Un buen artículo en la Phys Rev Letters tiene mucho peso.
—Oh, sí.
—Y si su experimento sigue sin producir nada concreto, me temo que no voy a disponer, lamentablemente, de muchos argumentos que presentar a su favor.
Gordon estudió a Lakin, sabiendo que no había nada más que decir. La suerte estaba echada. Lakin se reclinó en su sillón de ejecutivo, agitando la cabeza con controlada energía, observando el impacto de sus palabras. Su camisa de banlón comprimía un pecho atlético, sus pantalones de punto se ajustaban a unas piernas musculosas. Se había adaptado bien a California, extrayendo todo lo que podía de su clima y de su sol. Había sido un largo camino desde los atestados y oscuros laboratorios del MIT. Lakin era feliz allí, y deseaba gozar del lujo de vivir en una ciudad de ricos. Haría todo lo que fuera necesario por mantener su posición; deseaba quedarse allí.
—Pensaré en ello —dijo Gordon con voz inexpresiva. Al lado de Lakin, fuerte y musculoso, se sentía demasiado grueso, demasiado pálido, demasiado torpe—. Y seguiré reuniendo datos —terminó.
En el camino de vuelta del Campo Lindbergh, Gordon mantuvo la conversación en un seguro terreno neutral. Su madre no dejó de charlotear de los vecinos de la calle Doce cuyos nombres él ni siquiera recordaba, y mucho menos sus intrincados problemas familiares, sus matrimonios, sus nacimientos y muertes. Su madre suponía que captaría instantáneamente la importancia de la compra por parte de los Goldberg de una casa en Miami, al fin, y comprendería por qué su hijo Jeremy había preferido la Universidad de Nueva York antes que la Yeshiva. Todo aquello formaba parte de la enorme comedia de la vida. Cada episodio de aquel inacabable folletín tenía su significado. Algunos recibirían su merecido castigo. Otros, tras muchos sufrimientos, se harían acreedores de su recompensa final. En el caso de su madre, él representaba una recompensa, al menos en vida. Ella lanzó ohs y ahs a cada maravilla que cruzaban a la menguante luz del atardecer, mientras avanzaban por la carretera número 1 en dirección a La Jolla. Las palmeras que crecían libremente al borde de la carretera. La blanca arena de la Mission Bay, libre de gente y de basura. No era como Coney Island. Nada de aceras atiborradas de gente, nada de gritos y empujones. Una visión del océano desde monte Soledad, extendiéndose hasta el azul infinito, en vez de la visión gris que se terminaba en el revoltijo de Nueva Jersey. Ella se mostró impresionada ante todo, todo le recordaba lo que la gente decía de Israel. Su padre había sido un sionista ferviente, que siempre había contribuido económicamente a la causa. Gordon estaba seguro de que ella seguía haciéndolo, aunque nunca le había pedido que él lo hiciera también; quizá sentía que él necesitaba todo su gelt
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para mantener su imagen profesional. Bueno, era cierto. La Jolla era un lugar caro. Pero Gordon dudaba de que ahora sintiera la necesidad de contribuir a las tradicionales causas judías. Su traslado desde Nueva York había cortado sus conexiones con todos aquellos rituales de leyes alimentarias y verdades talmúdicas.
Penny le había dicho que él nunca le había parecido demasiado judío, pero él sabía que eso era debido simplemente a la ignorancia de ella. Penny había crecido en un ambiente protestante blanco anglosajón, donde no le habían enseñado ninguno de los pequeños indicios reveladores. Claro que la mayor parte de la gente en California era probablemente igual de indiferente acerca de esos asuntos, lo cual convenía perfectamente a Gordon. Nunca le había gustado que los desconocidos hicieran suposiciones sobre él antes incluso de estrecharle la mano. Liberarse del claustrofóbico ambiente judío de Nueva York era una de las razones principales que le habían impulsado a venir a La Jolla.
Estaban acercándose a casa, girando hacia la calle Nautilus, cuando su madre dijo, demasiado casualmente:
—Esa Penny, deberías hablarme un poco de ella antes de conocerla, Gordon.
—¿Qué quieres que te diga? Es una chica californiana.
—¿Y eso qué significa?
—Que juega al tenis, camina por las montañas, ha estado cinco veces en México pero nunca ha ido más lejos hacia el este que Las Vegas. También practica el surf. Ha intentado que yo lo practique también, pero antes quiero recuperar mi forma física. Estoy haciendo de nuevo mis ejercicios de las fuerzas aéreas canadienses.
—Eso suena estupendo —dijo ella, dudosa.
Gordon la inscribió en el Surfside Motel, a dos manzanas de su apartamento, y luego la condujo a éste. Entraron en una habitación llena del aroma de un estofado cubano que Penny había aprendido a cocinar cuando compartía su habitación con una chica latinoamericana. Salió de la cocina, quitándose un delantal y con un aspecto más de ama de casa de lo que Gordon recordaba haberle visto nunca. Así que Penny estaba poniendo todo lo posible de su parte, pese a sus objeciones. Su madre se mostró efusiva y entusiasta. Se precipitó a la cocina para ayudarla con la ensalada, inspeccionando la receta del estofado de Penny y moviendo todos los cacharros. Gordon se dedicó al ritual del vino, que apenas acababa de aprender. Hasta su llegada a California no conocía otra cosa más que la cepa Concord. Ahora tenía una pequeña bodega comprada en Krug y Martini en un armario, y podía comprender la jerga acerca de cuerpo y bouquet, aunque en realidad no estaba muy seguro de lo que significaban esos términos.
Su madre salió de la cocina, puso la mesa con una rápida y resonante eficiencia, y preguntó dónde estaba el cuarto de baño. Gordon se lo dijo. Cuando se volvió hacia Penny captó su mirada y su sonrisa. Le sonrió también. Dejemos que tus píldoras anticonceptivas sean el estandarte de la independencia.
La señora Bernstein estaba más tranquila cuando regresó. Caminaba balanceándose más de lo que Gordon recordaba, su invariable ropa negra agitándose al compás mientras cruzaba la habitación. Tenía una mirada distraída. La cena empezó y transcurrió con pocas noticias en la conversación. El primo Irv se había dedicado a la lencería en algún lugar en Massachusetts, el tío Herb estaba haciendo dinero a manos llenas como de costumbre, y su hermana —aquí su madre hizo una pausa, como si de repente recordara que aquél era un tema que no debía ser tocado— seguía yendo con aquel grupo de chalados en el Village. Gordon sonrió; su hermana, dos años mayor que él y mucho más atrevida, estaba viviendo por su cuenta. Hizo una observación acerca de su arte, y de cómo era necesario un cierto tiempo para imponerse en los medios artísticos, y su madre se volvió hacia Penny y dijo:
—Supongo que tú también estás interesada en las artes, ¿no?
—Oh, sí —dijo Penny—. Literatura europea.
—¿Y qué opinas del nuevo libro del señor Roth?
—Oh —dijo Penny, evidentemente buscando ganar tiempo—. Creo que aún no he terminado de leerlo.
—Deberías hacerlo. Te ayudaría a comprender mucho más a Gordon.
—¿Eh? —dijo Gordon—. ¿Qué quieres decir?
—Bueno, querida —dijo la señora Bernstein, con un tono bajo y afectuoso—, podría darte alguna idea acerca de… bueno… creo que el señor Roth es, supongo que estarás de acuerdo conmigo, Penny, un escritor muy profundo.
Gordon sonrió, preguntándose si podía permitirse una franca risa. Pero antes de que pudiera decir nada Penny murmuró:
—Considerando que Faulkner murió en julio, y Hemingway el año pasado, supongo que eso pone a Roth en algún lugar entre los cien mejores novelistas americanos, pero…
—Oh, pero ellos escribían sobre el pasado, Penny —insistió la señora Bernstein obstinadamente—. Su nuevo libro, Liberándose, está lleno de…
En aquel punto, Gordon se echó hacia atrás en su silla y dejó vagar su mente. Su madre volvía a incidir en su teoría acerca del resurgimiento y la preeminencia de la literatura judía, y Penny estaba respondiéndole con precisión, tal como había predicho. Las teorías de su madre se confundieron rápidamente en su mente con los hechos revelados. Sin embargo, en Penny tenía a una terca oponente, que no estaba dispuesta a transigir para obtener la paz. Podía sentir la tensión aumentando entre ellas. No había nada que él pudiera hacer para detenerlo. El problema no era en absoluto la teoría literaria, se trataba de shiksa
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contra amor materno. Observó el rostro de su madre ponerse tenso. Las arrugas de su rostro se hicieron más profundas. Podía intervenir, pero sabía lo que ocurriría entonces: su voz se haría más y más aguda sin que él se diera cuenta de ello, hasta que de pronto estaría hablando con la misma voz de un adolescente apenas salido de la Bar Mitzvah. Su madre siempre conseguía eso de él, desencadenar esa respuesta. Bien, esta vez iba a eludir esta trampa.
Las voces de las dos mujeres se hicieron más fuertes. Penny citó libros, autores; su madre los barrió con un gesto y un sonido despectivo, confiadamente persuadida de que unas cuantas clases en la escuela nocturna la autorizaban a tener opiniones indiscutibles.
Gordon terminó su comida, saboreó lentamente el vino, miró al techo, y finalmente intervino:
—Mamá, se te está haciendo tarde, con la diferencia horaria y todo eso.
La señora Bernstein hizo una pausa a media frase y le miró inexpresivamente, como si saliera de un trance.
—Simplemente estamos teniendo una pequeña discusión, querido, no necesitas ponerte tan nervioso. —Sonrió. Penny consiguió una pálida imitación de sonrisa. La señora Bernstein se llevó una mano a su peinado en forma de colmena, un castillo de pelo que resistía cualquier cambio. Penny se puso en pie y retiró los platos, haciendo más ruido del necesario. El opresivo silencio entre ellos se hizo mayor.
—Vamos, mamá. Será mejor que nos vayamos.
—Los platos. —Empezó a recoger los cubiertos.
—Penny se encargará.
—Oh, entonces…
Se levantó, se sacudió unas invisibles migas de pan de su lustroso traje negro, recogió su bolso. Descendió los peldaños exteriores a paso rápido, clump clump, más rápido al final, como si estuviera huyendo de una incierta batalla. Tomaron un atajo que Gordon conocía, sus pasos resonando a su alrededor. Las olas murmuraban en la playa, a una manzana de distancia. Dedos de bruma derivaban y se enroscaban bajo las luces de la calle.
—Bueno, ella es diferente, ¿no? —dijo la señora Bernstein.
—¿En qué?
—Bueno…
—No, realmente. ¿En qué? —Creía saberlo ya.
—Estáis… —hizo un signo, no confiando en las palabras: engarfió el dedo mayor por encima del índice, uniéndolos— así, ¿no?
—¿Es eso diferente?
—Allí donde nosotros vivimos sí lo es.
—Ya soy mayor.
—Hubieras podido decírmelo. Advertir a tu madre.
—Preferí que primero la conocieras.
—Tú, un científico.
Suspiró. Su bolso trazaba largos arcos mientras caminaban, que la inclinación de las luces de la calle transformaba en alargadas sombras. Gordon llegó a la conclusión de que ella se había resignado a lo inevitable.
Pero no:
—¿No has conocido a ninguna chica judía en California?
—Vamos, mamá.
—No estoy hablando de tomar clases de rumba o algo así. —Se detuvo en seco—. Esto es toda tu vida.
Él se alzó de hombros.
—Es la primera vez. Aprenderé.
—¿Aprenderás qué? ¿A ser algo distinto?
—¿No es demasiado obvio el que te muestres tan hostil hacia todas mis amigas? No se necesita demasiado análisis para comprender eso.
—Tu tío Herb diría…
—Al diablo el tío Herb. Filosofía de mangante.
—Qué lenguaje. Si le dijera que tú has dicho…
—Dile que tengo dinero en el banco. Comprenderá.
—Tu hermana, al menos tu hermana está cerca de casa.
—Sólo geográficamente.
—Tú no sabes.
—Está embadurnando lienzos con óleo para curar su psicosis. Eso. Su psi-co-sis.
—No.
—Es cierto.
—Estás viviendo con ella, ¿verdad?
—Por supuesto. Necesito practicar.
—Desde que murió tu padre…
—No empieces con eso. —Hizo un gesto cortante con la mano—. Escucha, has visto como son las cosas. Así es como seguirán siendo.
—Por el amor de tu padre, Dios dé descanso a su alma…
—No puedes… —estuvo a punto de añadir empujarme con un fantasma, y eso es lo que pensó, pero dijo— comprenderme ahora.
—¿Una madre no puede?
—Exacto, a veces no.
—Te lo digo, te lo suplico, no rompas el corazón de tu madre.