—¿Acaso están los americanos trabajando en la misma línea? —preguntó Renfrew.
—No lo creo. La actitud del Consejo es que deberíamos unir nuestros recursos. Voy a urgir que se les destinen los fondos que necesitan, y los americanos colaborarán.
—¿Y los soviéticos? —preguntó Markham.
—Dicen que no están haciendo nada en esta línea. —Peterson resopló desdeñosamente—. Probablemente mienten de nuevo. No es ningún secreto que nosotros los ingleses tenemos un papel importante en el Consejo únicamente porque los soviéticos se mantienen en un plano de estricta discreción.
—¿Por qué razón? —preguntó inocentemente Renfrew.
—Imaginan que todos nuestros esfuerzos van a estallarnos en la cara —dijo Peterson—. Así que se limitan a contribuir en los gastos y probablemente estén guardando recursos para más tarde.
—Cínico —dijo Markham.
—Absolutamente —admitió Peterson—. Miren, tengo que regresar a Londres. Tengo un cierto número de otras proposiciones, la mayor parte asuntos convencionales, pero el Consejo desea un informe de cada una de ellas. Haré todo lo que pueda por ustedes. —Estrechó formalmente sus manos—. Doctor Markham, doctor Renfrew.
—Le acompañaré —dijo Markham rápidamente—. ¿John?
—Por supuesto. Aquí hay un dossier de nuestros artículos sobre los taquiones, puede que le interese. —Se lo tendió a Peterson—. Junto con algunas ideas acerca de cosas que pueden ser transmitidas, si tenemos éxito.
Los tres hombres abandonaron juntos el edificio e hicieron una pausa en el desierto aparcamiento. Peterson se dirigió hacia el coche que Renfrew había observado al llegar aquella mañana.
—Así que ése era su coche —exclamó Renfrew, involuntariamente—. No creí que hubiera podido llegar tan pronto esta mañana desde Londres.
Peterson alzó una ceja.
—Pasé la noche con un viejo amigo —dijo.
El resplandor de agradable recuerdo que cruzó por un momento sus ojos indicó claramente a Markham que el viejo amigo era una mujer. Renfrew no se dio cuenta de ello, atareado en ponerse sus pinzas para su bicicleta en los pantalones. Además, sospechaba Markham, aquél no era el tipo de pensamiento que pudiera ocurrírsele a Renfrew. Era un buen hombre, pero básicamente lento en comprender. En cambio Peterson, aunque con toda seguridad no era en absoluto un buen hombre, se mirara por donde se mirara, tampoco era en absoluto lento en comprender.
Marjorie estaba en su elemento. Los Renfrew no acostumbraban invitar a menudo a gente, pero cuando lo hacían, Marjorie siempre daba a John y a sus huéspedes la impresión de una apresurada actividad e incluso de desastres domésticos evitados en el último minuto. De hecho, Marjorie no era tan sólo una excelente cocinera, sino también una organizadora altamente eficiente. Cada paso de aquella cena había sido meticulosamente planificado por anticipado. Una subconsciente sensación de que no debía intimidar a sus huéspedes mostrándose como una perfecta anfitriona era la única causa por la que entraba y salía constantemente de la cocina, charlando sin cesar, y echándose hacia atrás el cabello como si todo aquello fuera un poco demasiado para ella.
Heather y James, como sus amigos más antiguos, fueron los que llegaron primero. Luego los Markham, unos correctos diez minutos después. Heather lucía sorprendentemente sofisticada con su traje negro largo. Con tacones altos, era igual de alta que James, que media tan sólo metro cincuenta y cinco y se sentía acomplejado por ello. Como de costumbre, él también iba impecablemente vestido.
Estaban bebiendo todos jerez, excepto Greg Markham, que se había decantado por una Guinness. Marjorie pensó que era un tanto extraño para inmediatamente antes de cenar, pero Markham parecía ser hombre de sólido apetito, así que probablemente era normal. Lo encontró un poco desconcertante. Cuando John se lo presentó, él se había mantenido un poco demasiado cerca de ella y le había formulado algunas preguntas bruscas y más bien poco convencionales.
Luego, cuando ella se había retirado un poco —tanto física como de las respuestas directas a sus preguntas—, él había parecido descartarla. Cuando más tarde ella le había ofrecido algunos carísimos frutos secos para picar, él había cogido un gran puñado mientras seguía hablando, sin apenas haberse dado cuenta de la presencia de ella a su lado.
Marjorie decidió no dejar que nada la turbara. Hacía ya más de una semana desde el horrible incidente con los intrusos y… barrió el pensamiento de su memoria. Centró resueltamente su atención en su brillante y espléndida fiesta y en la esposa de Markham, Jan. Jan era una mujer discreta, por supuesto… lo cual no era sorprendente, puesto que su esposo había estado dominando la conversación desde que habían llegado. Su técnica era hablar muy rápidamente, saltando de uno a otro temas a medida que se le ocurrían, en una especie de carrera de obstáculos verbal. Mucho de lo que decía era interesante, pero Marjorie no tenía tiempo de pensar en un tema y elaborar un comentario antes de que la conversación hubiera derivado en otra dirección. Jan sonreía ante aquellos saltos verbales, una sonrisa más bien juiciosa que Marjorie interpretaba como una significativa profundidad de carácter.
—Tiene usted un ligero acento inglés —sondeó Marjorie—. ¿Ya se le está pegando?
Aquello sirvió para aislarlas un poco del círculo de conversadores.
—Mi madre es inglesa. Lleva décadas viviendo en Berkeley, pero el acento permanece. Marjorie asintió receptivamente, y la llevó un poco más aparte de los demás. Descubrió que la madre de Jan vivía en la Arcología que se estaba construyendo en el Área de la Bahía. Podía permitírselo porque se ganaba la vida escribiendo novelas.
—¿Qué tipo de novelas escribe? —interrumpió Heather, uniéndose a ellas.
—Góticas. Novelas góticas. Escribe bajo el absurdo seudónimo de Cassandra Pye.
—Dios de los cielos —dijo Marjorie—. He leído un par de sus libros. Son muy buenos, para ese tipo de literatura. Oh, qué excitante es pensar que es usted su hija.
—Su madre es una vieja dama maravillosa —intervino Greg—. Bueno, no tan vieja, realmente. Tiene… ¿cuántos, Jan?… unos sesenta años, y probablemente nos sobrevivirá a todos nosotros. Con una salud de caballo, y un poco loca. Ocupa un cargo importante en el Movimiento Cultural de la Tercera Edad. Berkeley está lleno de gente así en estos días, y ella ha sabido encajar. Va por todas partes en su bicicleta, duerme con todo tipo de personas, es aficionada a todo tipo de tonterías místicas. Aceite de serpiente trascendental. Una mujer un poco loca, de hecho, ¿no es así, Jan?
Aquél era obviamente un chiste personal entre ellos. Jan se echó a reír de buen grado como respuesta.
—Eres un científico incorregible, Greg. Tú y mamá simplemente no vivís en el mismo universo. Piensa solamente en la impresión que recibirías si descubrieras después de tu muerte que mamá tenía razón en todo. Aunque reconozco que se está volviendo un tanto excéntrica últimamente.
—Como el mes pasado —añadió Greg—, cuando decidió entregar todas sus posesiones terrenales a los pobres de México.
—¿Para qué? —preguntó James.
—Para mostrar su apoyo a la causa Hispánica Regionalista —explicó Jan—. Se trata de la gente que desea hacer de México y de la parte occidental de Estados Unidos una región libre, de modo que la gente pueda desplazarse por ella según los dictados de la economía.
James frunció el ceño.
—¿No significa eso simplemente que los mexicanos se trasladarán en masa al norte? Jan se alzó de hombros.
—Probablemente. Pero la facción de habla hispánica en California es tan fuerte que quizás incluso lo consigan.
—Una extraña clase de estado del bienestar —dijo en voz baja Heather.
—Es más probable un estado del adiós muy buenas —apuntó Greg.
El coro de risas que señaló aquella observación casi sorprendió a Marjorie. Había como un toque de energía comprimida siendo liberada.
Un poco más tarde, Markham llevó a Renfrew a un lado y le preguntó acerca de los progresos en el experimento.
—Me temo que nos veamos muy limitados si no conseguimos un mejor tiempo de respuesta —dijo John.
—Aja, la electrónica americana —asintió Markham—. Mira, he estado haciendo los cálculos que discutimos… cómo enfocar los taquiones en 1963 con una buena fiabilidad y todo eso. Creo que funcionara bien. Los inconvenientes no son tan terribles como pensábamos.
—Excelente. Espero que tengamos alguna posibilidad de usar la técnica.
—También he estado metiendo un poco la nariz por todas partes. Conozco a sir Martin, el jefe de Peterson, de los días en que él estaba en el Instituto de Astronomía. Lo llamé por teléfono. Me prometió que muy pronto tendríamos noticias.
Renfrew se iluminó y, por un momento, perdió su aire de anfitrión ligeramente nervioso.
—¿Por qué no tomamos nuestros vasos y salimos afuera a la terraza? Hace una noche encantadora, más bien cálida, y aún no es completamente oscuro.
Marjorie abrió las puertas vidrieras y gradualmente consiguió conducir a sus huéspedes afuera, donde los Markham se maravillaron, como esperaba que lo hicieran, ante el jardín. La intensa fragancia de las madreselvas en el seto llegó hasta ellos. Los pies crujieron sobre la gravilla cuando cruzaron la terraza.
—California se está desenvolviendo bien, ¿verdad? —preguntó James, y Marjorie, escuchando a los demás que también estaban hablando, oyó fragmentos de la respuesta de Greg Markham.
—El gobernador mantiene el campus de Davis abierto… El resto de nosotros… Yo estoy cobrando actualmente la mitad de mi sueldo, y la única razón de haberlo conseguido es que el sindicato… las presiones… los profesores están aliados ahora con los empleados administrativos… los malditos estudiantes desean tomar cursos prácticos…
—Cuando volvió a mirar en su dirección, la conversación se había extinguido.
Greg se apartó del grupo y se dirigió hacia el extremo del patio, con rostro preocupado. Marjorie le siguió.
—No tenía idea de que las cosas hubieran llegado hasta ese extremo —dijo.
—Está ocurriendo en todas partes —respondió él con un tono llano y resignado.
—Bueno —dijo ella, poniendo un acento alegre y confiado en su voz—, aquí todos esperamos que las cosas se arreglen un poco y los laboratorios vuelvan a abrir. Los universitarios se sienten completamente optimistas acerca de…
—Si los deseos fueran caballos, hasta los mendigos irían montados —dijo él amargamente. Luego, dirigiéndole una mirada, pareció librarse un poco de su taciturno humor—. O, si los caballos fueran indomables, habría que mendigar para montarlos. —Sonrió—. Me gusta transmutar clichés, ¿sabe?
Esta manera de pensar, repentina e incisiva, era lo que Marjorie había llegado a asociar con una clase de científicos, los de tipo teórico. Eran difíciles de comprender, de acuerdo, pero mucho más interesantes que los experimentadores, como su John. Le devolvió la sonrisa.
—Seguramente su año aquí en Cambridge estará libre de preocupaciones presupuestarias, ¿no?
—Hum. Sí. Supongo que es mejor vivir aquí en el pasado de alguna otra persona que en el tuyo propio. Es un lugar encantador para olvidar el mundo de fuera. He gozado de los placeres de la clase teórica.
—¿En su torre de marfil? Ésta es una ciudad de espiras de sueño, como creo que dice el poema.
—Oxford es la ciudad de las espiras de sueño —la corrigió él—. Cambridge es más la de los sueños sudorosos.
—¿La ambición científica?
Él hizo una mueca.
—La regla empírica dice que no se efectúa mucho trabajo realmente importante pasados los cuarenta años. Lo cual es completamente falso, por supuesto. Hay montones de grandes descubrimientos efectuados en los últimos años de la vida. Pero en general, sí, uno tiene la impresión de que tus habilidades te van abandonando a medida que envejeces. Es como los compositores, supongo. La inspiración viene de todas partes cuando eres joven, y… y luego aparece más bien una sensación de consolidación, de las cosas afirmándose en su sitio, cuando te vas haciendo viejo.
—Esta cosa de comunicación a través del tiempo en la que usted y John están trabajando parece realmente excitante. Hay muchas posibilidades ahí.
A Greg se le iluminó la cara.
—Sí, es una gran oportunidad. Un campo nuevo y sólo yo para explorarlo. Si no hubiesen cerrado la mayor parte del departamento de matemática aplicada y física teórica, habría un montón de jóvenes brillantes encima nuestro.
Marjorie se alejó del resto de los reunidos, en dirección a las húmedas masas de vegetación que cercaban su jardín.
—Desde hace tiempo he estado deseando preguntarle a alguien que lo sepa —empezó con un toque de inseguridad— simplemente qué es esa cosa del taquión de John. Quiero decir, él me lo ha explicado, pero me temo que mi educación enfocada más bien a las artes me ha impedido entenderlo demasiado.
Greg unió sus manos tras su espalda en un gesto estudiado, alzó la vista hacia el cielo. Marjorie observó otro repentino cambio en él; su expresión se hizo remota, como si estuviera examinando algún persistente enigma interior. Siguió mirando hacia arriba, como si no se diera cuenta del excesivo silencio que se había formado entre ellos. Allá arriba, vio Marjorie, un avión trazó un arco, la luz verde de la cola destellando, y notó una sensación curiosa e inquietante. El vapor despedido por sus chorros se abrió, un frío color plata en un cielo de pizarra.
—Creo que lo más difícil de comprender —dijo Greg, empezando a hablar como si estuviera dictando mentalmente un artículo— es por qué las partículas viajando más rápido que la luz tienen algo que ver con el tiempo.
—Sí, eso es. John siempre habla de eso, diciendo un montón de cosas incomprensibles acerca de receptores y focalizadores.
—La miopía de un hombre que tiene que conseguir que esa maldita cosa funcione realmente. Comprensible. Bien mirado, ¿recuerda usted lo que demostró Einstein hace un siglo… que la luz era una especie de límite de velocidad?
—Sí.
—Bien, la descripción automática y popular de la relatividad es… —aquí arqueó sus cejas, como para hacer visible su desdén acerca de la siguiente frase— que «todo es relativo». Una afirmación que no significa nada, por supuesto. Un resumen mejor es que no hay observadores privilegiados en el universo.
—¿Ni siquiera los físicos son privilegiados? Greg sonrió ante la pulla.