—Te creo. Pareces completamente alterada. No eres tú misma, Marjorie. Y eso no es propio de ti. Creía que eras capaz de enfrentarte a cualquier cosa, incluso a unos fieros y peligrosos intrusos. —Había adoptado un tono ligeramente burlón, y Marjorie respondió a él.
—Bueno, soy capaz, por supuesto. Iba a probar de hundirle el cráneo con el atizador, y luego apuñalarle con el cuchillo de la cocina, si hubiera intentado entrar.
Estaba riendo, pero su risa no tenía nada de alegre. ¿Había pensado realmente en hacerlo?
Tenía que encontrar una forma de librarse de aquel maldito ruido en el experimento, pensó Gordon malhumorado, tomando su gastado maletín. El maldito asunto no funcionaba. Si no conseguía hallar la dificultad y corregirla, entonces todo el experimento iba a convertirse en puro viento.
La palmera lo detuvo, como siempre. Cada mañana, después de que Gordon Bernstein hubiera cerrado la amarilla puerta delantera del bungalow un poco demasiado fuerte, se daba la vuelta y miraba a la palmera, y se detenía. La pausa era un momento de reajuste. Estaba realmente allí, en California. No era un decorado; era la realidad. La silueta de la palmera lo confirmaba, extendiendo sus frondas de afiladas agujas en un cielo sin nubes, silenciosamente exótica. Aquella prosaica planta era mucho más impresionante que las extrañamente vacías autopistas o el constante clima benigno.
La mayor parte de las noches, Gordon permanecía sentado hasta tarde con Penny, leyendo y escuchando discos folk. Las cosas eran exactamente iguales a sus años en Columbia. Mantenía los mismos hábitos, y casi olvidaba que a media manzana de distancia estaba la playa de Wind'n Sea con su incesante oleaje. Cuando dejaba sus ventanas abiertas, el rumor de las olas se parecía al ruido del tráfico en la Segunda Avenida, un distante eco de las vidas de otra gente que siempre había conseguido evitar, allí en su apartamento. Por ello cada mañana representaba una pequeña impresión cuando se aventuraba fuera, haciendo tintinear nerviosamente las llaves de su coche, murmurando mentalmente para sí mismo, y la palmera lo devolvía otra vez a su nueva realidad.
Los fines de semana era más fácil recordar que se hallaba en California. Entonces se despertaba para descubrir el largo y rubio cabello de Penny esparcido por la almohada a su lado. Durante la semana ella tenía sus clases a primera hora de la mañana y se marchaba cuando él aún seguía durmiendo. Se movía tan ligera y silenciosamente que nunca lo despertaba. Cada mañana, era como si ella nunca hubiera estado allí. No dejaba nada tirado a su alrededor. Ni siquiera había una arruga en la cama allá donde había dormido.
Gordon deslizó las tintineantes llaves en su bolsillo y caminó a lo largo del seto espinoso en dirección a las amplias avenidas de La Jolla. Aquello también resultaba un poco extraño para él. Las calles estaban llenas de espacio suficiente como para aparcar su Chevy del 58 y quedaba aún cemento suficiente como para dejar dos amplios carriles centrales de circulación. Las calles eran tan grandes como los edificios; parecían definir el paisaje, como vastos terrenos de recreo para la especie dominante, el automóvil. Comparado con la Segunda Avenida, que era más bien como un pozo de ventilación entre enormes losas de ladrillos marrones, aquello era un exceso extravagante. En Nueva York, Gordon siempre se preparaba cuando descendía los peldaños, sabiendo que cuando abriera la puerta delantera de cristal reforzado con alambre iba a encontrarse con docenas de personas ante su vista, moviéndose bruscamente de un lado para otro, un agitarse de vidas. Siempre podía contar con una presión así de carne a su alrededor. Aquí, nada. La calle Nautilus era una plana llanura blanca cociéndose al sol de la mañana, desprovista de gente. Subió a su Chevy, y el rugir del motor de arranque rompió el silencio, pareciendo conjurar en su espejo retrovisor un Chrysler largo y bajo que apareció a una manzana de distancia y pasó por su lado haciendo un ruido sibilante.
Camino al campus, condujo con una mano y buscó una emisora de radio con la otra, pasando de largo los discordantes bloques de sonido que por allí eran considerados como música pop. En realidad prefería la música folk, pero sentía un extraño afecto hacia algunas de las viejas canciones de Buddy Holly, y últimamente se había descubierto tarareando algunas de ellas en la ducha: Cada día estás un poco más cerca… Bien, ése será el día… Consiguió encontrar una canción de los Beach Boys y dejó el dial. El tenor susurraba acerca de arena y de sol y describía perfectamente el paisaje que estaba circulando a sus lados. Bajó por el bulevar La Jolla y observó los distantes y pequeños puntos que se agitaban junto a la línea ribeteada de blanco de las olas. Muchachos, que evidentemente no habían ido a la escuela pese a que las clases habían empezado hacía dos semanas.
Descendió la colina y se metió en la hilera de lentos coches, la mayor parte de ellos Lincolns y Cadillacs negros. Frenó, y observó que se estaban construyendo nuevos edificios en el monte Soledad. La tierra había sido arañada y removida para formar terrazas, y los camiones iban arriba y abajo por el revuelto suelo como insectos. Gordon sonrió ásperamente, sabiendo que aunque tuviera éxito en el experimento, y produjera un resultado brillante, y consiguiera una promoción, y en consecuencia obtuviera un mejor sueldo, seguiría sin poder permitirse ninguna de las casas de cedro y cristal que se alineaban en aquella colina. No a menos que aceptara un montón de trabajos consultivos adicionales y además ascendiera rápidamente en la universidad, quizás incluso encontrara un medio de actuar como decano a tiempo compartido para incrementar su cheque mensual. Pero eso era infernalmente difícil.
Hizo una mueca detrás de su densa barba negra, cambió de marcha mientras la canción de los Beach Boys se apagaba y el coche avanzó por entre el tráfico con un profundo y tranquilizador rugido en dirección a la Universidad de California en La Jolla.
Gordon tabaleó ausentemente sobre el vaso de Dewar lleno de nitrógeno líquido, intentando pensar cómo decir lo que deseaba, y se dio cuenta confusamente de que lo que ocurría era que no podía apreciar a Albert Cooper. El tipo parecía agradable, con su pelo color arena y su habla lenta que a veces hacía que se perdiera alguna de sus palabras, y obviamente musculoso debido a sus deportes preferidos, la inmersión con escafandra autónoma y el tenis. Pero la taciturna calma de Cooper frenaba el empuje de Gordon, una y otra vez. Sus modales sonrientes y despreocupados parecían reflejar alguna distante o pensativa tolerancia hacia Gordon, y éste consideraba eso irritante.
—Mira, Al —dijo, apartándose rápidamente de la humeante boquilla del vaso de Dewar—. Llevas conmigo más de un año, ¿no?
—Exacto.
—Te llevabas muy bien con el profesor Lakin, cuando yo me uní al departamento; Lakin estaba demasiado atareado, de modo que viniste a mí. Y yo te acepté. —Gordon se balanceó sobre sus talones, hundiendo las manos en sus bolsillos traseros—. Porque Lakin dijo que eras bueno.
—Seguro.
—Y ahora llevas rompiéndote la cabeza sobre este experimento con antimoniuro de indio desde hace… ¿cuánto tiempo?… un año y medio fácilmente.
—Exacto —dijo Cooper, con una ligera ironía.
—Creo que ya es tiempo de dejarnos de tonterías. Cooper no reflejó ninguna reacción visible.
—Hummm. No… esto… no comprendo lo que quiere decir.
—He venido aquí esta mañana. Te he preguntado acerca del trabajo que te encargué. Me has dicho que has revisado todos los amplificadores, todos los componentes, y que todo funciona a la perfección.
—Oh, sí. Lo he hecho.
—Y el ruido sigue todavía aquí.
—Lo he comprobado. He verificado toda la secuencia.
—Eso es imposible.
Cooper suspiró elaboradamente.
—De modo que se ha enterado, ¿eh?
Gordon frunció el ceño.
—¿Enterado de qué?
—Sé que es usted muy estricto respecto a realizar todos los experimentos, de la A a la Z, sin ninguna pausa, doctor Bernstein. Lo sé muy bien. —Cooper se alzó de hombros como disculpándose—. Pero la noche pasada no pude terminarlo todo de una sola vez. Así que salí a tomar un poco de aire y unas cuantas cervezas con los chicos. Luego volví y lo terminé.
Gordon frunció el ceño.
—No hay nada malo en eso. Siempre puedes tomarte una pausa. Siempre que lo mantengas todo controlado, que no dejes que los preamplificadores o los osciloscopios pierdan su ajuste a cero.
—No. Todos seguían correctamente.
—Entonces… —Gordon abrió las manos, exasperado— te has confundido en alguna parte. No es de ir a beber unas cervezas de lo que me preocupo, es del experimento. Mira, la sabiduría convencional dice que se necesitan cuatro años como mínimo para llegar al final. ¿Deseas hacerlo en ese plazo de tiempo?
—Por supuesto.
—Entonces haz lo que digo y no te distraigas.
—Pero si no me he distraído.
—Tienes que haberlo hecho. Simplemente no has comprobado lo que tenías que comprobar. Yo puedo…
—El ruido sigue todavía aquí —dijo Cooper, con una seguridad que cortó a Gordon a media frase. Gordon se dio cuenta bruscamente de que estaba amilanando a aquel hombre, sólo tres años más joven que él, sin ninguna razón en absoluto, excepto su frustración.
—Mira, yo… —empezó Gordon, pero se dio cuenta de que la siguiente palabra se le pegaba a la garganta. Se sintió de pronto azarado—. De acuerdo, te creo —dijo, haciendo que su voz sonara viva y eficiente—. Veamos esas gráficas que tomaste.
Cooper había permanecido reclinado contra el macizo imán que envolvía el núcleo de su experimento. Se volvió y se abrió camino por entre los senderos de cables y guías de microondas. El experimento estaba todavía en curso. El frasco plateado, suspendido entre los polos del imán y casi oculto por los cables que penetraban en él, había formado una capa de hielo a su alrededor. Dentro de él el helio líquido burbujeaba y hervía a temperaturas apenas unos cuantos grados por encima del cero absoluto. El hielo era agua congelada de la humedad del aire en torno a la envoltura, y restallaba ocasionalmente cuando el equipo se expandía y se contraía para aligerar la tensión. El laboratorio brillantemente iluminado zumbaba con vida electrónica. Unos pocos metros más allá el calor de las bancadas sobre bancadas de detectores transistorizados formaban una cálida pared de aire. Desde el helio, sin embargo, Gordon podía sentir una suave brisa helada. Pese al frío, Cooper llevaba una vieja camisa y unos tejanos. Gordon prefería una camisa de manga larga con botones, de algodón de Oxford, con unos pantalones de pana que se cerraban por detrás y una chaqueta de Tweed. Aún no se había adaptado a la informalidad de los laboratorios de allí. Si eso significaba llegar hasta los extremos de Cooper, estaba seguro de que nunca lo haría.
—Tomé un montón de datos —dijo Cooper en tono conversacional, ignorando la tensión que había colgado en el aire hacía apenas unos momentos. Gordon avanzó por entre el conjunto de osciloscopios y consolas móviles hasta donde Cooper iba clasificando metódicamente los gráficos que se registraban automáticamente. El papel estaba milimetrado en un color rojo brillante, de modo que la quebrada línea verde de la señal destacaba enormemente, haciendo que la página casi pareciera en tres dimensiones a causa del contraste—. ¿Ve? —Los gruesos dedos de Cooper rastrearon los picos y valles de color verde—. Aquí es donde debería estar la resonancia nuclear del indio. Gordon asintió.
—Un hermoso y ancho pico, eso es lo que deberíamos encontrar —dijo. Pero allí había tan sólo un caos de apretadas líneas verticales, trazadas a medida que la punta registradora oscilaba arriba y abajo sobre el papel, bajo la acción de impulsos aleatorios.
—Únicamente un lío —murmuró Cooper.
—Sí —admitió Gordon, dándose cuenta de que expelía el aire mientras decía eso y sus hombros se hundían.
—Sin embargo, obtuve ése —dijo Cooper, tendiéndole el rectángulo verde de otro registro. Mostraba un esquema mezclado. A la derecha había un claro pico, con sus lados lisos y sin perturbaciones. Pero la parte central e izquierda de la página era un amasijo de garabatos sin significado.
—Maldita sea —murmuró Gordon para sí mismo. En aquellos gráficos la frecuencia de las emisiones de la muestra de antimoniuro de indio se incrementaba de izquierda a derecha—. El ruido borra las altas frecuencias.
—No siempre.
—¿Eh?
—Aquí hay otra muestra. La tomé apenas unos minutos después de esa otra.
Gordon estudió el tercer gráfico. En éste había un pico razonablemente delimitado en el lado izquierdo, en las bajas frecuencias, y luego el ruido a la derecha.
—No lo comprendo.
—Le aseguro que yo tampoco.
—Antes siempre habíamos obtenido un ruido plano y constante.
—Aja. —Cooper le miró inexpresivamente. Gordon era el profesor allí; Cooper estaba pasándole el acertijo. Gordon le miró de soslayo, pensativo.
—Estamos obteniendo los picos, pero solamente parte del tiempo.
—Eso es lo que parece.
—Tiempo. Tiempo —murmuró Gordon, distante—. Hey, la punta necesita digamos treinta segundos para recorrer la hoja, ¿no?
—Bueno, podemos cambiar eso, si cree…
—No, no, escucha —dijo Gordon rápidamente—. Supón que el ruido no está siempre ahí. En este caso… —volvió a la hoja del sendo gráfico— hay alguna fuente de ruido en el momento en que la punta está registrando las bajas frecuencias. Aproximadamente diez segundos más tarde ha desaparecido. Aquí… —clavó un grueso dedo en el tercer gráfico— el lío aparece en el momento en que la punta alcanza las altas frecuencias. El ruido está regresando.
Cooper frunció el ceño.
—Pero… Creía que éste era un experimento de régimen constante. Quiero decir, nada cambia, ésa es la base de todo el asunto. Mantenemos la temperatura baja pero constante. Los osciloscopios y amplificadores y rectificadores son todos calentados y confirman el esquema. Ellos…
Gordon le hizo un gesto con la mano para que guardara silencio.
—Eso no es nada que nosotros estemos haciendo. Hemos pasado semanas controlando los elementos electrónicos; no es que estén funcionando mal. No, es algo distinto, ésa es mi opinión.
—¿Pero qué?
—Algo exterior. Una interferencia.
—¿Cómo puede…?
—¿Y quién lo sabe? —dijo Gordon con una nueva energía. Empezó a pasear nerviosamente, uno de sus gestos característicos. Las suelas de sus zapatos chirriaban contra el suelo a cada una de sus vueltas—. Lo que está ocurriendo es que hay otra fuente de señales en el antimoniuro de indio. O en caso contrario el indio está captando una emisión de modulación temporal procedente de fuera del laboratorio.