—¿Esos haces de taquiones pueden cruzar directamente a través de una estrella?
Renfrew frunció el ceño.
—Realmente, no lo sabemos. Existe una posibilidad de que otras reacciones, entre esos taquiones y otros núcleos además de los del indio, sean muy intensas. Todavía no tenemos datos acerca de esas otras interacciones. Si existen, entonces un planeta o una estrella cruzándose en el camino pueden ser un problema.
—¿Pero han intentado ustedes tests más simples? Leí en el informe…
—Sí, sí, y han sido muy positivos.
—Bien, pero sin embargo… —Peterson hizo un gesto hacia el amasijo del equipo—. Esto es realmente un experimento físico apasionante. Recomendable. Pero… —agitó la cabeza—, bueno, me siento sorprendido de que haya conseguido usted el dinero para seguir adelante con él.
El rostro de Renfrew se tensó.
—Realmente no ha sido tan difícil.
Peterson suspiró.
—Mire, doctor Renfrew. Seré franco con usted. He venido aquí para evaluar esto para el Consejo, porque algunos nombres más bien importantes han dicho que esto que está llevando usted a cabo puede ser importante. No creo poseer los conocimientos técnicos suficientes como para evaluarlo adecuadamente. Nadie en el Consejo los posee. Somos en nuestra mayoría ecólogos y biólogos y analistas.
—Tal vez tuvieran que ampliar ustedes sus bases.
—Oh, por supuesto. Nuestra idea en el pasado fue ir incorporando especialistas a medida que fuera necesario.
Ásperamente Renfrew contestó:
—Entonces contacten con Davies en el King's College de Londres. El está muy versado en esto, y…
—No tenemos tiempo para ello. Estamos tomando medidas de urgencia.
—¿Tan mal están las cosas? —dijo Renfrew lentamente.
Peterson hizo una pausa, como si hubiera dicho demasiado.
—Sí. Así parece.
—Puedo activar las cosas, si eso es lo que quieren —dijo Renfrew rápidamente.
—Es posible que tenga que hacerlo.
—Las cosas irían mejor si pudiéramos disponer de una nueva generación de equipo aquí dentro. —Renfrew abarcó todo el laboratorio con un gesto de la mano—. Los americanos han desarrollado nuevos equipos electrónicos que podrían mejorar las cosas. Para estar realmente seguros de llegar a algo concreto, necesitamos a los americanos. La mayor parte de los circuitos que necesitamos están siendo desarrollados en sus laboratorios nacionales, Brookhaven y los demás.
Peterson asintió.
—Así lo informó usted. Es por eso por lo que deseo a Markham aquí hoy.
—¿Tiene él el peso necesario como para hacer que las cosas sigan adelante?
—Creo que sí. Se me ha dicho que está bien considerado, y es el americano en este asunto. Es por eso por lo que su Fundación Nacional para la Ciencia necesita cubrirse en caso de que…
—Oh, entiendo. Bien, Markham llegará aquí en cualquier momento. Venga a tomar un poco de café en mi oficina.
Peterson lo siguió hasta su atiborrado estudio. Renfrew despejó una silla de libros y papeles, yendo de un lado para otro con esa nerviosa actitud de la gente cuando se da cuenta de pronto, al entrar con un visitante, de que su oficina está hecha un desorden. Peterson se sentó, tirando ligeramente de sus pantalones a la altura de las rodillas y luego cruzando las piernas. Renfrew se empleó más de lo necesario para preparar el fuerte café, porque quería un poco de tiempo para pensar. Las cosas habían empezado mal; Renfrew se preguntó si los recuerdos de Oxford lo habían puesto automáticamente en contra de Peterson. Bien, no podía hacer nada al respecto; de todos modos, todo el mundo estaba excesivamente nervioso estos días. Quizá Markham pudiera suavizar un poco las cosas cuando llegara.
Marjorie cerró tras ella la puerta de la cocina y rodeó la casa, llevando un cubo de comida para los pollos. El césped detrás de la casa estaba dividido en cuatro senderos de ladrillo, con un reloj de sol en su intersección. Por la fuerza de la costumbre, siguió el sendero sin pisar la húmeda hierba. Más allá del césped había un pequeño jardín de rosas, su proyecto y su lugar preferidos. Mientras lo cruzaba, rompiendo con su cuerpo las telas de araña cubiertas de rocío, se detuvo aquí y allá para cortar una flor ya seca u oler un capullo. El año aún no estaba muy avanzado, pero ya habían florecido unas cuantas rosas. Le iba hablando a cada rosal mientras pasaba por su lado.
—Charlotte Armstrong, te estás portando muy bien. Mira todos esos capullos. Vas a estar absolutamente maravillosa este verano. Tiffany, ¿cómo te encuentras? He visto que tienes algo de pulgón verde. Tendré que pulverizarte. Buenos días, Reina Elizabeth, te ves muy sana, pero te estás metiendo demasiado en el camino. Hubiera debido podarte más de este lado.
En algún lugar a lo lejos pudo oír el sonido de alguien llamando a alguna casa. Se alternaba con el trinar de un herrerillo azul perchado en el seto. Con un sobresalto se dio cuenta de que la llamada procedía de su propia casa. No podía ser ni Heather ni Linda; hubieran dado la vuelta y hubieran acudido a la parte de atrás. Se volvió. Las gotas de rocío la salpicaron cayendo de las hojas cuando cruzó apresuradamente la rosaleda. Corrió por el césped y rodeó la casa, dejando el cubo en el suelo junto a la puerta de la cocina.
Una mujer andrajosamente vestida, con una jarra en la mano, se alejaba de la puerta delantera. Parecía como si hubiera dormido al raso toda la noche, su pelo estaba enredado y su rostro lleno de manchas. Era casi de la misma altura que Marjorie, pero delgada y de hombros caídos.
Marjorie vaciló. La mujer también. Se miraron la una a la otra a través del sendero de grava en forma de U. Luego Marjorie se adelantó.
—Buenos días. —Estuvo a punto de decir: «¿Puedo hacer algo por usted?», pero se contuvo, sin saber si deseaba hacer algo por aquella mujer o no.
—Buenos días, señora. ¿Me podría proporcionar usted un poco de leche? He acabado toda la que tenía y los chicos aún no han tomado su desayuno. —Sus modales eran los de alguien seguro de sí mismo y no demasiado cordiales.
Marjorie entrecerró los ojos.
—¿De dónde viene? —preguntó.
—Acabamos de mudarnos a la vieja granja al final de la carretera. Sólo un poco de leche, señora. —La mujer se acercó un poco a ella, tendiendo la jarra.
La vieja granja… pero si es una ruina, pensó Marjorie. Deben de ser ocupantes ilegales… intrusos. Su intranquilidad aumentó.
—¿Por qué ha venido aquí? Las tiendas están abiertas a esta hora del día. Hay una granja siguiendo la carretera, donde podrá comprar usted leche.
—Vamos, señora, no me querrá hacer usted andar kilómetros mientras los pequeños están aguardando, ¿verdad? Se la devolveré. ¿No me cree?
No, pensó Marjorie. ¿Por qué no había acudido la mujer a alguien de su propia clase? Había algunas casitas del Consejo unos pocos metros más allá de sus tierras.
—Lo siento —dijo firmemente—, pero la tengo justa para mis hijos.
Se miraron la una a la otra por un momento. Luego la mujer se volvió hacia los arbustos.
—Aquí, Rog —llamó. Un hombre alto y flaco emergió de entre los rododendros, llevando a un niño pequeño de la mano. Con esfuerzo, Marjorie consiguió no exteriorizar su alarma. Permaneció rígida, la cabeza un poco echada hacia atrás, intentando controlar la situación. El hombre avanzó con un paso arrastrante hasta situarse al lado de la mujer. Las aletas de la nariz de Marjorie se agitaron ligeramente cuando captó un agrio olor a sudor y a humo. El hombre llevaba un surtido de ropas que debían proceder de los más variados lugares, una gorra de tela, un largo pañuelo universitario a rayas, guantes de lana con agujeros en todos los dedos, un par de alpargatas de color azul chillón con una de las suelas bostezante, unos pantalones que eran varios centímetros demasiado cortos y demasiados anchos, e, incongruentemente, un lujoso chaleco bordado bajo una vieja y polvorienta chaqueta de vinilo. Probablemente tenía la misma edad que Marjorie pero parecía al menos diez años más viejo. Su rostro era curtido, sus ojos hundidos, y llevaba una barba de varios días. Marjorie fue consciente del contraste que ofrecía con ellos, de pie allí, rolliza y bien alimentada, su corto pelo esponjoso tras un reciente lavado, su piel protegida por cremas y lociones, enfundada en lo que ella llamaba sus «viejas» ropas de jardinería, una suave falda azul de lana, un jersey hecho a mano y una chaquetilla de ante.
—No esperará que nos creamos que no tiene usted nada de leche en la casa, ¿verdad, señora? —gruñó el hombre.
—Yo no he dicho eso. —La voz de Marjorie era seca y rápida—. Tengo suficiente para mi propia familia, pero no más. Hay muchas otras casas por ahí donde pueden probar, pero les sugiero que vayan hasta el pueblo y compren un poco. Es sólo un kilómetro. Lamento no poder ayudarles.
—Un infierno lamenta usted. Simplemente no quiere ayudarnos. Orgullosa, como todos los tipos ricos. Desean quedárselo todo para ustedes. Mire lo que tienen… una casa enorme y lujosa, apostaría a que para ustedes solos. No sabe lo dura que es la vida para nosotros. Llevo cuatro años sin trabajo, ni un lugar donde vivir, mientras usted se lo pasa bien…
—Rog —advirtió la mujer. Tendió una mano para sujetarle por el brazo. Pero él se sacudió de la presa y avanzó un paso hacia Marjorie. Ella no retrocedió, mientras sentía la ira brotar en su interior. ¿Qué derecho tenían a venir hasta allí e insultarla, maldita sea, en su propio jardín?
—Ya le he dicho que tengo tan sólo suficiente para mi propia familia. Estos tiempos son duros para todo el mundo —dijo fríamente. Pero yo nunca me atrevería a mendigar, pensó. Esa gente no tiene moral ni amor propio.
El hombre se acercó más. Instintivamente ella retrocedió, manteniendo el espacio entre ambos.
—Tiempos duros para todo el mundo —dijo el hombre, imitando el acento de ella—. Qué pena, ¿verdad? Duros para todos los demás, pero usted tiene una hermosa casa y comida y quizá también un coche y una televisión. —Sus ojos estaban escrutando la casa, clavándose en el garaje, en la antena de la televisión en el techo, en las ventanas. Gracias a Dios las ventanas estaban cerradas y aseguradas por dentro, pensó, así como la puerta principal.
—Miren, no puedo ayudarles. ¿Harán el favor de irse? —Se dio la vuelta y echó a andar rodeando la casa. El hombre la siguió, manteniendo la distancia, con la mujer y el niño silenciosamente detrás.
—Sí, de acuerdo, limítese a dar media vuelta y a meterse en su gran casa. Pero no se librará tan fácilmente de nosotros. Llegará el día en que tendrá que echar a un lado esos aires tan altaneros y…
—Les agradeceré que…
—¡Ya basta, Rog!
—La gente como usted va a saber lo que es bueno. Vendrá la revolución, y entonces serán ustedes quienes mendigarán ayuda. ¿Y cree que la van a conseguir? ¡Ni lo sueñe!
Marjorie incrementó su paso hasta convertirlo casi en un trote, intentando librarse del hombre antes de alcanzar la puerta de la cocina. Estaba rebuscando la llave en su bolsillo cuando él se acercó a sus espaldas. Temerosa de que fuera a tocarla, se dio la vuelta bruscamente y se enfrentó a él.
—Márchese de aquí. Váyase. Deje de molestarme. Vaya a las autoridades. ¡Pero salga de mis tierras!
El hombre retrocedió un paso. Ella alzó el cubo de la comida de los pollos, no queriendo dejar nada fuera que él pudiera robar. La llave giró fácilmente, gracias a Dios, y cerró tras ella de un portazo justo en el momento en que él llegaba al umbral. Puso el pasador con un golpe brusco. Él gritó a través de la puerta:
—¡Maldita puta orgullosa! ¡Te importa un huevo que nos muramos de hambre!, ¿eh? Marjorie se puso a temblar violentamente, pero gritó en respuesta:
—¡Voy a llamar a la policía sí no se marchan de aquí inmediatamente!
Recorrió toda la casa, comprobando las ventanas. No resultaba difícil violentarlas. Se sintió vulnerable, atrapada en su propio casa. Ahora su respiración era muy rápida y jadeante. Sintió náuseas. El hombre seguía gritando allá fuera, y su lenguaje era cada vez más y más obsceno.
El teléfono estaba en la mesa del vestíbulo. Lo tomó y lo llevó a su oído. Nada. Pulsó la barra del receptor varias veces. Nada. Maldita sea, maldita sea, maldita sea. Vaya momento para estropearse. Claro que esto ocurría a menudo. Pero no ahora, por favor, rogó. Agitó el teléfono. Silencio todavía. Estaba completamente incomunicada. ¿Y si el hombre decidía entrar por la fuerza en la casa? Su mente buscó armas potenciales, el atizador, los cuchillos de la cocina… Oh, Dios, no, mejor no empezar ninguna violencia, ellos eran dos y el hombre parecía un mal enemigo. No, saldría por detrás. A través de las puertas vidrieras de la sala de estar. Correría hasta el pueblo en busca de ayuda.
Ya no le oía gritar, pero temía mostrarse en la ventana para ver si aún seguía allí. Probó de nuevo el teléfono. Nada todavía. Lo volvió a colgar de golpe. Centró su atención en las puertas y ventanas, escuchando por si oía algún sonido de rotura. Luego volvieron a llamar a la puerta delantera. Se sintió aliviada al saber dónde estaba y que aún se hallaba fuera. Aguardó, aferrada al borde de la mesa del vestíbulo. Márchate, maldito seas, deseó. La llamada se repitió. Tras una pausa, se oyó ruido de pasos en la grava del camino. ¿Por fin se iba? Luego hubo una llamada en la puerta de la cocina. ¡Oh, Cristo! ¿Cómo podía librarse de él?
—¡Marjorie! ¡Hey, Marjorie!, ¿estás ahí? —llamó una voz. El alivio la inundó, haciendo brotar casi lágrimas de sus ojos. Se sentía demasiado fláccida para moverse.
—¡Marjorie! ¿Dónde estás? —La voz se estaba alejando. Se irguió y avanzó hacia la puerta de la cocina, y la abrió. Su amiga Heather se dirigía al cuarto del jardín.
—Heather —gritó—. Estoy aquí. Heather se volvió y regresó junto a ella.
—¿Qué te ocurre? —dijo—. Tienes un aspecto horrible.
Marjorie salió fuera y miró a su alrededor.
—¿Se ha ido? —preguntó—. Había un hombre horrible aquí fuera.
—¿Un tipo andrajoso con una mujer y un niño? Estaban marchándose cuando yo llegué. ¿Qué ha ocurrido?
—Deseaba que le prestara un poco de leche. —De pronto se echó a reír, un poco histéricamente. Todo aquello sonaba tan vulgar—. Luego se irritó y empezó a gritar. Son intrusos. Se trasladaron la pasada noche a esa granja vacía que hay al final de la carretera, y la han ocupado. —Se dejó caer en una silla de la cocina—. Dios, me asusté tanto, Heather.