Los huesos de Dios

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Authors: Leonardo Gori

Tags: #Histórico, Intriga

BOOK: Los huesos de Dios
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Leonardo Da Vinci ha desaparecido con un secreto peligroso...

Nicolás Maquiavelo le sigue la pista...

El curso de la historia puede cambiar para siempre.

¿Qué hubiera pasado si, en el siglo XVI, se hubiera descubierto un secreto capaz de hacer temblar las bases de la religión? ¿Un secreto capaz de provocar una guerra de civilizaciones y echar por tierra todo el conocimiento humano de la época?

En el impactante thriller histórico Los huesos de Dios, los amantes de la intriga se deleitarán descubriendo las respuestas a estas preguntas y recorriendo, junto a Maquiavelo y Ginebra, la Italia convulsionada que vivió el maestro Leonardo Da Vinci.

Livorno, Toscana, 1504. Una horda de gigantescos simios invade la ciudad y siembra el terror en sus calles. En la confusión, unos inquietantes forasteros dan caza a hombre que consigue entregar un misterioso códice antes de morir.

Días más tarde, en Florencia, Nicolás Maquiavelo, acompañado de un alumno de Leonardo Da Vinci, encuentra los cadáveres de cuatro sarracenos y una extraña criatura en una excavación. Todos muestran marcas de disección, cortes de cirujano que sólo podrían haber sido obra del maestro Leonardo.

Leonardo Gori

Los huesos de Dios

ePUB v2.0

Moower
16.05.12

Título original:
Le Ossa di Dio

Leonardo Gori, Septiembre de 2008.

Traducción: Meritxell Antón Maynadé

Editor original: Moower (v1.0 a v2.0)

ePub base v2.0

La traducción mantiene las fórmulas de tratamiento del original italiano: ser (señor), messer/messere (título honorífico de jueces y jurisconsultos, aplicado también a personas ilustres); madonna (señora); mastro/capomastro (maestro/maestro de obras); duca (soberano de un ducado). El Podestà era el primer magistrado de una ciudad, que gobernaba con poderes jurisdiccionales y militares; el gonfalonero era el encargado de formar el gobierno en la República de Florencia, el abanderado de la ciudad y custodio de su estandarte; y el dux era el príncipe o magistrado supremo de la República de Venecia.
(N. del E.)

Los simios de Livorno

Con un rugido espantoso, la bestia se abalanzó sobre la mujer que, como todos, huía de aquel horror inesperado. Era un diablo cubierto de pelo hirsuto de la estatura de un hombre, con colmillos afilados que asomaban por un hocico espeluznante y unas manos negras como garras. La mujer soltó la jarra de agua y gritó, pero nadie acudió a socorrerla, puesto que todos se habían refugiado ya en las casas y hasta se habían apresurado a clavetear puertas y ventanas. En el pequeño puerto de Livorno únicamente se oía un siniestro martilleo de tambores, semejante a la escolta de un condenado a muerte: eran los soldados que intentaban asustar a aquellas horribles bestias, para ahuyentarlas de la población o empujarlas hacia el mar. Pero había demasiadas, era una auténtica invasión, parecían embajadores del Diablo.

La mujer cayó de bruces, renunció a cualquier intento de librarse del animal y se cubrió la cara. La jarra de cobre rodó cuesta abajo, con un ruido casi acompasado. El enorme simio le destrozó la ropa, le desgarró la piel, entre salvajes chillidos cada vez más agudos, y luego hundió los colmillos en su blanco cuello.

Al fondo de la calle apareció un soldado, con el arcabuz al hombro. Por un momento, al ver aquel atroz espectáculo, vaciló. Luego apuntó con el arma y prendió la mecha, que no tardó en arder y en lanzar el disparo. Tras alcanzar a la bestia a pocos pasos, ésta profirió dos últimos alaridos y cayó en el charco de su propia sangre. Sin embargo, ahora la vida del soldado estaba en peligro: para recargar el arma iba a necesitar unos cuantos minutos, y además el polvo negro que llevaba en el cuerno de hueso colgado de su casaca estaba a punto de agotarse. El soldado oía los pasos frenéticos de las bestias y por un momento se sintió perdido. Cuando finalmente las tuvo ante sí, en la embocadura del callejón, se deshizo del arcabuz, que pesaba demasiado y ahora resultaba inútil, y echó a correr con todas sus fuerzas.

El muelle estaba desierto, los simios corrían en desbandada por las calles de toda la ciudad y los pocos hombres armados que había no lograban detenerlos. Sólo pudieron dar muerte a una decena de ellos, y en cambio fueron muchos los soldados que cayeron bajo las garras de esos diablos. Las bestias ennegrecían las calles como una multitud ignota: nadie intentó averiguarlo con exactitud, pero se contarían por millares. Era como si las espoleara una furia y una crueldad deliberada: los habitantes del pequeño burgo no podían evitar pensar en los pecados cometidos y en un terrible castigo de Dios.

Pero los simios no fueron las únicas criaturas que recorrieron las calles de Livorno a la deriva, aquel gris amanecer de un día de abril del año del Señor de 1504. Había un hombre que también corría desesperado, y no se trataba de un armígero ni tampoco de un livornés. Su aspecto era el de un forastero y no huía del ataque de los simios, más bien parecía avanzar junto a ellos, inflamado por la misma ira ciega. De vez en cuando, en su carrera, perdía el equilibrio y rompía el paso, bajo el peso de un voluminoso códice encuadernado con dos láminas de madera recubiertas de piel de oveja. Si alguien hubiera mirado de cerca a aquel hombre, habría reparado en sus peculiares botas con la caña doblada, el farseto anudado a la cintura y un singular jubón de color rojo de suntuosa tela. Y si alguien se hubiera acercado todavía más a él, habría visto sus ojos claros y el pelo cobrizo, lacio y largo hasta el cuello. Aunque lo que de verdad resultaba singular era que los simios enloquecidos, algunos de ellos gigantescos y más altos que un hombre, no sólo no le atacaban, sino que parecían guardarle una distancia prudente.

Era como si aquel extranjero huyera de otra cosa, o más exactamente de alguien. Porque también había otros hombres, pertrechados al igual que los soldados livorneses, que rastreaban la ciudad, el muelle y la playa cercana, manteniéndose hábilmente alejados de la furia de los simios. Tres de esos hombres llevaban el rostro y las manos cubiertos y empuñaban armas ligeras y contundentes que, con todo, se abstenían de usar; pasaron ante un niño que había caído en las garras de una de las bestias más gigantescas y negras, y que pedía ayuda con desesperación, pero ni siquiera entonces aminoraron la marcha. Lo dejaron morir despiadadamente. Sólo les interesaba su presa, y la avistaron en una plaza donde algunos simios corrían alrededor de un pozo, en círculos, acuciados por su inagotable furor y semejantes a horrendas brujas de un aquelarre infernal. El hombre del jubón rojo se dio cuenta de la presencia de los soldados con la cara cubierta y comprendió que no tenía escapatoria. Únicamente llevaba un puñal consigo, mientras que sus enemigos contaban con sofisticadas armas de fuego. Haciendo acopio de fuerzas, se lanzó a correr como un loco por el único callejón, estrecho y apto para la huida, que tenía enfrente. Si su suerte estaba echada, al menos debía alcanzar su meta y entregar el códice, evitando que sus perseguidores lo descubrieran.

Logró dejarlos atrás y al fin llegó a una casa que ostentaba dos pequeños diablos de piedra en las ventanas, cerradas a cal y canto: ahí dentro lo estaban esperando y, quién sabe, en nombre de la caridad cristiana quizás lo esconderían y lo salvarían de una muerte segura. Llamó a la puerta desesperadamente, vociferando en una lengua extraña, cercana en su cadencia a la melodiosa habla de los genoveses. Alguien abrió un poco el ventanillo, y pudo distinguir en la penumbra la silueta de un anciano y luego una mano que se extendía hacia él con el gesto de alcanzar el gran códice. El hombre entregó el libro de inmediato y aquel movimiento selló su suerte, porque la puerta se cerró de golpe. La aporreó con los puños, pidió ayuda por segunda vez en su idioma incomprensible, pero todo fue inútil. Sólo entonces comprendió por fin que su vida estaba perdida: se encaminó hacia el mar, víctima únicamente de su propio instinto, como habían hecho también sus damnificados compañeros de viaje. Los tres hombres con el rostro cubierto lo avistaron de nuevo, esta vez sin su libro, mientras corría en las proximidades del muelle. Fueron tras él esquivando a las bestias enfurecidas y sin tener que hacer uso de las armas y, finalmente, le dieron alcance al fondo de una rampa que bajaba a la dársena. El hombre se quitó el jubón e intentó deshacerse también de las botas, pero sus enemigos ya le pisaban los talones, y entonces se lanzó al mar y comenzó a nadar entre las gélidas olas. Uno de los soldados lo apuntó con su arcabuz, pero el que parecía estar al mando le detuvo con un gesto imperioso: lo querían vivo, tenía que decirles a quién había entregado el libro. El tercer perseguidor ya se había despojado de sus ropas y saltó al agua con el puñal sujeto entre los dientes. El fugitivo nadaba con dificultad debido a la ropa que lo arrastraba hacia el fondo, mientras que el otro iba acortando la distancia. Se enzarzaron en una lucha desesperada, en el agua, hasta que el perseguidor logró aturdirlo de un puñetazo, lo agarró por el cuello y lo remolcó hasta la orilla.

Lo dejaron tendido sobre las rocas blancas del muelle. Daba la impresión de que ya no respiraba, y el perseguidor, todavía desnudo, se agachó sobre él para comprobarlo; en aquel momento el forastero desenfundó su puñal y se lo clavó en el vientre. Entonces el tercer soldado prendió la mecha de su arma y, antes de que el otro pudiera detenerlo de nuevo, lanzó un disparo que abrió un agujero en la almilla del extranjero, del que salió un borbotón rojo de sangre. Pero, para su indecible desgracia, no murió en el acto. Y los otros lo aprovecharon para someterle a los peores tormentos que fueron capaces de infligirle con los medios que teñían a su alcance: precisamente en aquel campo, eran auténticos artistas, y antes de entregar su alma, el desventurado hombre tuvo la debilidad de hablar.

Los dos hombres con el rostro cubierto ataron piedras al cuerpo de su compañero y lo lanzaron al agua; se quitaron los uniformes de la guardia de Livorno y, vestidos con simples túnicas, se escondieron en un refugio preparado desde hacía tiempo, con el cuerpo del forastero a cuestas. Esa noche tenían que llevar a cabo una importante misión y debían estar muy atentos, puesto que otros extranjeros enemigos rondaban por la ciudad.

Aquella noche fue terrorífica para la ciudad de Livorno, pero al despuntar el día todo estaba en calma. Los simios habían sido abatidos o se habían dispersado por los campos. Mientras el sol salía por detrás del monte Pisano, los dos hombres disfrazados se descubrieron el rostro y cruzaron al paso los muros de la ciudad. Se apresuraron a partir, por caminos secretos, en dirección al norte.

La fosa del Arno

Dos carros cubiertos avanzaban lentamente por el estrecho camino que bordeaba el río, directos hacia la excavación del Arno. La pequeña caravana contaba también con dos parejas de soldados a caballo de la guardia especial del Palazzo dei Priori, que abrían y cerraban la marcha. Era una defensa obligada, ya que en la primera carroza viajaba el Primer Secretario de la República de Florencia, nacida como flor de libertad de la arrogancia de Carlos de Francia y de la necedad de Piero de Médicis, que desde hacía tiempo vivía en el exilio tras la revuelta del pueblo. El Primer Secretario era un hombre bastante poderoso, puesto que sólo dependía del gonfalonero Pier Soderini. Junto a él viajaban ser Durante Rucellai y la joven mujer que lo acompañaba, conocida con el nombre de Ginebra. Los siervos y el equipaje personal ocupaban la segunda carroza.

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