—¿Has probado las nuevas muestras? —preguntó Gordon, con una cordialidad alimentada por los residuos de su culpabilidad.
—Sí. Están respondiendo muy bien. Tengo la impresión de que el añadido de impurezas de indio lo ha conseguido.
Gordon asintió. Había estado desarrollando el método de dopar las muestras a fin de conseguir la adecuada concentración de impurezas, y aquélla era la primera confirmación de que varios meses de esfuerzo estaban empezando a dar resultado.
—¿Ningún mensaje?
—Ningún mensaje —dijo Cooper, con evidente alivio. Una voz desde la puerta dijo:
—Oigan, yo, me dijeron…
—¿Sí? —dijo Gordon, volviéndose. El hombre iba vestido con unos pantalones sueltos y una chaqueta estilo Einsenhower. Parecía tener más de cincuenta años, y su rostro estaba profundamente bronceado, como si trabajara al aire libre.
—¿Es usted el profesor Bernstein?
—Sí. —Gordon estuvo tentado de añadir uno de los viejos chistes de su padre: «Sí, tengo este honor», pero la ansiosa expresión del hombre le decidió a no hacerlo.
—Yo… yo soy Jacob Edwards, de San Diego. He hecho un trabajo que creo puede interesarle. —La entonación de sus frases las convertía casi en preguntas.
—¿Qué tipo de trabajo?
—Bueno, sus experimentos y el mensaje y todo eso. Dígame, ¿es aquí donde recibe usted las señales?
—Oh, sí.
Edwards entró en el laboratorio, tocando algunos de los aparatos con expresión maravillada.
—Asombroso. Realmente asombroso. —Estudió algunas de las nuevas muestras colocadas sobre el banco de trabajo.
—Eh —dijo Cooper, alzando la vista de la registradora—. ¡Eh, esas muestras están revestidas con… mierda!
—Oh, no se preocupe, mis manos ya estaban sucias. Tienen ustedes un buen equipo aquí, ¿eh? ¿Cómo pagan por todo ello?
—Tenemos una subvención de… Pero mire, señor Edwards, ¿qué es lo que podemos hacer por usted?
—Bueno, he resuelto su problema, ¿saben? Sí, lo he hecho. —Edwards ignoró la fulminante mirada de Cooper.
—¿Cómo, señor Edwards?
—El secreto —dijo el hombre, con aire confidencial— es el magnetismo.
—Oh.
—El magnetismo de nuestro Sol, eso es lo que buscan.
—¿Quiénes? —Gordon empezó a pensar en alguna forma de apartar a Edwards de los aparatos.
—La gente que les está enviando esas cartas. Vienen aquí para robarnos nuestro magnetismo. Eso es todo lo que hace que la Tierra gire alrededor del Sol… eso es lo que he probado.
—Mire, no creo que el magnetismo tenga nada que ver con…
—Su experimento… —palmeó una de las grandes bobinas— utiliza imanes, ¿no? Gordon no vio ninguna razón para negarlo. Pero antes de que pudiera decir nada, Edwards prosiguió:
—Ellos se sienten atraídos por su magnetismo, profesor Bernstein. Están explorando en busca de más magnetismo, y ahora que han encontrado el suyo, van a venir a tomarlo.
—Entiendo.
—Y van a venir a tomar el magnetismo del Sol, también. —Agitó las manos y miró al techo, como si estuviera contemplando una visión—. Todo él. Caeremos al Sol.
—No creo…
—Puedo probar todo esto, ¿sabe? —dijo el hombre tranquilamente, en un tono de soy-una-persona-perfectamente-razonable—. Estoy ante usted como un hombre que ha resuelto, resuelto, el problema del campo unificado. ¿Sabe? El lugar de donde proceden todas las partículas, y de donde proceden estos mensajes. Yo lo he hecho.
—Cristo —dijo Cooper agriamente. Edwards se volvió hacia él.
—¿Qué quiere decir con esto, muchacho?
—Dígame —contraatacó Cooper—, ¿vienen a bordo de platillos volantes?
El rostro de Edwards se ensombreció.
—¿Quién se lo dijo?
—Sólo es una suposición —murmuró Cooper suavemente.
—¿Recibieron ustedes algo que no hayan dicho a los periódicos?
—No —dijo apresuradamente Gordon—. No, no hemos recibido nada.
Edwards clavó un dedo en Cooper.
—Entonces, ¿por qué ha dicho «¡Ah!»? —Se inmovilizó, mirando a Cooper—. No van a decirle nada a los periódicos, ¿verdad?
—No hay nada…
—No van a hablarles absolutamente nada acerca del magnetismo, ¿eh?
—Nosotros no…
—¡Bien, no van a quedárselo sólo para ustedes! La teoría del magnetismo unificado es mía, y ustedes, ustedes, educados… —se debatió buscando la palabra que necesitaba, no la encontró, y prefirió olvidarla—, en sus universidades, no van a impedirme…
—No hay nada que…
—… que yo vaya a los periódicos y les cuente mi visión del asunto. Yo también he recibido una educación, ¿saben?, y…
—¿Dónde estudió usted? —preguntó Cooper sarcásticamente—. ¿En el Instituto de Lucha Libre Verbal Americana?
—Usted… —De pronto Edwards pareció congestionarse con las palabras, una aglomeración tan grande de palabras que no podía extraerlas de una en una—. Usted…
Cooper se puso en pie casualmente, adoptando una actitud musculosa y en guardia.
—Vamos ya, amigo. Lárguese.
—¿Qué?
—Fuera de aquí.
—¡No pueden robarme mis ideas!
—No las queremos —dijo Gordon.
—Esperen a verlas en los periódicos. Simplemente esperen.
—Fuera —dijo Cooper.
—Tampoco les mostraré ni un ápice de mi motor magnético. Iba a mostrárselo…
Gordon apoyó las manos en sus caderas y caminó hacia el hombre, con Cooper cubriendo su flanco y dejando como única escapatoria el camino que conducía a la salida del laboratorio. Edwards retrocedió, sin dejar de hablar. Les miró, con ojos llameantes y se atragantó con la última frase, que se convirtió en una especie de ronquido. Se dio la vuelta gruñendo, y salió apresuradamente al corredor.
Gordon y Cooper se miraron el uno al otro.
—Una de las leyes de la naturaleza —dijo Gordon— es que la mitad de las personas deben hallarse por debajo de la media.
—Para una distribución gaussiana, sí —dijo Cooper—. Sin embargo, es triste. —Agitó la cabeza y sonrió. Luego volvió al trabajo.
Edwards fue el primero, pero no el último. Aparecieron a un ritmo regular, desde el momento en que la historia del San Diego Union fue reproducida por otros periódicos. Algunos acudieron en coche desde Fresno o Eugene, dispuestos a desentrañar el enigma de los mensajes, cada uno de ellos seguro de que sabía la respuesta antes de ver la evidencia. Algunos traían manuscritos donde habían reflejado sus ideas acerca del universo en general, o de una teoría científica en particular —Einstein era uno de los favoritos, y refutarle el tema más común—, u ocasionalmente sobre los experimentos de Gordon. La idea de escribir un tratado supuestamente erudito, utilizando tan sólo un vago artículo periodístico, divertía a Gordon. Algunos de los visitantes habían publicado incluso sus tesis, utilizando los canales privados de edición tan queridos por los aficionados. Se las presentaban, arropadas en horribles cubiertas chillonas. Dentro, un batiburrillo de términos que se daban codazos entre sí en busca de espacio dentro de frases que no significaban nada. Las ecuaciones aparecían a cada momento, festoneadas con nuevos símbolos parecidos a decoraciones de hermosos árboles de Navidad. Las teorías, cuando Gordon se tomaba el tiempo de escucharlas, empezaban y terminaban en el aire; no tenían conexión con nada conocido en física, siempre violaban la primera ley de un modelo científico: eran incomprobables. La mayor parte de aquellos chiflados parecía creer que construir una nueva teoría implicaba tan sólo la invención de nuevos términos. Junto con «energía», «campo», «neutrino», «superón» y «flujofuerza»… todos ellos sin definir, todos ellos rodeados por el aura mágica del creyente.
Gordon empezó a reconocerlos fácilmente. Aparecían en su oficina o en su laboratorio, o le llamaban a su casa, y en menos de un minuto podía distinguirlos de la gente normal. Los chiflados siempre empleaban un cierto número de palabras típicas que no tardaban en aparecer en su conversación. Proclamaban haberlo resuelto todo… haber globalizado todos los problemas de la humanidad en una gran síntesis. La «teoría unificada» era una clásica tarjeta de visita. Otra era la repentina e inexplicable aparición de las palabras del creyente tales como «superón». Al principio Gordon se echaba a reír cuando ocurría, despidiendo al chiflado de un modo casual, a veces incluso haciendo un chiste. Pero una tercera característica del chiflado era su nulo sentido del humor. Nunca reían, nunca se apeaban de sus baluartes. De hecho, la abierta exposición del ridículo sacaba a flote lo peor de ellos. Estaban uniformemente seguros de que cualquier científico en activo lo único que deseaba era robarles sus ideas. Algunos advertían a Gordon que ya habían solicitado la correspondiente patente (el hecho de que uno pudiera patentar un invento, pero no una idea, no les importaba en absoluto). En este punto, Gordon intentaba siempre terminar elegantemente la conversación; por teléfono era fácil, simplemente colgaba. Los chiflados en persona no eran tan sencillos. La resistencia frente a sus revolucionarias ideas los conducía inevitablemente a la abierta amenaza de que acudirían —y aquí venían las miradas ceñudas, la reluctante decisión de que tenían que utilizar la última, la definitiva arma— inmediatamente a los periódicos. De algún modo, para ellos, la prensa había sido siempre el juez de los asuntos científicos. Desde el momento en que Gordon había despertado la atención del San Diego Union, evidentemente se echaría a temblar ante la posibilidad de que su posición fuera atacada en aquellas mismas sacrosantas páginas.
Finalmente, Gordon desarrolló defensas. Por teléfono, colgaba rápidamente… tan rápidamente que en una ocasión cortó a su propia madre al no reconocer su voz y no poder comprender nada inteligente a través de la estática de la larga distancia. Los manuscritos y las cartas de los chiflados eran igualmente fáciles. Escribía una nota diciendo que, aunque las ideas de la persona en cuestión eran indudablemente «interesantes» (un término adecuado que no presuponía ningún juicio), estaban más allá de su competencia de modo que era incapaz de hacer ningún comentario sobre las mismas. Esto funcionaba; ninguno de estos casos le respondió. Los chiflados que se presentaban en persona eran los peores. Aprendió a ser brusco, incluso rudo. Esto lo libró de la mayor parte de ellos. Los del tipo más duro y persistente —tales como Edwards— tuvieron que enfrentarse a un Gordon que había aprendido a soslayar, a desviarse suavemente hacia otros asuntos. Luego los conducía a la puerta, murmurándoles palabras tranquilizadoras… pero nunca una promesa de leer un manuscrito, participar en una conferencia o dar su apoyo a una teoría. Esto último lo implicaba más, y le hacía perder una gran cantidad de tiempo. Finalmente conseguía llevarles hasta la puerta y entonces se iban… gruñendo y murmurando a veces, pero se iban.
Un efecto secundario de aquel tráfico de chiflados empezó a ver la luz a través de las observaciones casuales de otros miembros del departamento. Al principio observaban a los chiflados con interés. Luego siguió la diversión, y Gordon les proporcionó anécdotas de extrañas teorías e incluso más extraños comportamientos. Pero con el tiempo, el humor general cambió. Los demás miembros de la facultad empezaron a mostrar su desagrado de que el departamento fuera conocido por la equívoca imagen que de él había dado el San Diego Union. Dejaron de hacerle preguntas, en la pausa de la tarde para el café, acerca de cuántos chiflados habían acudido hoy. Gordon se dio cuenta del cambio.
La zona de San Diego estaba creciendo y expandiéndose. Antes que seguir el caótico esquema de Los Ángeles, la más joven ciudad situada al sur eligió alentar a los patronatos de cuello blanco, las industrias «limpias» y los depósitos de cerebros. El más grande de esos depósitos de cerebros en la zona era la General Atomic, escasamente a kilómetro y medio de la bisoña universidad. Un considerable número de esos cerebros podían ser vistos nadando en aquellas aguas, buceando en problemas encargados y financiados por el gobierno. Notables nombres de Berkeley y del Caltech dedicaban agradables meses a llenar pizarras, mientras allá fuera las ardillas y los conejos de la General Atomic excavaban indolentemente sus madrigueras. Los animales formaban parte de un deliberado plan de los psicólogos para evocar el descanso, la quietud y el pensamiento profundo; el parecido con un filme de Disney podía ser algo accidental. El motivo ostensiblemente circular elegido por el arquitecto para las oficinas centrales de la General Atomic, con la ansiosamente cooperativa biblioteca en su centro, tenía una finalidad similar. Las calles circulares y los edificios recordaban las nociones orientales de realización, de serenidad, de descanso. Los curvados pasillos debían incrementar el contacto entre los investigadores. De hecho, sin embargo, la inescapable geometría significaba que nadie podía ver a más allá de seis metros de distancia en los curvados corredores. Eso tendía a evitar los encuentros accidentales de los científicos mientras iban de un lado para otro; desaparecían de la vista antes de que nadie pudiera reparar en ellos. Ir a casa o a la biblioteca significaba moverse radialmente, y por lo tanto no ver a nadie.
Como dijo Freeman Dyson aquel verano, «La distancia media de interacción aquí no es mayor que una portería de fútbol». Sin embargo, a menudo era suficiente; aquellos eran tiempos excitantes. Hacía tan sólo seis meses, el Mariner II había sobrevolado la superficie de Venus por primera vez. Gell-Mann y otros estaban explorando nuevas profundidades en la teoría de partículas. En abril, J. Robert Oppenheimer era nombrado vencedor del premio Fermi 1963 por la Comisión de Energía Atómica. Oppenheimer había sido, a los ojos de muchos científicos, la víctima propiciatoria pública de la era MacCarthy; había sido declarado un riesgo para la seguridad en 1954. Ahora, finalmente, el gobierno parecía estar compensando algo de su estupidez. A cambio, el resentimiento contra Edward Teller, que no había sabido defender a Oppenheimer, estaba empezando a menguar.
La sensación de apertura, de iniciar cosas nuevas, era ya un chicle en la escena política. El ambiente Kennedy era propicio al florecimiento de los media. El álbum de Vaughn Meader «La primera familia», que se burlaba del clan Kennedy, se había vendido rápidamente; el público tenía la sensación de que la burla era algo de lo más divertido. Los científicos, sin embargo, eran por su parte mucho más escépticos, fueran liberales o radicales, y estaban preocupados por el poco caso que Bobby Kennedy hacía generalmente de las sutilidades legales de las escuchas telefónicas. Pero el aumento del apoyo a la investigación científica parecía estarse convirtiendo ahora en un rasgo permanente, iniciándose con un repentino empujón tras el lanzamiento del Sputnik y ascendiendo de forma lineal. Todo el mundo sabía que habría un límite, pero no pronto; había mucho que hacer, y tan poca gente para hacerlo.