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—¿Claudia? ¿Es usted? —Era la primera vez que la llamaba por su nombre de pila.
—Sí, sí, ¿es usted, Gordon?
—Soy yo. He estado trabajando en paralelo con usted. ¿Estaba usted ahí ayer por la noche?
—¿Qué?
—¿Estaba en el laboratorio ayer por la noche?
—Yo… no, no estaba… mi estudiante estaba efectuando algunas mediciones. Creo que terminó hacia las seis.
—Mierda.
—¿Qué? Lo siento, no creo haberte oído correctamente.
—Lo siento, no importa. Yo, esto, estaba en el laboratorio ayer por la noche alrededor de las once, y conseguí algunos efectos de resonancia anómalos.
—Entiendo. Bien, eso deberían ser las dos de la madrugada aquí.
—Oh, sí. Por supuesto.
—¿Cuánto tiempo duró el efecto?
—Más de dos horas.
—Bien, déjeme ver, el estudiante tiene que llegar pronto aquí; son un poco más de las ocho. Gordon, está usted levantado a las cinco de la madrugada.
—Oh, sí. Estaba intentando entrar en contacto con usted.
—¿Ha dormido?
—No, yo… Estaba viendo si había algo más del… del efecto.
—Gordon, váyase a dormir. Hablaré con el estudiante. Vamos a realizar algunos experimentos hoy. Pero necesita dormir un poco.
—Sí, claro.
—Le prometo que efectuaré las mediciones. Pero duerma, ¿eh?
—Está bien. Está bien. Eso es todo lo que deseo.
—Gordon, la señora Evelstein me trajo ese ejemplar del Life ¿Por qué no me lo dijiste? Ahí estaba el nombre de mi hijo, grande, en letras de imprenta… ¡y en el Life!… y tú no me dices nada. Hace ya semanas de ello, y…
—Mira, mamá, lamento no habértelo dicho. Yo…
—Y eso en el National Enquirer, la señora Evelstein también lo tenía. Aunque no le gustó tanto como el otro.
Gordon respiraba penosamente en el auricular del teléfono. ¿Qué hora era? Cristo, las cinco de la tarde. ¿Qué estaba haciendo el grupo de Zinnes?
—Mira, mamá, estaba durmiendo, yo…
—¿Durmiendo? ¿A esta hora?
—Estuve trabajando toda la noche en el laboratorio.
—No deberías, arruinarás tu salud.
—Estoy bien.
—Pero quería decirte eso del Life, ha sido una sorpresa tan grande…
—Mamá, tengo que volver a la cama. Estoy agotado.
—Está bien, de acuerdo. Deseaba oír de nuevo tu voz, Gordon. Últimamente casi no la oigo nunca.
—Lo sé, mamá. Mira, te llamaré dentro de unos días.
—De acuerdo, Gordon.
Colgó, y regresó inmediatamente a la cama.
El grupo de Zinnes no encontró nada. Gordon no pudo captar la señal de nuevo. Siguió efectuando comprobaciones durante toda la semana. El viernes había el coloquio del departamento sobre física de plasmas, conducido por Norman Rostoker. Gordon asistió y se sentó muy atrás. La primera diapositiva de Rostoker era:
Siete fases del Programa de Fusión Termonuclear:
I Exaltación.
II Confusión.
III Desencanto.
IV Búsqueda del culpable.
V Castigo del inocente.
VI Recompensa para los no implicados.
VII Entierro de los cuerpos / Dispersión de las cenizas.
La audiencia se echó a reír. Gordon también. Se preguntó en qué estadio se hallaba él. Pero no, el asunto del mensaje no era un proyecto de investigación dirigido, era un descubrimiento. El hecho de que él fuera la única persona en el mundo que creyera en él no representaba ninguna diferencia. «Búsqueda del culpable», pensó, parecía encajar. Durante un momento meditó en ello y luego, en mitad de la charla de Rostoker, se durmió.
Respondió a la llamada de la oficina de Ramsey, acudió y encontró a Ramsey en el laboratorio. El químico había descompuesto la cadena interconectada en una configuración plausible. Fósforo, hidrógeno, oxígeno, carbono.
Tenía sentido. Más todavía, encajaba en una clase parecida a los pesticidas. Más compleja, sí… pero un claro descendiente lineal. Gordon sonrió, aún soñoliento del coloquio.
—Buen trabajo —murmuró. Ramsey estaba radiante. En su camino al exterior, Gordon cruzó el bosque de cristal del laboratorio. Había empezado a gozar con sus ritmos. Los biólogos al extremo del vestíbulo tenían jaulas de animales para sus pruebas, y Gordon se dirigió hacia allá, sintiéndose oscuramente feliz. En un carrito en el corredor había varias bandejas. En ellas había hileras de hamsters marrones eviscerados, como patatas reventadas. La vida al servicio de la vida. Se alejó rápidamente.
Su teléfono sonó a las seis de la tarde, mientras estaba colocando papeles y libros en su maletín para el fin de semana. El edificio de física estaba casi completamente desierto, y el timbre resonó más fuerte de lo habitual.
—Gordon, aquí Claudia Zinnes.
—Oh, hola. ¿Ha conseguido…?
—Tenemos algo. Interrupciones. —Empezó a describirlas.
—Mire, esto, ¿me hará un favor? Intente descomponerlas en esquemas. Quiero decir, sé que es tarde, las, esto, las nueve de la noche ahí, pero si usted…
—Creo que le entiendo.
Suspirando, John contestó:
—Vea si encajan con el código Morse.
Una suave risa.
—Lo miraré, Gordon.
Gordon le pidió que le llamara a su casa, y le dio el número.
—Te lo dije la semana pasada —dijo Penny—. Íbamos a tomar el Air Cal a Oakland el sábado en el aeropuerto Lindbergh.
—No lo recuerdo.
—Oh, mierda, te lo dije.
—Penny, tengo un montón de trabajo este fin de semana. Un montón de cosas en las que pensar.
—Piensa en ellas en Oakland.
—No puedo. Por favor, llama a tus padres y diles que nosotros…
Sonó el teléfono.
—¿Claudia?
—¿Gordon? Lo comprobé y, sí, tenía usted razón.
Se sintió invadido por un repentino aturdimiento.
—¿Qué es lo que dice?
—Esas coordenadas astronómicas de las que me habló usted. Es todo lo que tengo. Llenan páginas y páginas.
—Estupendo. Es sencillamente estupendo.
—¿Qué significa, Gordon?
—No lo sé.
Hablaron unos momentos más. Claudia iba a mantener su experimento funcionando constantemente. La fuerza de la señal parecía llegar e irse de forma irregular. Gordon escuchaba, asentía, daba su conformidad. Pero su mente no estaba en los detalles. En vez de ello, una extraña sensación había empezado a trepar por sus piernas hasta alcanzar su pecho. Colgó el teléfono después de decir buenas noches, y sintió que el pelo de su nuca se erizaba. Era real. Durante todo el tiempo había albergado un cierto temor ante la posibilidad de que él fuera un potzer, que el experimento estuviera equivocado, que estuviera haciendo montañas de granos de arena, como le había dicho una vez Penny, bromeando. Pero ahora estaba seguro: alguien estaba intentando ponerse en contacto con él.
—¿Gordon? Gordon, ¿quién era?
—Zinnes, de Nueva York. —Alzó la vista, todavía aturdido—. Lo han encontrado.
Ella le besó, y juntos dieron unos cuantos pasos de baile. No, no era un potzer. Gordon se puso a pasear arriba y abajo por la sala de estar, murmurando jubiloso ¡Ja! y ¡Correcto! Al cabo de un momento, se sintió un poco mareado y se sentó. De pronto se sintió terriblemente cansado. Araña una hipótesis, apunta un hecho. ¿Pero qué debía hacer a continuación?
—Penny, tienes razón… nos vamos a Oakland.
Un murmullo de conversaciones acudió al encuentro de Peterson cuando abrió la puerta delantera. A través de la entrada del salón, al otro lado del pasillo de piedra, podía ver a la gente hablando rápidamente. Un estallido de risas, vasos entrechocando, la azucarada melodía de los nuevos ritmos latinos.
Se detuvo tan sólo un instante. Sin mirar ni a uno ni a otro lado, cruzó los cuadrados de mármol blancos y subió la amplia y curvada escalinata. Era generalmente cierto que la gente no te interceptaba si pasabas rápidamente por su lado, sin permitir que tu mirada se cruzara con la de nadie. Era perfectamente razonable que él estuviera allí, después de todo; era su propia casa. Algún invitado podía pensar que tanto él como Sarah estaban haciendo los honores de aquella maldita fiesta que él había olvidado por completo, y que Peterson iba a atender algún asunto doméstico arriba.
Avanzó silenciosamente por la gruesa alfombra, cruzando el descansillo. La puerta del cuarto de baño del vestíbulo mostraba una rendija de luz junto al suelo; probablemente había alguien dentro. Se quedaría en el dormitorio el tiempo suficiente para que se fuera, pero debía tener presente las corrientes de tráfico hacia uno y otro lado cuando se dirigiera hacia la salida. Iba a tener que seguir exactamente el mismo itinerario que a la ida; para alcanzar la salida trasera a través de la cocina debería cruzar toda la fiesta.
Cerró la puerta del dormitorio y se dirigió al armario. Una hilera de abrigos disimulaba con efectividad las dos maletas a todo el mundo excepto a los encargados de la limpieza anual en la primavera. Las sacó. Un poco pesadas, pero manejables. Las colocó en posición junto a la puerta y luego miró a su alrededor. En el lado opuesto, las tres largas ventanas georgianas mostraban un paisaje de techos puntiagudos. La mayoría de los edificios exhibía muy pocas ventanas iluminadas; recordó que era la hora del corte del suministro de energía. Otros estaban completamente a oscuras. ¿Celoso cumplimiento del deber, se preguntó, o gente que ya se había marchado de la ciudad? No importaba… no iba a dejar que estas cosas siguieran preocupándole. Entre las ventanas había espejos de cuerpo entero, enmarcados con terciopelo marrón que a su vez estaba enmarcado en negro; el último estilo de Sarah. Peterson vaciló, estudiando su reflejo. Su aspecto era aún un poco cansado, círculos blancos en torno a los ojos, pero básicamente se había recuperado. Se había marchado del hospital tan pronto como se había sentido capaz de sostenerse en pie. Había ido directamente a su oficina. El Consejo se hallaba en un estado de completa crisis, y nadie se había dado cuenta de su presencia mientras tomaba algunos documentos de sus archivos, dejaba algunas órdenes de último minuto por teléfono, y daba algunas instrucciones a su abogado. Revisó con sir Martin la situación general, y entonces se dio cuenta de que sus preparativos no habían sido tomados demasiado pronto. Las nubes estaban arrastrando claramente el material de la floración mucho más lejos y mucho más ampliamente. La forma nubosa era ligeramente distinta de la forma oceánica, pero ambas compartían el mismo efecto sobre la neuroenvoltura que Kiefer había descubierto hacía tan sólo unos días. Los datos de Kiefer eran de una gran utilidad, pero unas contramedidas efectivas resultaban todavía un problema para los laboratorios. Las nubes arrojaban el producto allá donde llovía. Las plantas terrestres resistían generalmente al mecanismo de la neuroenvoltura, pero no siempre. La celulosa de las plantas permanecía intacta, pero las partes más complejas eran vulnerables. Rápidas pruebas habían puesto a punto un método para limpiar algunas plantas, para frenar el proceso antes de que el producto pudiera difundirse a través de la piel de la planta. Lavar las plantas recolectadas con unas determinadas soluciones parecía factible, prometía un 70 por ciento de éxitos. Peterson pensó amargamente en Laura: «Oh, los vegetales y todo aquí es perfectamente fresco. Lo mejor de lo mejor. Lo traen directamente del campo cada día». Sí, y ahí era donde había atrapado aquella maldita cosa. En el tracto digestivo humano, atacaba indiscriminadamente a todos los tipos de procesos metabólicos… a veces de una forma fatal, si no se recibía a tiempo un tratamiento adecuado.
Nadie sabía cuáles podían ser los efectos más sutiles y secundarios en la cadena alimentaria. Los biólogos habían efectuado algunas proyecciones decididamente sombrías.
Y lo peor era que el mecanismo de las nubes estaba extendiendo mucho más rápidamente la floración. Puntos rojizos estaban apareciendo ya en el Atlántico Norte.
Con sorprendente energía, sir Martin estaba maniobrando con los recursos del Consejo, pero incluso él parecía preocupado. Estaban enfrentándose a un proceso exponencial, y nadie podía decir cuándo el efecto alcanzaría su saturación.
Peterson miró por última vez la habitación que lo rodeaba. Todo ello había sido modelado según sus costumbres, desde el elegante zapatero en forma de acordeón hasta su biblioteca artísticamente dispuesta, con su centro de comunicaciones oculto. Era una lástima tener que abandonarlo, realmente. Pero lo importante era irse antes de la embestida, y teniendo una razón plausible para estar algunos días ausente del Consejo. Recuperarse en algún hospital de las afueras podía ser una excelente excusa. Sir Martin lo había estudiado durante un largo momento cuando Peterson le anunció su partida, pero aquél era un riesgo inevitable. Los dos hombres se comprendían probablemente muy bien el uno al otro. Era una lástima que las cosas no hubieran ido mejor entre ellos, pensó Peterson, y abrió la puerta del dormitorio.
Alguien volvía abajo, descendiendo las escaleras tras un viaje al lavabo. Peterson aguardó hasta que quien fuera se hubo desvanecido al otro lado del vestíbulo de mármol. Acabó de abrir la puerta con el hombro y arrastró las maletas hasta el arranque de las escaleras. Cristo, eran pesadas. Nunca había pensado en la posibilidad de que pudiera hallarse enfermo cuando tuviera que realizar aquel movimiento.
Descendió las escaleras con suaves pasos, sujetando sólidamente el peso de las maletas y asegurando cada vez su equilibrio antes de dar el siguiente paso. Tenía que vigilar cuidadosamente dónde ponía los pies. La escalinata era inmensamente larga. Empezó a jadear. La música latina estalló de pronto, llena de sonido de trompetas que inundó sus oídos e hizo tambalearse su concentración. Por el rabillo del ojo captó un movimiento. Un hombre y una mujer, acercándose desde el salón. Bajó rápidamente los últimos tres peldaños, y estuvo a punto de resbalar en el encerado suelo.