—¡Ian! Dios mío, parece como si te fueras de viaje. Creí que Sarah había dicho que estabas en el hospital.
Pensó rápidamente. Una sonrisa, sí, eso era.
—De hecho, allí estoy —empezó, dando la vuelta al mismo tiempo a una esquina en dirección a un pequeño armario auxiliar. Tenía que quitar aquellas maletas del camino antes de que viniera alguien más—. Estoy en plena recuperación, de modo que me dije que era un buen momento para retirarme un poco de la vida pública. Ir a algún lugar en el campo para acabar de recobrarme, ya sabes.
—Oh, Cristo, sí —dijo el hombre—. Los hospitales de la ciudad son lo peor de lo peor. ¿Puedo ayudarte con eso?
—No, no, sólo es un poco de ropa. —Había metido las maletas en el armario, y ahora estaba cerrando firmemente la puerta.
—¿Sabes?, nosotros también estábamos buscando un lugar para, ya sabes, tener un poco de intimidad durante un cierto tiempo. —La mujer lo miró expectante. Era una de las amigas de Sarah, del tipo que no podía recordar con claridad de una ocasión a la siguiente. Se volvió para hacer un gesto escaleras arriba, sin duda pensando que la escasa imaginación de él necesitaba la ayuda de un diagrama. Vio la puerta de su dormitorio, abierta de par en par—. ¡Oh, eso será perfecto! Puede cerrarse por dentro, ¿verdad?
Peterson sintió una fría irritación.
—Creo que sería mejor que…
—No va a ser muy largo. No te importa, ¿verdad? Sí, te importa. Le importa, Jeremy. —Apoyó un pie en el peldaño inferior de las escaleras y miró al hombre que iba con ella, pasándole claramente el problema.
—Yo, realmente, Ian, sería muy, muy amable de tu parte, si nos ayudaras un poco en esto.
Peterson se sintió repentinamente febril y débil. Tenía que terminar rápidamente con todo aquello, liberarse. Había reaccionado automáticamente ante la idea de alguien utilizando su dormitorio para una estúpida fornicación, pero ahora se dio cuenta de que no valía la pena. Acababa de decirle adiós al lugar, después de todo.
—Sí, entiendo, id. No importa. —Fue capaz de decirlo incluso casi alegremente.
La pareja le dio las gracias y subió las escaleras con lo que a Peterson le pareció una deliberada lentitud. Miró al salón e inspiro profundamente varias veces. Podía tomar las maletas y desaparecer sin levantar comentarios con sólo…
Sarah. Le había visto mientras pasaba junto a un grupo de gente charlando. Iba sujeta del brazo a un hombre, e inclinó la cabeza en dirección a Peterson. Cruzaron los cuadrados de las baldosas del vestíbulo, como piezas de ajedrez avanzando. El caballero errante y la reina al ataque, pensó Peterson. Observó remotamente que ella llevaba uno de sus propios elegante trajes largos, una creación estampada con motivos selváticos, con un pañuelo de seda a juego anudado en torno a su cabeza y colgando artísticamente a su izquierda. Miró al hombre que iba con ella y sintió una fría conmoción. Era el príncipe Andrés. Jesús, no iba a empezar de nuevo con aquello. ¿O sí? Bien, ahora ya ni le importaba.
—¡Ian! ¿Ya has salido? ¡Oh, exquisito! —exclamó Sarah, tomando su mano.
—Sólo he venido a buscar algunas cosas. Van a trasladarme a un lugar en el campo. —Tendió una mano a Andrés—. Buenas noches, señor.
—¡Por el amor de Dios, Ian, no me llames señor aquí!
—Andrés nos invita al baile de la coronación… el pequeño. ¿No es encantador por su parte?
—Sí, mucho. ¿Cómo se encuentra su hermano, Andrés?
—Oh, no le visto desde hace una semana. Siempre está atareado ahora. Me alegra no tener su trabajo. De todos modos, está mejor preparado para él que el resto de nosotros.
—Oh, estoy segura de que podrías hacerlo magníficamente —murmuró Sarah. Andrés agitó la cabeza de una forma bamboleante.
—No. Lo dudo. A menudo me he preguntado si era debido al azar que el heredero tenga esta personalidad, o si tiene esa personalidad precisamente porque él es el heredero.
Peterson reprimió un movimiento nervioso de sus manos e intentó pensar en algo que decir. ¿Era irreal aquella conversación, o el irreal era él?
—Se está tomando su trabajo muy en serio —dijo suavemente—. Las veces que he consultado con él, ha ido directo al grano.
—Tiene sentido del humor, ya sabes —respondió Andrés, como si se disculpara por la severidad de su hermano. Parpadeó como un búho.
Peterson se dio cuenta de que Andrés estaba borracho, precisamente en el grado en que puede estar borracha la realeza sin suscitar comentarios. Lo cual quería decir bastante borracho. Sarah tiró de la manga de Peterson, arrastrándole hacia la fiesta. Él dudó por un instante, y luego la siguió. No deseaba que nadie se diera cuenta del tamaño o peso de las maletas que llevaba cuando se fuera. Era mejor ir con Sarah y Andrés y mezclarse con la multitud y desaparecer discretamente más tarde. Permitió a Sarah que le llevara de un lado para otro, presentándolo a alguna gente nueva que podía ser potencialmente útil a la carrera de ella. Sonrió, hizo inclinaciones de cabeza, habló muy poco. Gradualmente fue llegando a la convicción de que todo el mundo allí estaba colocado de alguna manera… borracho, repleto de droga, o simplemente histérico con una frenética energía. Y todos ellos estaban hablando también de las estupideces más superficiales. Había esperado un montón de preguntas acerca de la floración o de las nubes, pero absolutamente nadie le preguntó. Se descubrió a sí mismo observándolos desde un cierto distanciamiento. Tan elegantes e ignorantes como cisnes. Sin embargo, sabía que algunos de ellos debían estar atormentados por las dudas. De nuevo la sensación de irrealidad.
Pasó más de una hora antes de encontrar su oportunidad. Deseaba estar condenadamente seguro de que Andrés no viera las maletas, de modo que esperó hasta que Sarah estuvo agarrada al brazo de Andrés y empezó a contarle una de sus escandalosas historias. Entonces Peterson fue deslizándose de grupo en grupo, pareciendo participar en sus charlas pero de hecho no escuchando a nadie, observando tan sólo para ver si alguien importante se daba cuenta de su salida. En el momento preciso se dirigió rápidamente hacia el vestíbulo. Sacó las maletas. Mientras se volvía, la puerta de su dormitorio se abrió y un rostro enrojecido y de ojos turbios se asomó. Antes de que la mujer pudiera decirle algo, abrió de golpe la puerta de entrada y salió. No era la discreta partida que había imaginado, pero tampoco estaba tan mal. Ahí delante estaba Cambridge y entonces, por el amor de Dios, podría descansar.
Marjorie estaba sentada en la pequeña casa alquilada de los Markham y observaba a Jan. Había acudido esperando actuar como una gentil y eficiente ayuda ante una amiga desconsolada y abrumada por el dolor, para encontrarse con que sus papeles casi se habían cambiado. Jan estaba empaquetando sistemáticamente sus cosas. Marjorie le había ofrecido hacerlo por ella. Tenía la impresión de que Jan se merecía el desahogo de echarse de bruces sobre su cama, el rostro enterrado en la almohada, y llorar abundantemente si creía que lo necesitaba. Jan había rechazado su ayuda, diciendo que no iba a ser capaz de encontrar luego las cosas si no las metía ella misma en las maletas. Marjorie había ofrecido hacer un poco de té. Un buen té fuerte y dulce ablandaba a cualquiera. Pero Jan tampoco había querido té. Siguió con su trabajo. Marjorie, ligeramente ofendida, pensó que Jan igual iba a ponerse de un momento a otro a tararear una canción mientras trabajaba. Deseaba que la otra le ofreciera algo de beber. Bruscamente, desechó aquel pensamiento. Dios, si tan sólo era por la mañana.
—¿No hay nada, que pueda hacer? —preguntó, con un ligero tono de exasperación. Jan se detuvo y apartó un mechón de pelo de sobre sus ojos.
—Bueno, ahora que pienso en ello, podrías guardar los trajes de Greg. ¿Por qué no tomas esta caja grande y subes arriba? Sólo sus trajes y zapatos. Intentaré venderlos en la tienda de ropas usadas de Petty Cury. Oh, y mira también en el armario del vestíbulo. Creo que allí está su impermeable. Y su bata está detrás de la puerta del cuarto de baño. —Esbozó una ligera sonrisa—. Creo que será mejor que compruebes en todas las habitaciones. Nunca conseguí que no dejara sus cosas un poco por todas partes.
Marjorie se la quedó mirando, incrédula. Ella misma había evitado cuidadosamente mencionar el nombre de Greg.
—¿Cómo puedes estar tan tranquila? —estalló. Jan meditó un momento.
—Creo que es debido a que hay tanto que hacer. No he tenido tiempo de derrumbarme. No te preocupes, Marjorie, me llegará en cualquier momento, más pronto o más tarde. Supongo que realmente aún no puedo llegar a creerlo.
Marjorie observó que Jan guardaba sus ropas siguiendo un estricto ritual. Primero las faldas, dobladas cuidadosamente a lo largo y luego por las caderas. Las medias en precisas bolas. Jan se concentraba en su tarea con una absoluta energía. Extendía las blusas con movimientos precisos y definidos, las mangas formando tensas líneas paralelas. Abrochaba los botones del cuello y de la parte delantera con dedos rítmicos. Luego doblaba las mangas. Alisaba diestramente las arrugas. Las suaves prendas formaban precisos rectángulos, cada una de ellas un paquete. Jan las alineaba en una maleta, apretándolas contra las esquinas. La tapa apretadamente cerrada.
—¿No preferirás quedarte con nosotros hasta que salga tu avión? No creo que debas quedarte aquí sola.
—Estaré bien. Tengo que ir a Londres a confirmar mi vuelo. Hay evidencias de que el vuelo de Greg tropezó con alguna forma virulenta de eso que hay en las nubes… creen que fue eso lo que le ocurrió al piloto. Nada oficial, por supuesto. Pero eso significa que las compañías aéreas están reduciendo sus vuelos hasta tanto el Consejo se pronuncie en una u otra forma. Han cancelado todos los itinerarios que puedan cruzar los bancos de nubes realmente densos —Jan se alzó de hombros.
—¿Estás segura de que debes volver a casa? ¿A California?
—Creo que es lo mejor. —Un débil cansancio apareció en el rostro de Jan—. No soy de ninguna utilidad aquí.
—Sigo creyendo que deberías quedarte un tiempo con nosotros. Los niños están en casa… cerraron los colegios, ya sabes… y podemos hacer excursiones, y…
—No. Lo siento, no. Gracias de todos modos. —Jan tomó la caja. Miró por unos instantes su interior—. Espero que pueda llegar a California.
Renfrew recorría el laboratorio arriba y abajo, golpeando el puño de una mano contra la palma de la otra. Su ayudante Jason estaba reclinado contra un armario gris, mirando malhumoradamente al suelo.
—¿Dónde está George? —preguntó de pronto Renfrew.
—En casa, enfermo.
—Bueno, supongo que no importa. No hay nada que podamos hacer, de todos modos. Malditos cortes de energía. Ni siquiera he conseguido ponerme en comunicación con Peterson. Su secretaria dice que está enfermo. ¡Vaya momento para elegir ponerse enfermo!
Caminó arriba y abajo un poco más. Las bombas permanecían silenciosas a su alrededor. El laboratorio estaba en penumbra, iluminado tan sólo por la luz exterior. Los débiles rayos del sol del atardecer penetraban oblicuamente por las ventanas.
—Dios, Markham hubiera debido estar de vuelta mañana, y hubiéramos tenido el equipo de Brookhaven. ¿Quién va a hablar por nosotros ahora?
—El señor Peterson dijo que estaba preparado para ayudar, la última vez que estuvo aquí.
—No confío en ese hombre. Pero si al menos pudiera ponerme en contacto con él. ¡Maldita sea!
Se dirigió hacia el distribuidor de agua y pulsó el botón. No ocurrió nada. Le dio una patada.
—Nunca pensé vivir para ver el agua racionada en Inglaterra —dijo—. Y está lloviendo a cántaros. Agua, agua por todas partes, y ni una gota para beber. Recuerdo haber aprendido este verso en la escuela. Y cosas viscosas se arrastrarán sobre sus patas fuera del legamoso mar, sí. —Se echó a reír—. Pronto los acantilados de Dover serán rojos.
—¿Por qué no se va a casa? —sugirió Jason—. Yo me quedaré aquí en caso de que haya una llamada de Londres.
—¿A casa? —dijo vagamente Renfrew. Hubo un tiempo en el que Marjorie había sido la primera persona a quien dirigirse en tiempos difíciles. Su eficiente presencia maternal y su sencillo optimismo lo habían tranquilizado siempre. Pero ahora ella estaba constantemente nerviosa y fuera de sí. Sospechaba que estaba bebiendo demasiado. Se lo había insinuado en una ocasión, pero ella no había agarrado la mano que él le tendía, así que no había vuelto a insistir. Su innato buen juicio la ayudaría a salir de aquello, estaba seguro. Y los chicos. Ni siquiera los había visto, excepto brevemente, durante un mes. Se levantaban tarde, puesto que no había escuela, de modo que ni siquiera los veía en el desayuno. Sí, quizá debiera ir a casa. Intentar entrar en contacto de nuevo con su familia.
Al abandonar el laboratorio, descubrió que alguien había cortado la cadena y le había robado su bicicleta.
Era ya tarde y oscuro cuando llegó a su casa. Se detuvo cansadamente en el porche y sacudió la lluvia de su impermeable. Su llave giró en la cerradura, pero la puerta estaba asegurada por dentro. Golpeó la hoja, pero nadie acudió. Pulsó el timbre, dándose cuenta mientras lo hacía, de que no había luces en la casa, por lo que el timbre no funcionaría tampoco. Subiéndose el cuello del impermeable, abandonó el refugio del porche y dio la vuelta hacia la parte de atrás. La puerta de la cocina estaba cerrada por dentro también. Mirando a través de la ventana, vio a Marjorie sentada a la mesa, a la vacilante luz de una vela. Golpeó la ventanilla. Ella alzó la vista, gritó. La vela se apagó, y hubo un golpe.
—¡Marjorie! —gritó—. ¡Marjorie, soy yo, John!
Un ruido de pasos. La cadena interior resonó. Ella abrió la puerta de atrás.
—No hagas eso —protestó—. Dios mío, casi me hiciste sufrir un ataque al corazón. Ahora no puedo encontrar la maldita vela. Cayó al suelo por alguna parte. —Cerró de nuevo la puerta por dentro tras ellos—. Iré a buscar otra.
La oyó rebuscar en la oscuridad, haciendo resonar las puertas de los armarios. Sus pies pisaron algo que sonó como cristales rotos sobre el suelo. Olió a whisky. Ella nunca ha bebido whisky. El destello anaranjado de una cerilla; la débil luz de una vela envió sus sombras danzantes a las paredes de la cocina.
—En nombre de Dios, ¿por qué no enciendes más de una vela?
—Porque puedes estar seguro de que ésa será la próxima cosa de la que va a haber escasez.
—¿Dónde están los chicos?