—Cielos, John, están con mi hermano. Te lo dije. No hacían otra cosa más que ir de un lado para otro de la casa, metiendo las narices en todas partes, de modo que pensé que se lo pasarían mejor con sus primos. Pueden ayudar con la cosecha. Si la lluvia no lo pudre todo completamente.
Se inclinó para recoger los trozos de cristales rotos del suelo.
Él empezó a preguntar si había algo para cenar, luego refraseó tácticamente:
—¿Ya has cenado?
—No. —Ella dejó escapar una risita—. Me bebí mi cena. Crea menos problemas.
Su risita le recordó la antigua y alegre Marjorie. Con una extraña sensación brotándole de muy adentro, tomó sus manos.
—¡Maldita sea! —Se echó hacia atrás, chupándose el pulgar, allá donde un fragmento de vidrio le había producido un corte.
—Pedazo de tonto —dijo ella, sin la menor simpatía—. Viste lo que estaba haciendo. —Echó los trozos de cristal en el cubo de la basura, y secó el suelo con una esponja.
—Tú nunca bebías whisky —dijo él, observándola.
—Es más rápido. Ya sé lo que estás pensando. Tienes miedo de que me convierta en una alcohólica. Pero yo sé cuando detenerme. Sólo bebo lo suficiente como para ablandar un poco las cosas.
—¿Qué te parece entonces si comiéramos algo?
—Come tú si quieres. —Se alzó de hombros—. Puedes abrir una lata de judías y calentártelas en el hornillo de gas. O hay un poco de queso en la despensa.
—¿Sabes?, no resulta divertido llegar a casa en una noche lluviosa para encontrarse un hogar frío y a oscuras y nada siquiera para cenar.
—No veo que puedas echarme la culpa de que la casa esté fría y a oscuras. Qué se supone que debo hacer, ¿quemar los muebles? Y es la primera vez que llegas tan temprano a casa desde Dios sabe cuándo, y puesto que no me lo comunicaste, difícilmente puedes esperar que te tenga preparada la cena. John, no sabes lo horrible que es ir a comprar comida estos días. Tienes que hacer horas de cola, literalmente, y luego no encuentras prácticamente nada que puedas llevarte a casa.
—No sé, Marjorie. Tú siempre te las habías arreglado muy bien. Parecía como si las cosas nos fueran mejor a nosotros que a los de más. Podíamos matar un pollo, y luego estaba tu huerto.
—Dios, John, a veces tengo la impresión de que has estado fuera meses. Los pollos fueron robados hace semanas. Todos. Y sé que te lo dije. En cuanto al huerto, ¿se supone que debo ir chapoteando por ahí en medio de la lluvia, rebuscando la patata o dos que puedan haber quedado? Estamos a finales de septiembre. En estos momentos todo el jardín no es más que un pantano.
Las luces volvieron bruscamente. La nevera se puso en marcha con un chirrido. Parpadearon, dos personas frente a frente sin unas sombras que las protegieran. Se produjo un silencio. John se agitó.
—La madre de Heather murió —dijo ella bruscamente—. Bien, casi es un alivio. No como Greg Markham. Dios, eso fue conmocionante. Es difícil creer que esté muerto. Parecía tan… bueno, tan vivo. Y Heather y James perdieron sus trabajos, ya sabes.
—No me cuentes más malas noticias —dijo él ásperamente, y desapareció en la despensa.
Marjorie esperaba que John regresara pronto a casa. Aquella semana había estado trabajando todos los días hasta pasada la medianoche. Pasó una mano por su cabello, contempló su vaso vacío. Mejor no. Ya llevaba tres. ¿Era así como una se convertía en alcohólica? Se puso en pie bruscamente, conectó la radio y el estéreo a todo volumen. Una cacofonía de sonidos resonó por toda la habitación, una banda de jazz enfrentándose a un trío de cantantes latinos, dando un asomo de vida. Cruzó de nuevo la habitación, encendiendo todas las luces. Al diablo con el ahorro de energía. Sus nervios estaban a punto de saltar, y estaba teniendo dificultades en enfocar sus ojos. Después de todo, ¿para qué permanecer sobria? Tomó su vaso y se dirigió al aparador.
A medio cruzar la habitación se detuvo, captando un sonido oído a medias. Lottie estaba ladrando furiosamente, encerrada en el lavadero. Vaciló, luego apagó la radio y el estéreo. Esta vez era sin lugar a dudas el timbre de la entrada. Permaneció inmóvil en mitad de la estancia. ¿Quién podía…? El timbre sonó de nuevo. Luego alguien golpeó con los nudillos. ¡Oh, estúpida! Como si un merodeador fuera a llamar a la puerta. Probablemente se trataba de un amigo. Sí, gracias a Dios, alguien con quien hablar, con quien pasar la tarde. Se apresuró hacia el vestíbulo, encendió la luz del porche. A través del panel de cristal opaco a la izquierda de la puerta vio la silueta de un hombre. De nuevo se sintió presa del pánico. Un distante trueno retumbó. Inspiró profundamente, luego se apoyó contra la puerta y dijo, tan calmadamente como le fue posible:
—¿Quién es?
—Ian Peterson.
Permaneció reclinada por un instante contra la puerta, la mente hecha un torbellino. Lentamente, retiró la cadena y los dos cerrojos interiores y abrió unos centímetros la puerta. El pelo del hombre estaba revuelto. Su chaqueta mostraba arrugas, y no llevaba corbata. Se sintió bruscamente azarada al pensar en el aspecto que ella misma debía presentar también, con el cabello sin peinar, sujetando un vaso vacío en una mano y vestida, por el amor de Dios, con un viejo traje playero porque hacía tanto calor. Se alisó el traje con una mano pegajosa e intentó ocultar el vaso detrás con la otra.
—Oh, señor Peterson. Hum, me temo que John no está aquí. Todavía, se halla, hum, trabajando en el laboratorio.
—¿Oh? Esperaba encontrarlo aquí.
—Bueno, estoy segura de que si va usted… Una repentina ventolera sopló a través del patio, arrojando hojas contra los hombros de Peterson.
—¡Oh! —exclamó Marjorie. Automáticamente, Peterson dio un paso hacia el interior de la casa. Ella cerró la puerta de golpe tras él—. Dios mío, vaya ráfaga —dijo.
—Se está acercando una tormenta.
—¿Cómo le fue en la carretera?
—Difícil. En realidad, he estado alojado en un hotel al sur de aquí durante varios días. Cuando me sentí un poco recuperado, decidí llegarme hasta aquí para ver si John tenía algo nuevo.
—Bueno, me temo que no, señor Peterson. Él…
—Ian, por favor.
—Bueno, Ian, John ha estado sacando combustible de donde ha podido para el grupo auxiliar del laboratorio. Dice que no puede confiar ya en el servicio comercial. Eso le ha estado tomando mucho tiempo. Sigue transmitiendo, eso puedo asegurárselo.
Peterson asintió.
—Bien. Supongo que es todo lo que puede llegar a esperarse. Fue un experimento interesante. —Sonrió—. Supongo que medio llegué a creer que podía realizarse, ya sabe.
—¿Pero cree que ya no es posible? Quiero decir…
—Pienso que hay algo en el proceso que no comprendemos. Debo admitir que, en su mayor parte, me sentí interesado en el trabajo simplemente por su aspecto científico. Una última debilidad mía, supongo. Como jugar a cartas en el Titanic. He tenido oportunidad de pensar en ello durante estos últimos días. Abandoné Londres, pensando que yo estaba en lo cierto, y luego la enfermedad me golpeó de nuevo. Intenté acudir a un hospital y fui rechazado. No había sitio. Así que me quedé en un hotel, soportando los últimos efectos secundarios. No tomar comida, ésa es la cura. Así que pensé en el experimento para distraerme.
—Dios mío. Pase y siéntese. —Marjorie observó mientras avanzaban hacia la luz que Peterson estaba pálido y más delgado. Había una mirada hundida y hueca en sus ojos—. Esa enfermedad, ¿era…?
—Sí, eso que traían las nubes. Incluso después de que consigues librar tu organismo de ella, quedan algunas irregularidades metabólicas residuales.
—Nosotros hemos estado consumiendo comida enlatada. La radio dice que es lo mejor.
Peterson hizo una mueca.
—Sí, eso es lo que dicen. Significa que no disponen todavía de todos los productos de tratamiento que necesitan para salvar la cosecha actual. Hoy telefoneé a mi Sec y me enteré de unas cuantas perlas que supongo que no han sido hechas públicas.
—¿Tan malo es?
—¿Malo? No, desastroso. —Se dejó caer pesadamente en el sofá—. No importa cuántas previsiones hagas, la realidad siempre parece curiosamente, bueno, irreal.
—Creí que no había habido previsiones para esto.
Él parpadeó, como si estuviera reorientándose.
—Bueno, no, quiero decir… esas constantes proyecciones que se hacen… tan matemáticas… no de esta forma… —Agitó la cabeza y prosiguió—: Le aconsejo que coma tan poco como le sea posible. Tengo una sospecha… y también la tienen los expertos, esos malditos desgraciados… de que los efectos de todo esto van a cambiar completamente nuestras vidas. Hay escasez de los medicamentos que necesitamos para restaurar nuestros sistemas y… algunos creen que la biosfera va a resultar permanentemente alterada.
—Bueno, sí —dijo ella preocupadamente, sintiendo que una extraña sensación la atravesaba—. Si sus compañeros no pueden…
Peterson pareció arrancarse del sombrío humor que lo había invadido.
—Pero no nos dejemos abrumar por ello, ¿quiere, Marjorie? ¿Puedo llamarla Marjorie?
—Por supuesto.
—¿Y cómo se siente usted?
—A decir verdad, en estos momentos un poco achispada. Estaba nerviosa aquí sola y me tomé un par de copas. Me temo que se me han subido a la cabeza.
—Bueno, eso es probablemente lo mejor que uno puede hacer. ¿Puedo tomar yo también algo y situarnos así en igualdad de condiciones?
—Por favor. ¿Se sirve usted mismo? Ni siquiera sé lo que tenemos. Yo he estado tomando Pernod.
Lo observó mientras Peterson cruzaba la habitación. Mientras él le daba la espalda, se sintió libre de contemplarlo a voluntad. Él se inclinó ligeramente ante el aparador, haciendo tintinear las botellas mientras leía las etiquetas. Apoyó la cabeza contra su mano. Tuvo consciencia de que él regresaba cruzando la habitación, se detenía ante ella, se inclinaba.
—¿Está segura de que se encuentra bien, Marjorie?
No se atrevió a enfrentarse a su mirada. Se sabía enrojecida. La mano de él se apoyó en el brazo de su sillón. Ella contempló su reloj de oro, la esbelta muñeca, el negro vello del dorso de su pálida mano. Se sintió incapaz de moverse. Siguió mirando la mano.
—¿Marjorie?
—Lo siento. Noto un terrible calor, Ian.
—Déjeme abrir una ventana. El aire aquí dentro está muy cargado. La mano desapareció de su vista, y al cabo de un momento sintió que el aire enfriaba su húmeda frente.
—Oh, eso está mejor. Gracias.
Se echó hacia atrás, se sintió capaz de mirarle. Después de todo, él no era nada tan especial. Era apuesto, pero no excesivamente. Le sonrió.
—Lo siento. Me noto un poco extraña esta tarde. Debe haber sido esa nube, y luego lo de Greg Markham, y… bueno, a veces las cosas pueden parecer tan sin sentido. Y sin embargo una debe sentirse… feliz de seguir con vida… Lo siento, lo que estoy diciendo no tiene mucho sentido, ¿verdad? Pero es que somos tan impotentes. Me gustaría poder seguir haciendo algo.
—Lo que está diciendo tiene mucho sentido, Marjorie. Un trueno retumbó bruscamente, sacudiendo la casa.
—¡Cristo, eso fue cerca! —exclamó ella, y luego intentó dominarse. No debía ser tan excitable. Sintió que un estremecimiento recorría toda su piel—. Me pregunto si más de esos organismos de las nubes están llegándonos con esta lluvia.
—Probablemente.
—Había una mujer por aquí, tengo entendido, que mantenía una casa para gatos. Les dio toda su comida enlatada a los gatos, pensando que las latas de comida para gatos que tenía para ellos habían resultado contaminadas. Supongo que va a morirse de hambre.
—Está loca —dijo Peterson. Dio un buen sorbo a su bebida.
—¿Ha oído usted algo de la coronación? Han cancelado los preparativos.
—Espero que el país se revolucione ante esa medida —dijo Peterson sarcásticamente. Marjorie sonrió. Un relámpago, luego el retumbante sonido de un trueno. Marjorie se puso en pie de un salto, asustada. Se miraron el uno al otro, y bruscamente se echaron a reír.
—Mientras pueda oírlos, está usted a salvo —dijo él—. Por aquel entonces el rayo ya ha pasado.
Repentinamente, Marjorie se sintió muy bien. Se sintió feliz de tenerlo a él allí, manteniendo a raya la soledad y el miedo.
—¿Tiene usted hambre? ¿Quiere comer algo?
—No, de veras. Relájese. No interprete el papel de anfitriona. Si deseo algo, ya lo tomaré yo mismo.
Y le dirigió una lánguida sonrisa. ¿Había un doble sentido en sus palabras? Debía estar acostumbrado a conseguir todo lo que deseaba. Esta noche, sin embargo, parecía menos seguro de sí mismo, más…
—Estoy contenta de que esté usted aquí —dijo—. He estado tan sola últimamente, con los chicos fuera y John trabajando hasta tan tarde.
—Sí, imagino… —No terminó la frase. Las luces se apagaron, acompañadas dramáticamente por el resonar de un trueno.
—Ahora estoy realmente contenta de que esté usted aquí. Me hubiera sentido espantosamente asustada yo sola, pensando que alguien había cortado las líneas de la casa o algo así.
—Oh, estoy seguro de que se trata tan sólo de un corte de corriente. Algún tendido derribado por el viento, seguro.
—Esto ha estado ocurriendo muy a menudo recientemente. Tengo algunas velas en la cocina.
Marjorie cruzó la habitación, evitando los muebles en la oscuridad gracias a su larga familiaridad con su disposición. En la cocina, rebuscó las velas y las cerillas en la alacena. Automáticamente, encendió tres y las colocó en sendas palmatorias.
El reloj de cuerda sobre uno de los estantes hizo clic, seguido por un traqueteo cuando sus ruedas dentadas se movieron. Se volvió y descubrió a Ian en el umbral. Entró en la cocina. El reloj sonaba como un engranaje mal ajustado.
—Oh, lo encontré en el garaje, mientras ordenaba un poco las cosas —dijo ella—. Con tantos cortes de corriente, un viejo reloj de cuerda es siempre mejor que… —Tic—. De todos modos hace un ruido extraño, ¿no?
—Quizá si lo engrasara un poco…
—Oh, ya lo hice. Es algo que necesita reparación, seguro. De todos modos, va bastante exacto.
El se inclinó sobre la encimera y la observó volver a guardar las cerillas. Ella tuvo la impresión de que las estanterías de pino parecían gravitar sobre ellos a las sombras arrojadas por las velas. Las cosas de la estancia oscilaban y ondulaban, excepto las rectas estanterías. Tic.
—Es interesante —murmuró Ian— como seguimos deseando saber la hora que es, en medio de todo lo que está pasando.