Yo, sin embargo,
pregunto a mi vez
:
Pregunta número 2,
en prospectiva
: Un orden universal verdaderamente moral ¿no presupone necesariamente la idea de una vida después de esta vida? Pues ¿cómo se va a conseguir lo que todos tienen derecho a esperar, que haya una expiación compensatoria de las malas obras (piénsese en los asesinos y en sus víctimas), y también que durante la vida humana se desarrolle la perfección ética necesaria, si no se le da al hombre la oportunidad de tener otra vida? ¿Reencarnación, pues, para que todas las obras, las buenas y las malas, encuentren la correspondiente retribución, y también para que el hombre se purifique moralmente?
Pero también aquí quiero
preguntar a mi vez
:
Pero algunos objetarán: «Entonces, ¿por qué ha encontrado en nuestro tiempo la doctrina de la reencarnación tantos nuevos adeptos?». Esto me parece que está relacionado, en gran parte, con
dos deficiencias de la doctrina tradicional cristiana
:
Pero comoquiera que sea: la tradición judeo-cristiano-islámica ofrece, frente a la doctrina de la reencarnación, una solución alternativa que se ve confirmada por la tradición oriental, china, cuya influencia llega hasta Corea, Japón y Vietnam: para limpiarse, purificarse, liberarse, perfeccionarse, el hombre no tiene que pasar por varias vidas terrenales. El destino del hombre se decide en esta vida terrena y, después de esta vida, por un acto irrevocable de un Dios misericordioso.
«Usted es consciente, sin duda», se me dirá, «de que, de todos modos, la mayoría de las personas ya han tomado una decisión al respecto…, o bien han sido educadas en una determinada dirección desde la más tierna infancia». Sí, soy consciente de ello. Pero muchas personas tienen dudas a veces, sobre todo en situaciones límite. Al igual que la fe en Dios, esto no es sólo decisión de la razón sino del hombre entero, que es más que sólo razón pero que tampoco puede carecer de razón. Y en este punto hay algo que me parece sumamente importante: la fe en la resurrección no es, en último término, una particularidad o especialidad de la fe, sino ni más ni menos que una radicalización de la fe en Dios.
En efecto, todo hombre, ya sea judío, cristiano, musulmán, ya sea o no creyente, se halla aquí ante la última gran alternativa de su vida: ¿es, para el hombre, el morir un morir para entrar en la nada o en una última realidad? ¿Pasa el hombre, con la muerte, al último absurdo o a la más real realidad de Dios? Pero ¿es este «entrar en Dios a través de la muerte» una cosa tan inequívoca?
No: ese «entrar en Dios a través de la muerte» es algo muy distinto de una evidencia. No es un proceso natural, no es un
desideratum
, que deba realizarse absolutamente, de la naturaleza humana: muerte y resurrección deben ser vistas en su diferencia, que no es necesariamente temporal, pero sí objetiva.
La muerte es propia del hombre
, la
vida nueva
sólo puede ser
propia de Dios
, más exactamente: sólo puede ser regalo de Dios,
gracia
de Dios. El hombre es acogido, llamado, devuelto, o sea, definitivamente aceptado y salvado, por el Espíritu de Dios a su inasible, abarcadora y última realidad. En la muerte o, más exactamente, de la muerte, como hecho propio, basado en la obra y la fidelidad de Dios. Al igual que en la primera creación, la del comienzo, al final hay también un nuevo acto creador, misterioso, inimaginable, de quien llama a la existencia a lo que no existe. Y por eso —y no como «intervención» supranatural contraria a las leyes de la naturaleza— es un verdadero hecho, lo mismo que Dios es totalmente real para el que tiene fe.
Por tanto, ya se entienda a la manera cristiana o judía: la fe en la resurrección no es un complemento de la fe en Dios, sino una radicalización de la fe en Dios. Una fe en Dios que no se queda a medio camino, sino que, consecuentemente, recorre el camino hasta el final. Una fe en la que el hombre, sin una prueba estrictamente racional, pero con una
confianza
perfectamente
razonable
, se fía de que el Dios del comienzo es también el Dios del final, de que ese Dios, que es el creador del mundo y del hombre, es también el que lleva a éstos a su plenitud.
La fe en la resurrección puede y debe cambiar nuestra vida aquí y ahora: el compromiso incondicional en esta vida de aquí y de ahora debe y puede estar motivado y reforzado por un último sentido de la vida y de la muerte, como lo prueban innumerables ejemplos. Y, sin embargo, la fe en la resurrección no debe interpretarse solamente como una internalización existencial o como una transformación social, sino como una radicalización de la fe en el Dios creador: resurrección quiere decir real
superación de la muerte por obra y gracia de Dios
, de quien el creyente lo espera todo, incluido lo último, incluida la superación de la muerte. El fin que es un nuevo comienzo. Quien, por tanto, empieza el credo con la fe en «Dios creador todopoderoso», lo puede terminar tranquilamente con la fe en la «vida eterna», que es el mismo Dios. Por ser Dios el alfa es también la omega. Es decir: el creador todopoderoso, que llama del no ser al ser, tiene también el poder de llamar de la muerte a la vida.
¿Cuál es, para los cristianos, la causa de esa fe? La respuesta es aquí muy elemental: no es otra que la convicción tradicional de que Dios mismo
justificó
, mediante la resurrección, al Crucificado, al inocente ajusticiado. Aunque fracasó claramente ante los hombres, Dios le hizo justicia. ¡Dios se identificó con quien había sido abandonado por Dios! Dios tomó partido por quien había confiado plenamente en él, por quien había dado su vida por la causa de Dios y de los hombres. Por él se decidió Dios y no por la jerarquía de Jerusalén, que le acusó, ni tampoco por el poder militar romano, que le condenó y ejecutó. Dios dijo que sí a su predicación, a sus obras, a su destino.
Esto, por otra parte, implica algo así como una «inversión general de valores», una inversión sobre todo, como ya hemos visto, del sufrimiento. Y por lo que toca al propio Jesús: con la fe cristiana en el Mesías
invierten los polos
el título judío-tradicional de Mesías y
el contenido de la esperanza
tradicional
en el Mesías
. «Mesías»: ese título de quien vendría al final de los tiempos, investido de poder y portador de la salvación, podía significar muchas cosas. Su sentido más difundido, político y nacionalista, que posteriormente se unió a la interpretación apocalíptica como Hijo del hombre, era el del «Mesías de Dios», el poderoso héroe guerrero del final de los tiempos, el rey liberador del pueblo. Pero debido al destino de Jesús, el título de Mesías recibe ahora una interpretación totalmente nueva: ahora designa a un Mesías indefenso y enemigo de la violencia, a un Mesías ignorado, perseguido, traicionado, que, finalmente, sufre y muere, prefigurado ya para la temprana cristiandad en los «cánticos del siervo de Dios» del libro de Isaías. Para el tradicional modo de entender judío, esto tenía que resultar tan escandaloso como, en la Pasión, el correspondiente rótulo de la cruz «Rey de los judíos». En este sentido completamente diferente, el título de Mesías —en griego, el título de Cristo— sigue siendo hasta el día de hoy para la cristiandad, también según el Nuevo Testamento, el nombre más frecuente, incluso el nombre propio de Jesús de Nazaret. Pero no hay que soslayar la siguiente pregunta: «Este modo de comprender la mesianidad ¿no hace imposible hasta el día de hoy el mutuo entendimiento entre judíos y cristianos?». Efectivamente, en este punto se trata, profundísimamente, de una decisión de la fe.
Sobre cuestiones como la doctrina y la obra de Jesús, lo que pensaba de sí mismo, el perfil de su judaísmo, la fe de la primitiva comunidad cristiana, puede discutirse desde un punto de vista histórico, ya que todo ello está aún en el marco de la investigación histórica, en la que hay un más y un menos, un más probable o más improbable. Pero llegados a este punto entra en juego otra dimensión: la dimensión real, pero no controlable históricamente, del propio Dios. En este punto, el cristiano tiene que aportar su propia confianza razonable, su decisión de fe, una decisión a la que él no puede forzar a nadie y en la que no hay un más o un menos, un más probable o un más improbable, sino solamente un sí o un no. Una decisión de fe, a la que nada obliga pero a la que muchas cosas invitan: el hecho de que el Dios único, el Dios de la creación y del éxodo, el Dios de los profetas y de los sabios de Israel, no sólo habló y obró por los patriarcas, por los profetas y los sabios, sino finalmente, y de modo definitivo, por el profeta de Nazaret; Dios se reveló de modo singular a través de él, el «Mesías» de Dios, el «Cristo», el «Señor» e «Hijo».
No obstante —y aquí coinciden en principio otra vez judíos y cristianos—: la resurrección de Uno todavía no es la plenitud de todo. En este punto, los cristianos no deberían contradecir a los judíos, que siempre han opinado que después de Jesús, del Cristo, el mundo aún no ha cambiado: sus miserias son demasiado patentes.
También para los cristianos está aún por venir la redención y la plenitud final
; la «parusía» aún no ha tenido lugar, ni para judíos ni para cristianos. El reino de Dios, que todo lo abarca y todo lo determina, todavía tiene que llegar. Por eso todavía está en el «Padre nuestro» el ruego de Jesús: i«Venga» a nosotros tu reino! Y el ruego dirigido a Jesús:
Maran-atha
, «Señor, ven», ven pronto.
Por otra parte, aquellos judíos que seguían a Jesús tenían ya entonces esta convicción, basada en la fe: No tenemos que poner nuestra esperanza exclusivamente en ese reino que está por venir. ¿Por qué? En el propio Jesús, en sus palabras, que liberaban, en sus obras, que sanaban, y sobre todo en su resurrección, ya ha brillado ahora un fulgor del reino futuro, ya ha sido dado el gran signo de la salvación futura del mundo, ya ha tenido lugar el comienzo de la redención, una «incipiente redención». Aunque los primeros seguidores de Jesús se «equivocaran» en cuanto a la fecha de la plenitud final, ese hecho de la «escatología presente» que ya da ahora plenitud, abre también una perspectiva para el futuro, un futuro cuya consumación
esperan en común judíos y cristianos
. Pero para los cristianos, el que ya ha venido no es sólo un mensajero sino también, de palabra y obra, el garante del reino de Dios. Para los cristianos, él es el Mesías, el Cristo: la razón fundamental por la que, ya entonces, también los judíos que seguían a Jesús pudieron recibir el nombre griego de «cristianos».