«Así es», me interrumpe aquí un coetáneo, «no se puede negar que el parto virginal es un mito que se extendía en la Antigüedad de Egipto a la India». En efecto, nadie puede negarlo, y, por lo que a mí respecta, me adhiero a la opinión de la egiptóloga de Tubinga Emma Brunner-Traut, quien en su excelente artículo sobre «Faraón y Jesús como-hijos de Dios» escribe: «Está comprobado que prácticamente todos los episodios del milagro de Navidad existieron también en Egipto, como también tienen su equivalente ciertos rasgos individuales de la ulterior vida y obra del hijo de María… El ritual del nacimiento del niño divino, un ritual que fue introducido en el dogma (egipcio) monárquico, penetró también, en la época ptolomeico-helenística, en los misterios de Osiris… y desde allí se extendió por toda la zona del mediterráneo oriental; no podemos imaginar hasta qué punto fue intensa la influencia de los misterios egipcio-helenísticos en el nacimiento de las “leyendas” judeo-cristianas»
[17]
.
Sí, el Faraón de Egipto es engendrado, en su calidad de rey-Dios, milagrosamente: mediante la unión del Dios-Espíritu Amón-Ra, en la figura del monarca reinante, y de la reina virginal. Pero también en la mitología greco-helenística los dioses contraen «matrimonios sagrados» con las hijas de los hombres, de los que pueden nacer semidioses, como Perseo y Heracles, o también figuras históricas, como Hornero, Platón, Alejandro y Augusto. No es posible negar lo evidente: el parto virginal no es, en sí, exclusivamente cristiano. Por otra parte, según la exégesis actual, el topos del parto virginal es utilizado por ambos evangelistas como
leyenda o saga «etiológica
» que dará
a posteriori
un «fundamento» (en griego,
aitía
) a la filiación divina de Jesús.
Sin embargo, las
diferencias
entre ambos relatos neotestamentarios, por un lado, y los mitos antiguos, por otro (y Fra Angélico ha captado esto intuitivamente), son significativas:
¿Es ya entonces ese parto virginal expresión de las tendencias cristianas contrarias al cuerpo, al sexo y al matrimonio? En cualquier caso, en el Nuevo Testamento la virginidad de María todavía no ha sido convertida en ese gran ideal que para muchos hombres de nuestro tiempo ha pasado a ser sintomático de la «falta de naturalidad frente al sexo» en el seno de la Iglesia… Al mismo tiempo no hay que dejar de consignar aquí un hecho, fundamental para terapeutas y teólogos, relativo al parto virginal: aparte de los dos evangelios mencionados, el resto del Nuevo Testamento no dice nada, absolutamente nada, sobre el hecho de que Jesús naciera de una virgen. Ya por ese motivo no puede consistir en eso lo genuino o central del mensaje cristiano. Las epístolas paulinas —los más tempranos documentos del Nuevo Testamento— sólo dicen lapidariamente, sin citar nombres, que Jesús nació «de la mujer» (Gál 4,4), pero no de «la virgen», y eso, para poner de relieve la humanidad de Jesús.
El más antiguo evangelio, el de Marcos, no habla en absoluto de la Natividad y comienza directamente, sin sueños de ningún género, con Juan el Bautista y con la vida pública y las enseñanzas de Jesús, de lo cual, por desgracia, no dice una sola palabra nuestro credo. ¿No tendrían los «mariólogos» que considerar más seriamente los resultados de la exégesis? En Marcos se menciona a
María
—aparte del pasaje en que se la nombra junto con los cuatro hermanos y con las hermanas de Jesús (Mc 6,3)— una sola vez: cuando su madre y sus hermanos querían llevarse a casa por la fuerza a Jesús, a quien tenían por loco (Mc 3,21.31 - 35). Al pie de la cruz, lo mismo que en las escenas postpascuales, no está presente María, según los tres evangelios sinópticos. Sólo el tardío evangelio de Juan, escrito hacia el año 100, da cuenta de una escena, de simbolismo evidente, al pie de la cruz (Jn 19,25 - 27), pero, al igual que todos los otros testimonios neotestamentarios, ese evangelio tampoco menciona el parto virginal.
De ello resulta una conclusión de extraordinario alcance: el parto virginal, manifiestamente,
no pertenece al centro del evangelio
. ¡No sólo no es exclusivamente cristiano, sino ni siquiera centralmente cristiano! Dicho de otro modo: se podía, como Marcos, Pablo o Juan, reconocer a Jesús como Mesías, Cristo o Hijo de Dios, aun no sabiendo que nació de una virgen. ¿Y qué significa esto para nuestro tiempo? Para el hombre de hoy esto significa que la fe en Cristo no implica en modo alguno que haya también que creer que nació de una virgen. Con esto creo que estamos preparados para dar una respuesta inequívoca a la pregunta acerca de la realidad histórica y del significado teológico del parto virginal: el relato del parto virginal no informa sobre un hecho biológico sino que
interpreta la realidad mediante un símbolo arquetípico
. Un símbolo, eso sí, preñado de sentido:
con Jesús ha tenido lugar, por obra de Dios
—en la historia del mundo y no sólo en mi paisaje anímico—,
un comienzo verdaderamente nuevo
. El origen y la importancia de la persona y el destino de Jesús se explican no sólo por el proceso intrahistórico del mundo, sino que el creyente ha de entenderlos, en último término, a partir de lo que Dios ha obrado por él y en él. Ése es el sentido cristológico y teológico de la historia del parto virginal. Ese sentido, por otra parte, puede ser proclamado, entonces y ahora, de modos diferentes, por ejemplo, haciendo que el árbol genealógico de Jesús se remonte hasta Dios o viendo en Jesús un «segundo Adán» (Pablo) o «la palabra (
verbum
) hecha carne» (Juan).
Sin embargo, ya estoy oyendo la objeción: «¿No destruye esa crítica histórica el mensaje de Navidad, acrecentando más aún la superficial secularización y la diligente comercialización de esa fiesta religiosa?». La pregunta está justificada. Pero conviene recordar que no sólo la crítica histórica y no sólo la secularización y la comercialización, sino también la empobrecedora perspectiva idílica y la privatización psicologizante pueden privar de su sentido al mensaje y a la fiesta de la Navidad. No sólo la clarificación racionalista, sino un romanticismo re-mitologizante —ya sea psicológico o mariológico pueden destruir el credo. Lo que casi siempre se pasa por alto en la interpretación psicoterapéutica y dogmática tiene que ser puesto ahora claramente de relieve:
Como hemos visto, los evangelios de la infancia, aunque no sean un relato histórico, son verdaderos a su manera, proclaman una verdad que es más que la verdad de unos hechos históricos. Y eso puede suceder de modo más plástico y puede dejar una huella más honda bajo la forma de relato —el relato, legendario en sus pormenores, del niño del pesebre de Belén— que mediante una partida de nacimiento, por muy correctamente que estén consignados en ella el lugar y la fecha. Basta reconsiderar en su contexto histórico los textos bíblicos originales sobre el nacimiento de Jesús para comprender por qué en el credo se habla de Jesucristo «
nuestro Señor
»:
Dominus noster
. Si se tiene presente la constelación político-religiosa de entonces y quiénes eran los que detentaban el poder, empieza a vislumbrarse cierto
germen de una teología de la liberación
, que constituye el necesario contrapeso político a la psicoteología contemporánea. Basta leer atentamente esos evangelios de la Natividad para observar lo siguiente:
Así, pues, al salvador político y a la teología política del Imperio romano, una teología que respaldaba ideológicamente la política pacificadora del emperador, el evangelio de la Navidad contrapone la
verdadera paz
. Esa paz no puede esperarse cuando se dan honores divinos a un hombre, sea autócrata o teócrata, sino cuando sólo se rinde honor a Dios «en las alturas» y su complacencia descansa sobre los hombres. No de los prepotentes emperadores romanos, sino de ese niño indefenso, carente de poder, se espera a partir de ahora (terapéuticamente) la paz de espíritu y (políticamente) el final de las guerras, se espera la liberación del miedo y unas condiciones de vida que la hagan digna de ser vivida, se espera la dicha común, en resumen, el bienestar de todos, es decir, la «salvación» de los hombres y del mundo.
Esto también es comprensible para el hombre de hoy: el evangelio de la Navidad, entendido bien, es todo lo contrario de una historia edificante o sutilmente psicológica sobre el niño Jesús. Todos esos relatos bíblicos son
narraciones cristológicas de muy honda reflexión teológica
, al servicio de una predicación perfectamente concreta, que quiere poner de relieve de manera plástica, artística y con una radical crítica de la sociedad la verdadera importancia de Jesús como el Mesías que ha de salvar a todos los pueblos de la tierra. Esos evangelios de la Navidad no son, pues, una especie de primera fase de una biografía de Jesús o de una deliciosa historia de familia, ni son tampoco unas instrucciones terapéuticas apenas diferentes del mito egipcio. Son, antes bien, una poderosa obertura de los grandes evangelios de Mateo y Lucas, la cual (como muchas buenas oberturas) contiene, como en una semilla, el mensaje que después se desarrollará narrativamente. Son
la puerta de entrada al evangelio
: en Jesús, el elegido de Dios, se han cumplido las promesas a los «Patriarcas» de la primera Alianza.
Con ello queda claro:
el centro del evangelio
no está constituido por los acontecimientos en torno al nacimiento de Jesús. El centro es él,
Jesucristo, con sus palabras completamente personales, sus obras y su Pasión
. Él, como persona viva, que vive y gobierna en espíritu aún después de la muerte, él es el centro. Con su mensaje, con su conducta, con su destino, ofrece la norma, muy concreta, por la que pueden regirse los hombres. Y ese Jesús no ha obrado a través de sueños o en sueños, sino a la clara luz de la historia. Y aunque él no haya dejado escrita una sola palabra, aunque sobre él sólo poseamos textos de carácter homilético y, por tanto, sólo indirectamente históricos, no cabe discusión: Jesús de Nazaret es una figura de la historia, y, como tal, se distingue no sólo de todas las figuras de los mitos, sagas, cuentos y leyendas, sino también de otras importantes figuras de la historia de las religiones, muy en especial —y muchos muestran hoy más interés por ella que por la religión egipcia— de la religión india, plena de vida y rica en mitos. Esto es importante si dirigimos nuestra atención a la cuestión de la filiación divina, a la cuestión de cómo se puede entender a ese Jesús en cuanto revelación de Dios. A este respecto puede ser instructiva una breve comparación de Jesucristo con el divino Krishna.
Krishna, el gran héroe de la mitología india en el poema épico nacional
Mahabarata
, es la más conocida de todas las divinidades. Se le tiene por la encarnación (en sánscrito, el
avatara
, la «bajada») del Dios único (= Visnú). Krishna es quien trajo la
Bhagavad-Gita
(el «canto del sublime»), un poema filosófico-didáctico que se considera una especie de «evangelio» del hinduismo. En Occidente no suele tenerse en cuenta algo que es obvio para todo creyente hindú: Krishna es también un personaje histórico a cuyos centros de actividad se va en peregrinación, es —si se me permite aplicar aquí conceptos del dogma cristológico clásico— un hombre auténtico (
vere homo
), pero es al mismo tiempo la
revelación del Dios único
(
vere Deus
).