Por otra parte, desde Feuerbach hemos aprendido dos cosas:
Pero a esto cabe preguntar: lo dicho sobre esos hombres libres y conscientes de sí mismos que creen en Dios ¿no es aplicable todo lo más a las sociedades prósperas de occidente, pero no a un continente como Latinoamérica? ¿No se ha recurrido allí, y con razón, a las ideas de
Karl Marx
para analizar esas condiciones de vida inhumanas, imputables en buena parte a la religión y a la Iglesia? Marx quiso transformar la crítica del cielo en crítica de la tierra, la crítica de la religión en crítica del derecho, la crítica de la teología en crítica de la política. Quien conozca las condiciones de vida inhumanas que imperan en los países latinoamericanos apenas podrá negar que el Dios de los cristianos, allí imperante, ha sido en gran parte el Dios de los que imperan: consolando con la esperanza en la otra vida, perturbando la lucidez de conciencia, adornando con flores las cadenas, en lugar de romperlas.
Entretanto, sin embargo, incluso los más doctrinarios se han rendido ante el hecho evidente de que, pese a lo acertado de sus análisis, las soluciones marxistas —supresión de la propiedad privada y socialización de la industria, la agricultura, la educación y la cultura han desembocado en una explotación sin precedentes de los pueblos y en una destrucción de la moral y de la naturaleza. Y, por otra parte, en una perspectiva de conjunto, esa desaparición automática de la religión que preveía Marx no ha llegado a realizarse. En lugar de la religión, ha sido la revolución, durante algún tiempo, el opio del pueblo: desde el Elba hasta Vladivostock, y también en Cuba, en Vietnam, en Camboya y en China. Pero ahora se ha visto que, desde Europa Oriental y la RDA, a través de Sudáfrica y hasta Sudamérica y las Filipinas, la religión no sólo puede ser un medio de consolación y de vanas promesas sino también —así fue ya en el movimiento norteamericano en pro de los derechos cívicos— un catalizador de la liberación social: y ello sin emplear la violencia revolucionaria, cuya consecuencia es el círculo vicioso del aumento de la violencia.
«Cierto», dirán, llegados a este punto, algunos coetáneos, «la fe en Dios puede catalizar la liberación exterior, social. ¿Pero la liberación, más urgente aún, interior, psíquica, la liberación del miedo, de la falta de madurez y libertad?». Lo admito: tenía plenamente razón
Sigmund Freud
cuando criticaba la prepotencia, el abuso de poder de las Iglesias, cuando criticaba las formas aberrantes de la religión, la ceguera ante la realidad, el autoengaño, las tentativas de evasión y la represión de la sexualidad, y cuando también criticó muy directamente la imagen autoritaria tradicional de Dios. Detrás de la ambivalencia de esa imagen de Dios se trasluce muchas veces la imagen, que se remonta a la primera infancia, del padre o de la madre, proyectada a la esfera metafísica, al más allá o al porvenir. E incluso todavía hoy, en familias religiosas, los padres siguen sirviéndose a veces de un justiciero Padre-Dios como método educativo para disciplinar a los hijos, lo que entraña a largo plazo consecuencias negativas para la religiosidad de los adolescentes. La fe en Dios aparece así como un retorno a las estructuras infantiles, como regresión a los deseos de la infancia.
Desde entonces, por otra parte, se ha comprobado que no sólo cabe reprimir la sexualidad sino también la religiosidad; que los deseos más remotos, más intensos, más urgentes, de la humanidad, deseos que, según Freud, constituyen la fuerza de la religión, no deberían ser descalificados como meras ilusiones; que en una época de desorientación general, en que muchos no le ven sentido a la vida, es precisamente la fe en Dios lo que puede ayudar a dar su pleno y definitivo sentido a la vida y a la muerte, y también, por otra parte, a encontrar normas éticas absolutas y una patria espiritual.
De ese modo, la fe en Dios puede tener, precisamente en el plano psíquico, una función no esclavizante sino liberadora, no perjudicial sino curativa, no debilitadora sino estabilizante.
De todo esto resulta claramente que quien hoy cree en Dios —definido por lo pronto, de manera general, como la realidad más real, trascendental-inmanente, que todo lo abarca y todo lo gobierna, en el hombre y en el mundo— no tiene por qué retroceder a la Edad Media ni a la Reforma ni a la propia infancia, sino que puede ser perfectamente un hombre de hoy entre hombres de hoy: justamente en la actual transición, dolorosamente lenta, a la postmodernidad.
He aquí, pues, resumida, mi respuesta a la crítica moderna de la religión:
«¿Pero y esos puntos concretos de nuestro credo cristiano? ¿Cómo hay que entender, bajo las condiciones de la crítica moderna de la religión, que Dios es “creador” del cielo y de la tierra? ¿No se oponen los descubrimientos de la cosmología moderna a la fe en un creador?». Así preguntan muchos coetáneos.
«En el inicio creó Dios el cielo y la tierra», así reza la primera frase de la Biblia. Este mundo tuvo, pues, un comienzo, fijado por un acto de Dios. Hay también muchos científicos que parten hoy del hecho de que el mundo no es eterno, que no carece de principio, sino que tuvo un inicio en el tiempo, un inicio que posiblemente coincidió con una explosión inicial. Pero ya estoy oyendo la objeción: «¿Quiere usted demostrar científicamente la afirmación bíblica de que Dios creó el mundo? El momento en que tuvo lugar ese Big Bang que, a juicio de relevantes investigadores, fue el inicio de nuestro universo, ¿lo identifica usted quizás
con la creación del mundo
a partir de la nada y por obra de la omnipotencia divina?».
El «modelo
standard
» (S. Weinberg) cosmológico sobre el origen del mundo, modelo basado en la
teoría del
Big Bang
, se ha visto confirmado muy recientemente de manera espectacular. Ya en 1929, el físico norteamericano Edwin P. Hubble, basándose en los corrimientos hacia el rojo, hallados por él, de las líneas espectrales de las galaxias (sistemas de vías lácteas), había concluido que nuestro universo seguía expansionándose. Según eso, las galaxias que están fuera de la Vía Láctea se alejan de nosotros con una velocidad proporcional a la distancia que las separa de nosotros. ¿Desde cuándo? Desde la eternidad no es posible. Tiene que haber habido un inicio en el que toda radiación y toda materia estuvieran comprimidas en una casi indescriptible bola de fuego primigenia, de proporciones mínimas y de densidad y calor máximos. Con una gigantesca explosión cósmica, el
Big Bang
—a una temperatura de 100.000 millones de grados Celsius y una densidad aproximadamente 4.000 millones de veces mayor que la del agua— debió comenzar hace casi 15.000 millones de años la expansión isomorfa e isótropa, que dura hasta hoy, del universo.
Ya en los primeros segundos debieron formarse, a partir de fotones sumamente ricos en energía, partículas elementales pesadas (protones, neutrones) y otras ligeras (electrones, positrones), los elementos constitutivos de los átomos. Más tarde, mediante procesos nucleares, fueron surgiendo, de protones y neutrones, núcleos de helio y, otros cientos de miles de años después, átomos de hidrógeno y de helio. Fue sólo mucho más tarde —al ceder la presión de los cuantos de luz, en su origen altamente energéticos, y tras el posterior enfriamiento cuando, mediante la gravitación, el gas pudo condensarse en masas compactas y, finalmente, tras lenta y progresiva densificación, en galaxias y constelaciones… La radiación de radio en un espacio de decímetros y centímetros (radiación cósmica de microondas o de fondo), descubierta por A. A. Penzias y R. W. Wilson en 1964, no sería, según eso, sino el residuo de aquella radiación cósmica, extraordinariamente caliente, ligada al
Big Bang
, que mediante la expansión del universo pasó a ser una radiación de muy baja temperatura, un eco del
Big Bang
, por así decir. En abril de 1992 se consiguió por primera vez, con ayuda del COBE, el satélite norteamericano de investigación, medir en un sistema espacio-temporal las huellas de aquellas diminutas y primitivas estructuras, salidas del primer proceso explosivo y de las cuales se formaron finalmente las galaxias: o sea, las estructuras más grandes y más antiguas (oscilaciones de densidad en la primitiva sopa cósmica energética) surgidas 300.000 años después del
Big Bang
.
¿Anda Miguel Ángel tan descarriado, entonces? ¿Y no tendrá razón la Biblia? «Y dijo Dios: Hágase la luz. Y se hizo la luz. Y Dios vio que la luz era buena… un primer día» (Gn 1,3 s.): ¿No demuestra inequívocamente la teoría de la explosión inicial que es
verdad la creación del mundo
? ¿No tiene ese súbito acto creador algo semejante a una explosión inicial, infinitamente más grandiosa de lo que pudieron imaginar en su época los escritores bíblicos e incluso Miguel Ángel? Según aquella teoría, el
Big Bang
tuvo lugar hace mucho tiempo, pero tiempo finito. El mundo tendría, pues, un comienzo, una edad determinada: unos 15.000 millones de años. Y nuestro planeta, por su parte, estaría formado a base de nebulosas de polvo cósmico, en el extremo de uno de los 100 millones de sistemas galácticos, hace aproximadamente 5.000 millones de años. Así es, las últimas mediciones fijan la edad del sistema solar, nacido de una nebulosa espiral, condensada, de gas y polvo, de la que también surgió nuestra prototierra, en 4.500 millones de años
[1]
.
Esta teoría, sin embargo, tiene un pero: aún no se ha podido aclarar si la expansión del universo continuará indefinidamente o si cesará una vez para iniciar después otra vez un proceso de contracción. Esto sólo se decidirá a partir de otras observaciones, por las que también sabremos si el universo es abierto o cerrado, es decir, si el espacio cósmico es infinitamente grande o si tiene un volumen limitado. Como es sabido, con anterioridad a la teoría del
Big Bang
Albert Einstein
había desarrollado un nuevo, pero todavía estático
modelo
del universo que divergía totalmente de la física clásica de Newton: a partir de las ecuaciones de su teoría general de la relatividad, la gravitación se entiende como consecuencia de una curvatura del (no-accesible a los sentidos) «continuo espacio-tiempo», es decir, de un espacio numérico tetradimensional, formado, con geometría no euclídea, de coordenadas espacio-tiempo. Un universo curvado en el espacio, que tiene que ser concebido como ilimitado, pero que tiene un volumen limitado, de la misma manera que en el espacio tridimensional la superficie de una esfera tiene una superficie de contenido limitado, siendo sin embargo ilimitada.
Ya pronto, por razones de fe, representantes del materialismo dialéctico condenaron por «idealista» el modelo de Einstein de un universo espacial y temporalmente finito, pues parecía no confirmar su dogma de la materia infinita y eterna. Cuando más tarde, en los escritos apologéticos cristianos, se intentó cada vez más identificar el momento de la explosión inicial con la creación divina del mundo, los científicos no marxistas también empezaron a inquietarse: «Algunos investigadores más jóvenes —escribió el astrónomo alemán Otto Heckmann— se irritaron tanto por esas tendencias teológicas que decidieron sin más cegar su fuente cosmológica, creando la
Steady State Cosmology
, la cosmología del universo que se dilata pero que no cambia»
[2]
. Mas esa teoría del universo estacionario presuponía una generación espontánea de materia y se presentaba como contradictoria; y, después del descubrimiento de la radiación cósmica de microondas, pero también, en los años sesenta, de los quásares y púlsares, esta teoría no tiene posibilidades de éxito.
Sin embargo, estoy oyendo otra vez la pregunta de los escépticos: «¿Así que usted está sosteniendo, de hecho, que las ciencias ratifican la afirmación bíblica de que el mundo fue creado por Dios?». No, eso no lo sostengo. Tienen razón los científicos cuando echan en cara a los
teólogos
el haberse servido tantas veces de Dios para suplir lagunas cósmicas, con el fin de explicar lo que aún no tenía explicación, contribuyendo así, por otra parte, a lo que el zoólogo Ernst Haeckel llamó cáusticamente, a principios de siglo, «el problema de la vivienda» de Dios. En efecto: con cada nueva explicación científica ¿no se vuelve Dios cada vez más superfluo y muere al cabo —como apuntó el filósofo inglés Anthony Flew— la muerte de mil reducciones?, ¿y van a replegarse los creyentes al resto aún no aclarado del mundo, para probar desde allí la existencia de un creador? No, el teólogo no puede hacer depender esa verdad de la fe que es la creación del mundo del estado casual de la física de partículas o de la biología molecular.
Pero también hay que decir, a la inversa, lo siguiente: a ningún
filósofo
o
científico
—por muy Premio Nobel que sea— le es lícito querer confirmar, partiendo de descubrimientos físicos o biológicos, su posición atea (la cual, por otra parte, tiene perfecto derecho a defender). En este punto le falta competencia, más aún, en este punto se traspasan los límites, observados por Kant, de la razón pura. En este contexto, tiene que dar que pensar el hecho de que la física atómica y la astrofísica aún no hayan resuelto o quizá no puedan resolver («Origins», una serie de entrevistas a relevantes cosmólogos publicada con este título en 1990, lo demuestra)
[3]
enigmas bien elementales de los orígenes: ¿por qué comienza el cosmos no con un caos sino con un estado inicial de asombroso orden?, ¿por qué vienen dadas ya desde la explosión inicial, a la que debemos energía y materia, pero también espacio y tiempo, todas las constantes de la naturaleza (por ejemplo la velocidad de la luz) y determinadas leyes de la naturaleza?, ¿por qué reinan en todo el cosmos las mismas condiciones físicas (temperatura)?, ¿por qué el cosmos no pasa ya al principio, conforme a la ley física de la entropía, de un estado de relativo orden al caos?