En lugar de ponerse de malhumor por no poder explicar el instante preciso de la creación (la primera billonésima de segundo, por así decir), los cosmólogos deberían afrontar, con toda racionalidad, la siguiente pregunta: ¿Qué había «antes» del
Big Bang
? Más exactamente: ¿Cuál fue la condición que hizo posible el
Big Bang
: de energía y materia, de espacio y tiempo? Aquí, evidentemente, la pregunta cosmológica se convierte en pregunta teológica, situada más allá de los límites de la razón pura, pasando a ser, también para el cosmólogo, la pregunta decisiva. Por eso, volvemos a plantear la pregunta, que ahora puede tener una respuesta constructiva:
Cuando preguntamos por la causa de las causas, por la causa primera y creadora que llamamos Dios, Dios creador, no sólo preguntamos por un acontecimiento único inicial. Sino que estamos planteando la pregunta de cuál es la relación básica de Dios y mundo. La creación continúa, el acto creador de Dios continúa. Y sólo cuando desechamos ideas modernas, ya superadas, sobre un «Dios sin vivienda» o un «universo absurdo», podemos barruntar algo de la grandiosidad de esa
creación continua
. En cuanto a ese
comienzo del mundo
de que habla la Biblia y que el Símbolo de los Apóstoles da por supuesto, puedo ahora, respaldado por la actual exégesis bíblica, resumir mi respuesta en pocas frases:
Con esto ha quedado claro que creer en un Dios creador del cielo y de la tierra, o sea, del universo entero, no significa decidirse por uno u otro modelo del universo, por una u otra teoría cósmica (ya sean verdaderas o falsas). Pues cuando hablamos de Dios estamos tratando de la
condición previa
a todos los modelos del universo y al universo mismo. Por tanto, creer en Dios, creador del cielo y de la tierra, no significa creer en unos mitos de tiempos remotos, ni tampoco significa aceptar la actividad creadora de Dios tal y como la pintó Miguel Ángel en la bóveda de la Capilla Sixtina. Aquí no hay cabida para la imaginación. Y las imágenes no son ni más ni menos que imágenes.
Creer en el creador del mundo significa aceptar, con esclarecida confianza, que el mundo y el hombre no quedan sin explicar en su causa última, que el mundo y el hombre no han sido arrojados absurdamente de la nada a la nada, sino que, en su totalidad, están plenos de sentido y de valor, que no son solamente caos sino cosmos: porque tienen en Dios —su causa última, su autor, su creador— una primera y última seguridad. Y esta idea capital también se ve expresada en las imágenes del gran Miguel Ángel. Respecto al principio de todos los principios, al origen de todos los orígenes, podemos, por tanto —pues aquí se trata de Dios mismo—, servirnos de esa palabra aplicada tan abusivamente por los teólogos a todo lo irracional: la palabra
mysterium
: «Dios como misterio del mundo» (Eberhard Jüngel).
Sin embargo, es importante saber que nadie me impone por la fuerza esa fe. Yo puedo decidirme por ella con toda libertad. Pero, una vez que me he decidido, esa fe transforma mi posición en el mundo, transforma mi posición frente al mundo:
fortalece mi confianza básica
en esta tan ambivalente realidad
y concreta mi confianza en Dios
. No obstante, la pregunta por el
Deus creator et evolutor
está necesitada de una respuesta más detenida, sobre todo con vistas a los últimos resultados de la biología. No es posible soslayar la siguiente pregunta, tan importante para el hombre de hoy: «¿Cómo fue el origen de la vida?».
Dios, hombre y mundo tienen que ser vistos hoy —la teología escolar ha allanado exteriormente, pero no solventado, el conflicto con las ciencias de la naturaleza— a la luz de la
evolución
. Todavía en 1950, en la encíclica
Humani generis
, Pío XII quería obligar a la Iglesia y a la teología a afirmar que la humanidad entera había salido de una primera pareja humana, con el fin evidente de mantener la interpretación literal del relato bíblico del pecado original. Estado original perfecto-pecado-redención: ¿tres estapas históricas? Como si no hubiera que distinguir aquí también entre expresión lingüística, símbolos, formas de expresión y la cosa en sí. Como si el capítulo tercero del Génesis (el relato sobre la caída del hombre) no se refiriese, en lugar de a una sola primera pareja de hombres, al hombre en general. Como si hubiese habido alguna vez un mundo sin instintos y sin muerte, sin devorar y sin ser devorado.
De la cosa en sí, de la implicación de todos los hombres en la culpa y en el pecado, se hablará más tarde. Pero la idea —que no se halla ni en la Biblia hebrea ni en el Nuevo Testamento, sino que fue propagada por el Padre de la Iglesia san Agustín— de un
pecado original hereditario
[4]
transmitido mediante procreación sexual (por lo que deberían ser bautizados los recién nacidos) ya no se puede mantener, aunque sólo sea por el hecho de que nunca existió una pareja humana que pecase por toda la humanidad. El teólogo Karl Schmitz Moormann, especialista en Teilhard de Chardin, tiene razón cuando dice: «La teoría clásica de la redención es prisionera de una visión estática del mundo en la que al principio todo era bueno y en la que el mal no llegó al mundo sino a través del hombre. Esa visión tradicional de la redención como reconciliación y rescate de las consecuencias de la caída de Adán es absurda para todo aquel que conozca el trasfondo evolutivo de la existencia humana en el mundo actual»
[5]
.
Por otra parte, a muchos coetáneos les causa menos dificultades el relato bíblico de la creación, el trabajo de seis días (entendido ya muy metafóricamente), que la ulterior historia de la salvación (que Miguel Ángel sólo trató someramente) y los milagros bíblicos. He aquí sus dificultades: ¿no es la historia del mundo, desde el principio hasta el fin, una evolución coherente, lógica, en la que todo se rige por la ley —terrenal— de causa y efecto y cada paso sigue claramente al anterior?, ¿dónde queda ahí la posibilidad de una intervención especial, de un entro-metimiento de Dios?» .
Precisamente en lo relativo a los
orígenes de la vida
, la biología de las últimas décadas se ha apuntado tan sensacionales éxitos que hoy se puede afirmar que la teoría de la evolución de Darwin está fundamentada físicamente —no sólo en el plano de la célula viva, sino de la molécula— y comprobada experimentalmente: mediante la biología molecular, que viene a ser, desde mediados de siglo, como la nueva base de la biología. Darwin ya manifestó su esperanza de que un día se pudiese comprobar que el principio de la vida es parte o resultado de una ley general. Pero lo que parecía un sueño hace pocos decenios se ha convertido en realidad: la
biología molecular
de nuestros días parece haber hallado esa ley. La biología sufrió así una revolución como poco antes la física con la mecánica cuántica.
Hoy sabemos que los portadores elementales
de vida
son
dos clases de macromoléculas
, a saber, ácidos nucleicos y proteínas. Las cadenas de moléculas de los ácidos nucleicos (ADN, ARN), sobre todo en el núcleo de la célula, constituyen la central que todo lo dirige. Contienen, en cadena, todo el plan de formación y de funcionamiento de cada uno de los seres humanos, un plan que está en clave (un «código genético» que consta de sólo cuatro letras) y es trasmitido de célula a célula, de generación en generación. Por su parte, las proteínas (estructuras múltiples de aminoácidos) reciben esa «información»: ellas son las que cumplen las funciones de la célula viva, funciones que les fueron encomendadas a través de esas instrucciones de formación y de funcionamiento. Así funciona, pues, así se propaga la vida: un mundo maravilloso en el plano más elemental, un mundo en que, en un espacio reducidísimo, las moléculas llevan a cabo los cambios ya muchas veces en una millonésima de segundo.
Pero, sea cual fuere la explicación que se dé a la transición a la vida, esa transición se basa en una
autoorganización de la materia
, de la molécula. Pues ésa es en realidad la causa del «ascenso» de la evolución, de formas primitivas a formas cada vez más elevadas, por lo que en lugar de teoría de la descendencia tendría que haber recibido el nombre de teoría de la ascendencia: ya a nivel de la molécula impera el principio, que Darwin comprobó por primera vez en el mundo de las plantas y de los animales, de la «selección natural» y de la «supervivencia de los «más aptos», un principio que impulsa inconteniblemente hacia arriba la evolución a costa de las pocas moléculas aptas. Tras estos últimos descubrimientos de la biofísica, a la vista de esa materia que se organiza a sí misma, de una evolución que se regula a sí misma, no se ve por qué razón haría falta la intervención de un Dios creador: con esas condiciones materiales previas, el surgimiento de la vida es un acontecer que se desarrolla enteramente conforme a unas leyes internas; el paso de lo no vivo a lo vivo tuvo lugar de manera continua, o, más exactamente, de manera casi continua.
Se pone aquí de manifiesto la misma problemática que en la mecánica cuántica: falta de precisión, de nitidez,
casualidad en los procesos aislados
. Así, se echa de ver una curiosa ambivalencia: el proceso total de la evolución biológica está determinado, dirigido, por leyes, es
necesario
. Pero, sin embargo, muchas veces la evolución hacia formas más elevadas se ha hallado ante una encrucijada y muchas veces la naturaleza ha recorrido ambos caminos (por ejemplo, a un mismo tiempo, el que lleva a los insectos y el que lleva a los mamíferos). Es decir: los sucesos aislados son indeterminados, «
casuales» en la sucesión temporal
. Es decir: los caminos que sigue la evolución en cada caso individual no están fijados de antemano. Son casuales los súbitos y microscópicos cambios transmitidos por herencia (mutaciones), que, mediante un crecimiento o una elevación brusca, producen también en el terreno macroscópico cambios súbitos y nuevas formaciones. La vida se desarrolla, pues, según «el azar y la necesidad» (Demócrito). Ése es el título que Jacques Monod, biólogo y Premio Nobel francés, dio a su libro más conocido (1970), en el que el autor concede la prioridad decididamente al azar: «El puro azar, sólo el azar, la libertad ciega, absoluta, como base del maravilloso edificio de la evolución»
[6]
. ¿
Todo es, pues, casualidad
? ¿Y por eso no existe la necesidad de un creador y conservador de ese edificio, como piensa Monod?
El biofísico alemán Manfred Eigen, también Premio Nobel, formuló la tesis contraria, compartida hoy en gran medida por los biólogos, en su libro
El juego
(1975), que lleva el subtítulo «
Las leyes naturales dirigen el azar
»
[7]
. O, como escribe Eigen en el prólogo de la edición alemana de Monod: «Por mucho que la forma individual deba su origen al azar, el proceso selectivo y evolutivo es una necesidad ineludible. Y no más. O sea, no una misteriosa «propiedad vital», inherente, de la materia, que determinará finalmente el curso de la historia. Pero tampoco menos: no
sólo
azar»
[8]
. ¿Así que Dios juega a los dados? «Ciertamente», responde, enlazando con Eigen, el biólogo de Viena Rupert Riedl, «pero siguiendo sus reglas de juego. Y sólo la distancia que media entre ambos extremos nos da sentido y libertad al mismo tiempo»
[9]
. Entonces, continúa Riedl, como explicación de la evolución, de la «estrategia de la génesis», azar y necesidad, indeterminación y determinación, y hasta materialismo e idealismo son falsas alternativas.