Es decir: también para los hindúes se ha revelado el Dios único en un momento preciso en un lugar preciso. También para los hindúes hay, dentro de un acontecer cíclico del cosmos, una intervención decisiva de Dios, la cual, como en el caso de Krishna, tiene, por así decir, carácter escatológico para este tiempo cósmico. La revelación fundamental de ese hinduismo es, por tanto, el
avatara
, la «bajada» de Dios en la persona de Krishna, quien trajo la buena nueva de la
Bhagavad Gita
. Desde esta perspectiva, se comprende la siguiente frase, muy usual entre los hindúes tolerantes: «Vosotros creéis en Cristo, nosotros en Krishna: ¡es lo mismo!». Es innegable, en efecto, un paralelismo entre Cristo-niño y Krishna-niño, entre fe en Cristo y fe en Krishna. ¿Pero son ambos realmente lo mismo bajo nombres diferentes? Ésa es la cuestión.
Está fuera de duda que Krishna es un personaje histórico, aunque difusamente localizado, en torno a la batalla del Campo de Kuru, en la época postvédica, y con muy diversos materiales de la tradición de positados en torno a su figura. Pero aunque los poemas que lo describen fuesen más amplios y mejor el estado de la investigación histórica, no es posible dejar de ver las
diferencias
entre Krishna y Cristo:
Es incontestable: en la fe de Krishna se manifiesta esa menos marcada conciencia histórica propia del pensar cíclico indio. Al ser la figura de Krishna el resultado de la confluencia de varias tradiciones, fue imposible evitar lo que, en relación con la figura de Jesucristo, claramente datada y localizada, supo impedir la comunidad cristiana al fijar, con los testimonios dignos de crédito, el canon del Nuevo Testamento: que una multitud de mitos bastante dudosos (en todo caso, si se comparan con el nivel ético de la
Bhagavad-Gita
) pudiesen vincularse a la figura de Krishna; basta comparar, simplemente, algunos de los relatos sobre las picardías y los trucos, las aventuras amorosas y los adulterios de Krishna, con los evangelios, que, con la conjunción de historia y
kerigma
—de hechos reales y predicación—, constituyen no sólo un género literario propio sino también unos documentos de extraordinario rigor ético.
Perfectamente comparable con la figura histórica de Jesús de Nazaret es, sin embargo, aquella otra gran figura de la historia india que, en los siglos V-IV a.C., puso allí en movimiento «la rueda de la doctrina»: el Buda Gautama. Él es entre los «fundadores de religiones» la gran figura de contraste y —en mucha mayor medida que Moisés, Mahoma o Confucio— la gran alternativa a Jesús de Nazaret, alternativa que representa un continuo reto a nuestro pensamiento.
Romano Guardini ya vio esto muy pronto, expresándolo de la siguiente manera: «Sólo hay uno que podría hacer pensar en ponerlo en las proximidades de Jesús de Nazaret: Buda. Ese hombre constituye un gran misterio. Posee una pasmosa y casi sobrehumana libertad; al mismo tiempo tiene una bondad poderosa como una fuerza universal. Quizá sea Buda el último con quien tenga que entendérselas el cristianismo. Nadie ha dicho aún lo que él significa desde una perspectiva cristiana. Quizá Cristo no haya tenido sólo un precursor, situado en el ámbito del Antiguo Testamento, Juan, el último profeta, sino también otro proveniente del mismo centro de la antigüedad clásica, Sócrates, y un tercero que ha dicho la última palabra de la sabiduría y de la superación religioso-oriental, Buda»
[18]
.
Vale, pues, la pena afrontar la cuestión: ¿
Qué une
, qué separa,
a Cristo y a Buda
?
Al igual que «el Cristo», «el Ungido» , así también «el Buda», «el Iluminado» (literalmente: «el despertado», «el que ha llegado al conocimiento»), designa una dignidad, es un título de honor. «Dios», en cambio, es un nombre que Buda, al igual que el Cristo Jesús, jamás se dio a sí mismo. Eso no obsta para que posteriores generaciones hayan visto en Buda no sólo el «sabio» sino una suerte de redentor a quien se acude en busca de auxilio, a quien —por ser superior a todos los dioses— se rinde veneración (puja), lo cual se expresaba mediante actos simbólicos, por ejemplo, poniendo ofrendas ante el altar. Es decir: del mismo modo que el Jesús de la historia no es meramente idéntico a la imagen de Cristo de la posterior teología cristiana, así el Gautama de la historia tampoco es meramente idéntico a las representaciones de Buda de las posteriores escuelas budistas.
Contrariamente a la religión mitológica hindú y a Krishna, sin duda su figura más célebre, en el budismo al inicio no está el mito sino la historia que conduce al mito: la historia del príncipe y ulterior asceta Siddharta Gautama, quien, tras prolongados ejercicios de honda meditación, se convirtió en el «despierto», en el «Buda», el guía que saca de este mundo de dolor y conduce a un estado de definitivo reposo, más allá de la inconstancia y del sufrimiento.
Con todo, la devoción budista también aderezó muy pronto esta historia con una serie de
acontecimientos milagrosos
. Lo mismo que el Cristo, el Buda no fue concebido a la manera normal de los humanos, sino que el celestial vidente y Bodhisatva «entró… como un elefante joven y blanco, en el lado derecho del vientre de su madre», y al nacer «salió por el lado derecho de su madre. Estaba plenamente consciente y en él no había huella de suciedad del cuerpo de la madre»
[19]
. De Gautama, como de Jesús, se relatan numerosos milagros, y, ningún historiador serio pone en duda el hecho de las curaciones carismáticas de Jesús. Pero que haya habido milagros en el riguroso sentido moderno de una eliminación «sobrenatural» de las leyes de la naturaleza, de eso no hay pruebas históricas ni en cuanto a Gautama ni en cuanto a Jesús.
Por tanto, si lo que se designa como «filiación divina» de Jesús se redujese a tales acontecimientos extraordinarios en torno a su nacimiento o a sucesos milagrosos durante su vida y su muerte, Jesucristo no se distinguiría esencialmente del Buda o de los fundadores de otras religiones no cristianas. «Entonces», preguntará el hombre de hoy, «¿qué es lo que distingue verdaderamente a Cristo Jesús de las otras figuras relevantes de la historia de las religiones, del Buda en especial?». Para acercarnos con mucha prudencia a esta difícil cuestión, tenemos que partir de ciertas semejanzas exteriores, pero también interiores, entre Gautama y Jesús, semejanzas que resultan sorprendentes.
Por lo pronto,
algunas normas éticas fundamentales son iguales
en el budismo y en toda la tradición judeo-cristiano-islámica: no matar, no robar, no mentir, no fornicar… Imperativos éticos de una actitud humana que podrían servir de normas fijas para una ética común a todos los hombres, una ética universal. De lo que Jesús no habla es de una prohibición de la embriaguez, y no es casualidad, pues él no fue un asceta y sabemos que asistió a banquetes en los que, obviamente, se servía vino.
Pero cierto es que, en su
comportamiento
global, Jesús tiene más semejanza con Gautama que, por ejemplo, con
Mahoma
, profeta, caudillo militar y hombre de Estado, que disfrutó de la vida hasta el final, o con
Confucio
, el sabio oriental cuyo modelo era una antigüedad idealizada, que se interesaba por los viejos ritos y que abogaba por un orden social y por una armonía en la familia y en el Estado:
Pero no sólo en el comportamiento sino también en la
predicación
hay un parecido básico
Pero, por grande que sea la semejanza en el comportamiento global y en los rasgos fundamentales de la predicación y de la actitud interior, también es muy grande la disparidad en la configuración detallada, en la forma concreta, en la realización práctica.
Según los testimonios del Nuevo Testamento, Jesús no pertenecía a una familia de ricos y nobles terratenientes; no se crió —como según la tradición dice el propio Gautama de sí mismo— en la opulencia y el refinamiento, en medio de fiestas y de toda clase de placeres. No, parece evidente que Jesús nació en el seno de una familia de artesanos, que no podía permitirse los lujos que impulsaron a un rico heredero como Gautama a sentir hastío de la vida y después a huir de la casa paterna.
Contrariamente a Gautama, Jesús no se dirigió ante todo a sus coetáneos ahítos de civilización que, por tedio de la vida, deseaban escapar de la sociedad de la abundancia. Jesús se dirigió —sin tener el apoyo de ningún partido ni de ninguna autoridad humana, sin reclamar títulos de soberanía ni hacer de su propia función o de su propia dignidad el tema de su mensaje— a los fatigados y agobiados, a los pobres, que él no declara bienaventurados porque la pobreza sea un ideal deseable sino porque los pobres aún están abiertos a esa otra realidad que para él era lo principal.
Jesús no era un solitario entre solitarios (=
monachus
, monje) que luchan por alcanzar el Uno. Era el maestro de una comunidad nueva de discípulos y discípulas, para los que él no fundó una orden, ni estipuló reglas, votos, mandamientos ascéticos, ni tampoco prescribió hábitos o tradiciones especiales.
El mundo no fue para Jesús algo desprovisto de valor, que había que abandonar y contemplar, en el acto de la concentración interior, en su plena vanidad; menos aún es identificable sin más con el absoluto, sino que es la creación, buena en sí, pero corrompida sin cesar por los hombres.
El cambio de vida de Jesús no significó su renuncia a un camino equivocado y la búsqueda de la propia salvación; Jesús nunca alude a ninguna experiencia específica de conversión o iluminación. El cambio consiste para él en el abandono de la vida oculta y el comienzo de la pública: no un giro hacia dentro sino un viraje hacia el mundo, basado en su trato, peculiar e inmediato, con el Dios de Israel, a quien llama —con escandalosa confianza—
Abba
, «querido Padre», lo cual expresa al mismo tiempo distancia y proximidad, fuerza y seguridad. La meta no es, pues, la salida, mediante el propio esfuerzo, del ciclo de las reencarnaciones, sino la entrada en la plenitud, en el reino definitivo de Dios.