Hay un hecho indiscutible: solamente después de la muerte y resurrección de Jesús habla la comunidad cristiana primitiva de «asamblea» (en hebreo,
Kahal
; en griego,
ekklesía
; en latín,
ecclesia
). «Iglesia» en el sentido de una comunidad específica, distinta de Israel, es, sin lugar a dudas, un
fenómeno postpascual
.
Ekklesía
nace impulsada por el espíritu del
Kyrios
o «Señor» resucitado, y no es casualidad que la palabra alemana
Kirche
(«iglesia») provenga del griego
Kyrios
.
Ekklesía
no nace, pues, por un acto formal constitutivo o fundacional.
Ekklesía
existe en tanto en cuanto, una y otra vez, tiene lugar el hecho concreto de reunirse, de congregarse, de congregarse especialmente para el servicio religioso en nombre de Cristo. Ésa es la legitimación teológica de Iglesia. La reunión concreta es la manifestación actual, la representación, sí, la realización de la comunidad. Y, al revés, la comunidad es la portadora constante del hecho, repetido una y otra vez, de reunirse. Decisivo para que haya Iglesia no es, pues, un «acto fundacional», históricamente comprobable: decisivo es el «suceso» concreto de Iglesia, un suceso que se hace realidad siempre y cada vez que unas personas, en seguimiento de Cristo y en conmemoración suya —dondequiera, comoquiera y cuandoquiera que sea—, se congregan, rezan y actúan.
Precisamente con el ejemplo del
suceso de Pentecostés
, retocado por la leyenda, es posible comprender bien esto, pues en Pentecostés no tiene lugar un «acto fundacional» de la Iglesia, legalizado ante notario, sino que la Iglesia acontece como un «suceso», un suceso bajo la influencia del Espíritu de Dios. Pero ante todo, por supuesto, hay que ver que ni Pablo, ni Marcos ni Mateo saben nada de un «Pentecostés» específicamente cristiano. Es más, para un evangelista como Juan, hasta coinciden de manera explícita Pascua y Pentecostés, Resurrección y venida del Espíritu.
Por otra parte, sólo los Hechos de los Apóstoles, relativamente tardíos, de Lucas, nos informan de la
venida del Espíritu
como de un acontecimiento distinto de la resurrección y que tuvo lugar un día que era para los judíos la fiesta de la recolección (
Pentekoste
quiere decir el día quincuagésimo). Lucas sitúa esa fecha del calendario religioso judío en el contexto salvífico de promesa (Antiguo Testamento) y cumplimiento (Nuevo Testamento). Para él, Pentecostés es, con toda evidencia, el día en que el prometido Espíritu de Dios desciende sobre los hombres. Pentecostés se convierte así en la fecha de
nacimiento
de la comunidad de Jerusalén, que a partir de ese día supera el miedo, comienza a dar testimonio de Jesús, como Mesías-Hijo de Dios, y tiene los primeros éxitos misionales. Pero Pentecostés también puede ser entendido como el acontecimiento que marca la constitución de la Iglesia mundial, al hallarse ésta potencialmente presente en sus diferentes naciones y lenguas.
¿Tuvo lugar, históricamente, esa asamblea de Pentecostés? Las fuentes no permiten decidirlo con absoluta claridad, pero es muy probable que sí. La primera fiesta de Pentecostés posterior a la muerte de Jesús, fecha en la que sin duda llegaron a Jerusalén muchos peregrinos, pudo ser muy bien el día en que tuvo lugar la primera «asamblea» de los seguidores de Jesús, que habían regresado a Jerusalén procedentes (sobre todo) de Galilea. En esa ocasión, según los Hechos de los Apóstoles, también están presentes la madre y los hermanos de Jesús. Y bajo la influencia del Espíritu, es muy posible que se realizara esa constitución de una «comunidad» de los últimos días, con unas circunstancias concomitantes de orden entusiástico-carismático. Posiblemente Lucas se sirvió ya de una tradición, una tradición relativa a un éxtasis colectivo, que tuvo lugar por obra del Espíritu en Jerusalén, en la primera fiesta de Pentecostés posterior a la crucifixión y a la resurrección de Jesús.
En todo caso, el relato de Pentecostés que ofrece Lucas se ha impuesto de tal manera en la conciencia de la Iglesia, que a partir del siglo V empezó a celebrarse, además de la Pascua, una festividad específica de Pentecostés, posterior en cincuenta días a la Pascua, y después otra fiesta específica de la Ascensión, cuarenta días después de Pascua. Frente a aquel primitivo período de cincuenta días, tiempo de gozo en que la resurrección, la ascensión y la venida del Espíritu se celebraban a un tiempo, se va imponiendo ahora cada vez más una nueva visión historizante, con festividades que se celebran sucesivamente. Más aún: recurriendo a los datos temporales de la Biblia surgió, finalmente, como una ampliación a todo el año de la fiesta de Pascua, el «
año eclesiástico
» (un término del siglo XVI): un ciclo anual litúrgico formado a partir de las fiestas de Cristo y, posteriormente, de los santos. En la Edad Media, ese ciclo anual eclesiástico tuvo comienzos diferentes: la Pascua o la Anunciación a María, o sobre todo, la fiesta de Navidad, que empezó a celebrarse en el siglo IV. Sólo en la Edad Moderna se impuso la costumbre de comenzar con el primer domingo de Adviento.
«Pero el año eclesiástico no es la cuestión decisiva», estoy oyendo ya la objeción. «La pregunta capital que muchos se plantean actualmente es otra: ¿Qué falta hace una Iglesia hoy en día? ¿Hay que permanecer hoy en la Iglesia?».
Es un lugar común que la Iglesia se halla hoy en una dramática y profunda crisis de credibilidad, más aún, de legitimación. Esto, por supuesto, no sólo vale para la Iglesia católica; la Iglesia evangélica adolece muchas veces de falta de sustancia, de perfil propio, y en ella la pérdida de adeptos, de cristianos que practican, es aún mayor. Pero la Iglesia católica, debido a su renovado inmovilismo, a su despotismo jerárquico, a la incapacidad de aprender por parte de su «magisterio» y a la represión de la libertad del hombre cristiano, es, en mayor medida, blanco de las críticas de la opinión pública. Una ojeada al mercado actual de libros confirma esto en seguida. En Alemania, los libros más vendidos son los que presentan la «Historia criminal del cristianismo» (
Kriminalgeschichte des Christentums
, K. Deschner) o los que tienen como tema la fatal relación de la Iglesia con la sexualidad (U. Ranke-Heinemann, G. Denzler). A nivel internacional, es
best-seller
y
long-seller
un libro que culmina en la tesis del asesinato del papa Juan Pablo I y que lleva el provocador título de ¿
En nombre de Dios
? (Davis A. Yallop). Lo que en este libro causa asombro no es la hipótesis del asesinato que contiene; lo asombroso es que por lo visto haya en el mundo millones de personas que consideren a determinados círculos eclesiásticos capaces de realizar, «en nombre de Dios», oscuras operaciones financieras y relacionarse con organizaciones criminales (lo que desgraciadamente es cierto), pero capaces también de recurrir, si es necesario, a la violencia y al asesinato: cosa que ni está demostrada ni, en mi opinión, tampoco es probable.
Un lenguaje más claro hablan, eso sí, las estadísticas. Debido a la catastrófica falta de sacerdotes, la labor pastoral de la Iglesia católica está disminuyendo en todo el mundo. En 1990 se podía leer incluso en el órgano del Vaticano,
L'Osservatore Romano
, que el proceso de envejecimiento de los sacerdotes se ha acelerado en los últimos diez años en casi un 360% y que de 212.500 parroquias que hay en el mundo, 53.100 están sin ocupar
[46]
. Desde mediados de los años sesenta, o sea, desde que finalizó el concilio Vaticano II, también ha disminuido de modo dramático el número de sacerdotes. Se calcula que más de 100.000 se han casado desde entonces.
Esta situación se refleja de modo especial en la superrica y superorganizada Iglesia alemana. De los 27,1 millones de católicos que hay actualmente en Alemania Federal, en 1990 iban regularmente a misa no más de 6,5 millones, o sea, el 24,4%. Hasta la prensa católica oficiosa publica ahora artículos sobre la Iglesia del año 2000, con titulares como: «Parroquia sin párroco»
[47]
. He aquí el comienzo: «La falta de sacerdotes se ha agudizado dramáticamente en la Iglesia católica. Ya hace tiempo que no pueden proveerse todos los puestos vacantes». Pero en lugar de abolir por fin la medieval ley del celibato, inhumana y carente de base bíblica, y de admitir al sacerdocio a los casados y a las mujeres, se echa mano desesperadamente de los laicos y se elaboran ilusorios planes pastorales, que son para los párrocos una carga insoportable y que ni siquiera conceden los necesarios poderes a los teólogos laicos. En su conjunto, se trata de una política pastoral bajo el signo de la catástrofe, una política de la que los responsables tendrán que justificarse ante Dios y la historia, exactamente igual que sus obstinados predecesores de la época de la Reforma.
No nos llamemos a engaño: muchos ven en la Iglesia, por lo menos en la Iglesia alemana, una máquina todavía bien engrasada por el dinero del impuesto religioso y que funciona sin contratiempos como una burocracia a gran escala, pero que, en buena parte, carece de alma porque se le ha ido el espíritu. Ese espíritu parece que hoy en día se ha posado en muchos casos fuera (o debajo) de la institución eclesiástica, en toda una red de los más diversos grupos: desde tertulias bíblicas, grupos juveniles y círculos de meditación, pasando por asociaciones pacifistas y ecológicas, hasta comunidades que se inspiran en la India o en el Lejano Oriente. Y hasta muchos que se mantienen fieles a su Iglesia se han apartado hace tiempo del curso oficial de la jerarquía en cuestiones de importancia capital. Según la encuesta «¿Crisis de confianza en la Iglesia?», realizada en 1989 por encargo de la Conferencia Episcopal Alemana, sólo se declaran a favor de la infalibilidad del papa un 16% de los católicos alemanes, sólo un 23% rechazan todo tipo de aborto, y contra el empleo de anticonceptivos se declaran sólo un 8%; el 70% harían caso omiso de las decisiones del papa
[48]
.
Y cuantas más personas pasan por la experiencia de que la jerarquía católica actual, cerrando los ojos a la realidad, gobierna prescindiendo de ellas, que se les imponen obispos que no son pastores de almas sino administradores adictos a Roma, que en cuestiones de moral sexual se les amordaza la conciencia y que las mujeres siguen discriminadas, tanto más se les plantea a las cristianas y a los cristianos católicos la pregunta a la que muchos protestantes ya hace tiempo que han respondido negativamente: «¿Por qué permanecer en la Iglesia? ¿Por qué no salirse de ella, como han hecho tantos otros? ¿No se puede también ser cristiano sin tener una Iglesia? ¿No es posible seguir a Jesús sin ligarse a una institución y sin contribuir uno mismo, mediante la ayuda que se le presta, al desastre actual? ¿No es esa separación oficial un acto de honradez, de valor, de protesta, o simplemente de necesidad y de hastío?».
Sólo repito aquí brevemente la respuesta que he dado infinidad de veces a esa pregunta: aun comprendiendo perfectamente los motivos que pueda tener personalmente cada individuo para abandonar la Iglesia y el ministerio eclesiástico y para dedicarse a otras tareas, yo, por mi parte, nunca he podido hacer eso. Siempre he tratado de aceptar la comunidad de los fieles, pese a todas las debilidades y pese a todos los fallos. Siempre he tenido la sensación de que el abandono del barco de la comunidad eclesiástica —para muchos un acto de honradez y de protesta— para mí sería un acto de cobardía y una capitulación. Habiendo estado en él en mejores tiempos, ¿voy a abandonar el barco en plena tormenta y dejarles a los otros, a aquellos con quienes navegué hasta ahora, la tarea de aguantar el temporal, de sacar el agua y, quizás, de luchar por la supervivencia espiritual? No, a pesar de los pesares. Ha sido mucho lo que se me ha dado en la comunidad de fieles en la que he crecido y vivido, como para que pueda dejarla sin más. Ha sido mucho lo que yo he luchado por el cambio y la renovación como para permitirme defraudar a quienes han luchado a mi lado. No quiero dar esa alegría a los adversarios de la renovación, ni ese disgusto a los amigos. Yo no defiendo un cristianismo elitista que pretende ser mejor que la mayoría, ni tampoco utopías eclesiásticas que aspiran a formar una comunidad ideal de personas animadas por unos mismos y puros principios. Pese a todas las dolorosas experiencias que he sufrido en mi Iglesia, creo que vale la pena la lealtad crítica, que tiene su sentido oponer resistencia, que hay posibilidad de renovación y que no se puede excluir el que en la historia de la Iglesia se dé otro cambio positivo. Pero esto presupone que se sepa lo que es Iglesia. Y por eso pasamos a la pregunta siguiente:
De «Iglesia» sólo se puede hablar hoy adecuadamente si se deja claro, ya de entrada, que de ninguna manera hay que equiparar Iglesia con «jerarquía». Pues jerarquía significa «dominación sagrada». Precisamente eso es lo que no debía haber en la Iglesia, razón por la cual esa palabra tampoco aparece en el Nuevo Testamento. En el Nuevo Testamento lo que aparece sistemáticamente es otra palabra: «
diaconía
». Y «diaconía» significa «servicio». Dicho de otra manera: en todas partes se ejerce poder, en la Iglesia también, en principio no habla nada en contra de ello. Lo único es que cuando el poder se ejerce en nombre de Jesús, nunca ha de ser con intención de dominar, sino de servir. Los hombres de hoy tienen gran sensibilidad para esto y notan al punto si su párroco, su obispo o su papa quieren servir o (aunque sea «en nombre de Dios») dominar: con el fin de conservar o incluso de acrecentar el poder. Y por suerte no son pocos los pastores de almas, a todos los niveles, que merecen credibilidad como servidores de sus fieles.
Y otra cosa: según el Símbolo de los Apóstoles, los cristianos no tienen que creer «en» la Iglesia. ¿Es cierto eso? Es cierto, de lo contrario sería demasiada importancia la que darían a la Iglesia; todo lo más, podría hablarse así en un sentido muy inexacto. Llama la atención que el credo dice: «Creo
en
Dios,
en
Jesucristo,
en
el Espíritu Santo», pero después: «Creo
la
Iglesia». Esa diferencia merece ser tenida en cuenta; es más que un matiz lingüístico. Expresa teológicamente la diferencia fundamental entre Dios Padre, Hijo y Espíritu por un lado, e Iglesia por otro, una diferencia que no hay que borrar. La Iglesia se halla mencionada, prácticamente siempre, en el tercer artículo de la fe, en el contexto de la fe en el Espíritu Santo. Muy significativa es, en especial, la que fue originariamente tercera pregunta del reglamento eclesiástico más antiguo que ha llegado hasta nosotros (
Traditio apostolica
de Hipólito Romano, hacia el año 215, bastante más antigua, por tanto, que el Símbolo de los Apóstoles). La pregunta, muy precisa, reza así: «¿Crees también
en
el Espíritu Santo
que está en
la santa Iglesia para la resurrección de la carne?». Esto es, en efecto, fundamental: un cristiano cree
en
Dios y
en
el Espíritu Santo; la Iglesia, en cambio, es, en su calidad de comunidad humana, solamente el lugar donde actúa o donde debería actuar, a través de los hombres, el Espíritu de Dios.