Y pese a todo ello, hay un sinnúmero de católicos, de protestantes y ortodoxos, y no pocas parroquias católicas, protestantes y seguramente también ortodoxas, que practican un auténtico
ecumenismo
. De esa manera, hoy un cristiano puede ser cristiano en pleno sentido, sin negar su propio pasado confesional, pero sin cerrar el camino a un mejor porvenir ecuménico. No es posible dejar de verlo: para un número creciente de coetáneos, ser verdaderamente cristiano significa ser ecuménicamente cristiano.
«Con eso aún se podría estar de acuerdo», dirán algunos a esto, «pero el atributo de la Iglesia menos digno de crédito es, de seguro, la
santidad
.
Credo sanctam ecclesiam
: ¿la santa Iglesia? ¡Eso es más ilusión que realidad!». De ahí la siguiente pregunta:
Visto de modo realista, hay que consignar de entrada, sin ningún tipo de reservas, que la Iglesia real es una
Iglesia pecadora
, porque consta de personas que fallan, que se equivocan. Este hecho es hoy tan evidente que al hombre contemporáneo no hace falta en absoluto que le hablen de tantas decisiones equivocadas, de tantos desaciertos, fallos personales, culpa personal de quienes desempeñan el ministerio, de tantas imperfecciones, defectos, deformaciones. Así es: ya se trate de la discriminación de las mujeres y de la quema de brujas, de las persecuciones de teólogos y herejes, del antijudaísmo y la persecución de judíos, de los papas renacentistas o del caso de Juan Hus, de Lutero, Descartes, Giordano Bruno, Galileo, Kant, Loisy, Teilhard de Chardin. y de tantos otros: ningún cristiano debería tener reparos en hablar de la ceguera, increíble muchas veces, de los terribles pecados, de los vicios tan diversos que hay en la Iglesia: en su Iglesia.
A ello contribuye no sólo el fallo del
individuo humano
como tal, sino también lo inhumano de
muchas estructuras eclesiásticas
, y hasta una maldad que va más allá del fallo individual, con una fuerza que sólo puede tenerse por demoníaca y que lleva, por ende, a la perversión de lo cristiano. Para ello no haría falta reescribir, repetidas veces, la «historia criminal del cristianismo». ¡Quién no ha pasado, en su propia biografía, por suficientes experiencias como para poder decir: La historia de la Iglesia es, en su conjunto, no sólo una historia perfectamente humana, sino también una historia hondamente pecaminosa! Y lo fue desde los inicios. Sólo hay que leer las cartas del Nuevo Testamento para verse confrontado con la triste realidad de la culpa y el pecado. Por eso:
Ninguno de esos subterfugios constituye una ayuda. La realidad se impone: la Iglesia es una Iglesia de pecadores y por tanto una Iglesia pecadora. Ahora bien, de esa evidencia resulta, inversamente, que la
santidad
de la Iglesia no viene dada por sus miembros ni por lo que éstos hacen o dejan de hacer desde el punto de vista religioso-moral.
Pero ¿qué quiere decir «santo»? Tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, «santo» es el hecho de «ser puesto aparte» por Dios y para Dios, por oposición a lo «pro-fano» (= lo que está delante del
fanum
, del recinto sagrado). Llama la atención, sin embargo, que en el Nuevo Testamento nunca se hable de una «Iglesia santa». Pero sí se habla constantemente de comunidades que, en cuanto tales, son denominadas «santas», ya se hable de «pueblo santo» o de «templo santo» cuyas piedras vivas son los fieles. En comparación con el Israel del Antiguo Testamento, el elemento concreto, sagrado, pasa claramente a segundo plano. En el Nuevo Testamento no hay recintos ni objetos sagrados, distintos de los demás. Tampoco se califica de «santos» al bautismo y a la cena, pues no aportan santidad por sí mismos, con mágico automatismo, sino que dependen enteramente del Espíritu Santo, por un lado, y del hombre que cree, que da una respuesta, por otro. El Nuevo Testamento no habla de santidad institucional, no habla de una Iglesia que provee del atributo de «sagrado» a la mayor cantidad posible de instituciones y personas, de lugares, períodos de tiempo y utensilios. La santidad de que habla el Nuevo Testamento es, si acaso, la santidad totalmente personal, una actitud de principio «santa» en cada persona, es decir, una orientación global en la voluntad del Dios «santo».
En resumen: la comunidad concreta de fieles que se llama a sí misma Iglesia es santa y pecadora a la vez. Es el campo de batalla donde combaten el Espíritu de Dios y el espíritu del mal que hay en el mundo, y la línea que separa los frentes no pasa sin más entre la Iglesia santa y el mundo no-santo, sino por medio del corazón de los hombres.
«Pero, siendo así las cosas, ¿se puede seguir hablando, como lo hace el credo, de una
communio sanctorum
?», preguntará aquí mi interlocutor. «¿No ha perdido su sentido, siendo así las cosas, el concepto de «comunión de los santos»?
Ya hemos visto que desde la perspectiva del Nuevo Testamento, la
communio sanctorum
debe ser entendida simplemente como la comunidad de los fieles (
communio fidehum
). Se trata solamente de otra manera de definir la Iglesia. Esos «santos» son todo lo contrario de personas ideales y selectas; no son santos de pedestal sino hombres creyentes, personas llenas de faltas y de pecados, pero que, llamados por Dios a través de Cristo, han abjurado del mundo pecaminoso e intentan modestamente, en la vida cotidiana, seguir a Cristo. No son, pues, santos de confección propia sino sólo «llamados a ser santos» (1 Cor 1,2), «santos en Cristo Jesús» (Flp 1, l), «santos y amados elegidos» (Col 3,12). La Iglesia, entonces, sólo puede recibir el nombre de «santa» en la medida en que ha sido llamada por Dios mismo a través de Cristo, en el Espíritu, para ser la comunidad de los fieles, y en la medida en que, sacada de la banalidad del decurso del mundo por la amorosa y liberadora solicitud de Dios, se ha puesto a su servicio.
El mismo Dios
, al apoderarse, en tanto que Espíritu Santo, del corazón de los hombres y establecer su dominación,
es el fundamento de la comunión de los santos
.
Sin embargo, no puede pasar inadvertido el hecho de que en el Símbolo de los Apóstoles la «comunión de los santos» no es sólo una aposición, un aditamento a la «santa Iglesia católica». Llama la atención que, como aditamento del
Symbolum
, esa fórmula no aparece hasta las inmediaciones del año 400 (en Nicetas de Remesiana), llegando a la confesión de fe romana, al Símbolo de los Apóstoles, en el transcurso del siglo V, a través de los símbolos de la fe galo-españoles. Pero entonces se dan, con toda evidencia, dos posibilidades de interpretación que van más allá de la «comunión de los santos», de la «comunidad de los fieles»:
«¿Pero usted no querrá —ya estoy oyendo cómo me interrumpen— obligarnos a nosotros, hombres del siglo XX, protestantes incluidos, a aceptar, conforme al espíritu de la restauración romana, la veneración medieval de los santos y de María? ¿Hay que venerar a los santos, en especial a María, para ser cristiano?».
La respuesta a tal pregunta requiere relativamente pocas palabra: ni siquiera el católico tradicional de la Contrarreforma, posterior al concilio de Trento (siglo XVI), «tiene que» venerar a los santos. Lo que en aquel concilio se afirmó es solamente que tal veneración de los santos es «buena y provechosa»
[49]
. En ninguna parte se habla de obligación ni, menos aún, de que esa veneración sea necesaria para la salvación. Y que entre la veneración de los santos y la adoración, reservada a Dios, hay una diferencia fundamental ya lo afirmó el concilio II de Nicea, en 787, en contra de los «iconoclastas», los destructores de imágenes de la Iglesia oriental. Esa diferencia entre
veneratio
(aplicada a los santos) y
adoratio
(que le corresponde únicamente a Dios y a su Cristo) siempre ha existido también en la Iglesia católica de Occidente.
Ahora bien, la veneración de ciertos mártires (ya desde el siglo II), pero también de destacados no-mártires, «confesores», tuvo su origen en la
Iglesia «de abajo
», como espontánea iniciativa de los propios fieles. Sólo al cabo del tiempo se encargaron de ello los obispos y finalmente Roma —en el contexto de la centralización que tuvo lugar en la Iglesia romana a partir de los siglos X-XI, lo que abocó en último término, conforme al uso romano, a un procedimiento jurídico, exactamente regulado, a los «
procesos de canonización
», en los que, hasta el día de hoy, los milagros (últimamente también los milagros «morales») desempeñan un papel preponderante y no poco problemático. Sólo aquel a quien se le ha concedido el «honor de los altares», es decir, quien puede ser expresamente mencionado, en el marco de la liturgia oficial, con el objeto de recibir la veneración y los ruegos de los fieles, puede ser calificado, legalmente, de «santo» o «beato». Es sabido que el culto a los santos llevó en la tardía Edad Media a enormes abusos (veneración de reliquias, indulgencias, negocios de la curia). Por eso es más que comprensible que los reformadores hayan sometido a dura crítica el culto a los santos, o que incluso —como Calvino y las Iglesias reformadas— lo rechacen de plano.
El hecho de que en los diez siglos pasados hayan sido canonizados el doble de hombres que de mujeres, solamente 76 laicos frente a 303 clérigos y monjas, y poquísimos casados, todo lo más viudos, no puede ponerse, sin más, de cuenta del Espíritu Santo. El papa actual ha vuelto a descubrir la canonización y la beatificación como instrumento de su política eclesiástica restauradora, de tendencia medieval; en este contexto salta a la vista, como ejemplo manifiesto de la autosuficiencia y falta de autocrítica de la jerarquía, el caso de la beatificación de Edith Stein, quien, siendo judía, sirvió de pretexto para un espectáculo autoafirmativo y triunfalista de la jerarquía católica, sin que hubiera una sola palabra de autocrítica sobre el fracaso absoluto de esa jerarquía en la época en que Edith Stein fue transportada a la cámara de gas de un campo de concentración nacionalsocialista no por ser monja católica sino por ser judía.
Pese a todo, no puede decirse que hoy en día la conmemoración de los «santos» sea simplemente absurda. Ciertos protestantes abogan por la «veneración evangélica de los santos», una veneración que, conforme a la línea moderada de Martín Lutero, exige sin embargo ciertas condiciones. Tales condiciones tienen importancia también para los católicos: si se venera a los santos, que no sea a costa de Dios o de Cristo. Es inaceptable la descentralización de la fe. La veneración de ciertos santos puede contribuir a
afirmar
la fe. Los ejemplos concretos de cómo seguir a Cristo pueden ayudar a
encauzar la propia
vida
. El abarcar en su conjunto la larga historia del seguimiento de Cristo puede crear
solidaridad
a través de los tiempos.
El hecho de que en la Iglesia católica las
indulgencias
hayan desaparecido hoy en gran parte y de que se haya puesto freno a la veneración de las reliquias no sólo ayuda al diálogo ecuménico sino a la espiritualidad católica. Y, a la inversa, es innegable que figuras como Francisco de Asís y Tomás Moro, Hildegard von Bingen y Teresa de Ávila, impulsan a muchos cristianos evangélicos a vivir el cristianismo. ¿Y por qué una figura viva, sacada de la historia dos veces milenaria de la Iglesia —y esto vale también, por supuesto, para personajes auténticamente evangélicos como Dietrich Bonhoeffer o Martin Luther King— no va a significar para nosotros lo mismo que cualquiera de esos personajes bíblicos, que conocemos, si acaso, de manera muy esquemática?