Por lo que toca a ese monumental «Juicio final» de Miguel Ángel, hay que decir que incluso el arte más genial no es más que arte. Es decir: la imagen bíblica de la concentración de la humanidad entera (piénsese solamente en concentrar en Jerusalén a los 5.000 millones de personas que viven hoy) no es ni más ni menos que una imagen. ¿Qué quiere decir esa imagen? Quiere decir que al final, definitivamente,
se reunirán todos los hombres
, incluidos los más pobres, los más despreciados, los maltratados, los asesinados,
en Dios, para que, por fin, se haga justicia
. O sea, una reunión de toda la humanidad con su creador, juez, consumador: dónde, cuándo y del modo que fuere. Ya el encuentro del individuo con Dios, en la muerte —así lo he expuesto anteriormente— tiene un carácter crítico, de desglosamiento, de ordenamiento, de purificación, de juzgamiento y, solamente así, de consumación.
«Si lo entiendo bien» , observa aquí un coetáneo, «podemos dejar definitivamente arrumbada esa idea del juicio final. ¿Pero no pierde también su validez, consecuentemente, lo que dice el credo sobre la venida de Cristo?».
¡No, justamente!
La idea bíblica
en sí
del juicio
, que aparece a lo largo del Nuevo Testamento, es
irrenunciable
. La imagen bíblica del juicio final no pierde su valor de mensaje. En alegórica intensificación se ven claramente en ella muchas cosas relativas al sentido y a la meta de la vida del individuo humano y también del conjunto de la historia de la humanidad, cosas que también son relevantes para el hombre de hoy:
«Pero bueno, dejemos todas esas cuestiones de principio. Una pregunta directa: ¿Cree o no cree usted en el diablo, en el infierno, en el purgatorio?».
Nada sería más ingenuo que negar o tan siquiera quitar importancia al
poder del mal
en la historia del mundo y en la vida del individuo. Existe ese poder en mayor y en menor extensión, y ¡ay de quien se exponga a él, donde fuere y del modo que fuere! El poder del mal se puede bagatelizar de dos maneras:
¿Y
Jesús
? Aunque él vivió en tiempos de intensa fe en los demonios, llama la atención el hecho de que en él no se trasluzca ningún dualismo de proveniencia persa, un dualismo en que Dios y el diablo luchen a un mismo nivel por poseer al hombre y al mundo. Él no predica el mensaje amenazador del reino de Satán sino el mensaje alegre del reino de Dios. Son precisamente sus curaciones y expulsiones de demonios —toda enfermedad, especialmente la enfermedad del alma (epilepsia) se atribuía en aquellos tiempos a un demonio— lo que demuestra qué era importante para él y dónde estaba el centro de
su predicación: en la dominación curadora, liberadora, santificadora
, de Dios. Lo que quiere decir, a la inversa, que la dominación de los demonios ha llegado a su fin. Satán ha caído, como un rayo, del cielo, se lee en el evangelio de Lucas. La expulsión de los demonios no es, por consiguiente, en Jesús una confirmación del poder de los demonios, sino un avance en cuanto a la des-demonización y des-mitologización del hombre y del mundo, y la liberación hacia una verdadera humanidad y salud psíquica. El reino de Dios es una creación buena. Jesús quiere liberar a los posesos de las servidumbres psíquicas, rompiendo así el círculo vicioso de trastorno psíquico, fe en el demonio y marginación social.
Ha sido, sobre todo, el teólogo católico Herbert Haag quien ha tenido el mérito de «despedir» con toda claridad —sin negar, por supuesto, el poder del mal en el mundo— a ese género de mal personificado, de fe en el demonio, una fe que ha causado un daño incalculable
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. Y sería, en efecto, insensato ese esquematismo dualista que presupone sin más lo siguiente: como creemos en un Dios personal, hay que creer también en un diablo personal; como hay cielo, tiene que haber también infierno, como hay vida eterna tiene que haber también sufrimiento eterno. Como si, porque exista una cosa, tuviese que haber siempre la cosa contraria; como hay amor, tiene que haber siempre odio. No: Dios, para ser Dios, no necesita un antidiós. Con justa razón, por tanto, no se menciona en el credo al diablo.
«Pero en la Biblia se afirma claramente que existe un infierno eterno», seguirán insistiendo algunos. «¿O es que hay que despedirse, consecuentemente, del infierno, una vez que se ha dicho también adiós a la idea del “diablo”?».
Muchos teólogos, cuando se les pregunta directamente por el infierno, suelen responder con rodeos, con evasivas, diciendo que «de ese tema ya no se habla». No se atreven a repetir las antiguas ideas mitológicas, pero evitan dar una nueva y clara respuesta: se atraería uno no pocas enemistades en la propia Iglesia. Esto vale no sólo para la Iglesia católica, en la que, hasta el concilio Vaticano II, se defendía la doctrina, supuestamente infalible, del concilio de Florencia de 1442, según la cual todo el que estuviere «fuera de la Iglesia católica… caerá en el fuego eterno, que está preparado para el demonio y sus ángeles»
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. Sino que vale también para la Iglesia luterana, en la que la creencia de Lutero en el demonio y su miedo al infierno han tenido un papel preponderante basta bien avanzado el siglo XX, como lo demostró, por ejemplo, la discusión —de amplia resonancia— acerca del infierno que tuvo lugar en la Iglesia noruega en los años cincuenta.
Yo quisiera dar aquí una respuesta clara, pero matizada. El «miedo infernal» se ha convertido en expresión proverbial, y para mí, si quisiera infundir miedo al infierno, sería bien fácil buscar otra representación del juicio, en lugar de la esperanzadora escena del santuario de Wies: por ejemplo, la
Caída de los condenados
, de Signorelli, en la catedral de Orvieto, o los cuadros del Bosco, o también —en la literatura— las drásticas descripciones en el Infierno de Dante. Pero cuando pienso en cuánto complejo sexual y de culpabilidad, en cuánto miedo al pecado y a la confesión han contribuido a formar esas imágenes del infierno, y hasta qué punto, a través de los siglos, se cimentó el poder de la Iglesia sobre las almas mediante el miedo a la eterna condenación, no puedo, por mucho que quiera, pronunciar un sermón sobre el infierno, al estilo de Juan Crisóstomo o de Agustín, de Abraham de Santa Clara o del dogmatista noruego O. Hallesby, quien declaró por radio a su nación: «Hablo seguramente esta noche a muchos que saben que no se han convertido. Tú sabes que, si cayeses muerto al suelo, te precipitarías directamente en el infierno»
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. El resultado de ese miedo al infierno han sido, con harta frecuencia, cristianos intimidados, angustiados, que al tener ellos miedo, propagaban también ese miedo. Lo que muchas veces angustiaba a los mismos piadosos expertos en dogmática y moral —sexualidad reprimida, agresividad, dudas de fe— lo combatían, para compensar, en los demás. Para salvarse a sí mismos y a los demás —especialmente a judíos, herejes, incrédulos, brujas—, todos los recursos les parecían buenos. Con la espada, con la tortura y, una y otra vez, con el fuego, se combatía a quienes merecían la eterna condenación, a quienes estaban destinados al fuego del infierno. Sin embargo, dando muerte al cuerpo en esta vida, se podía quizá salvar el alma para la otra vida. Conversiones forzosas, quemas de herejes, persecuciones de judíos, cruzadas, caza de brujas, guerras de religión en nombre de una «religión del amor» han costado millones de vidas humanas. En verdad: el último día, el día del juicio conjurado por la secuencia
dies irae, dies illa
, que introdujo en la misa de difuntos, en 1570, el papa Pío V, antiguo Gran Inquisidor romano, ese día del juicio la Iglesia lo ha hecho implacablemente realidad, con harta frecuencia, ya antes de la aparición del juez del universo. Y, desgraciadamente, tampoco los reformadores —torturados y obsesionados ellos mismos por el miedo al diablo y al infierno— han vacilado en perseguir violentamente a incrédulos, judíos, brujas e «iluminados». Se comprende quizá ahora qué importante es lo que afirma la Escritura: que no serán prelados ni teólogos quienes hagan justicia el día postrero, sino Jesucristo mismo.
No: si hoy ya no muere nadie en la hoguera, ello no hay que agradecérselo a las Iglesias oficiales sino a la Ilustración, que también se encargó de que la escena del juicio del santuario de Wies fuese más optimista. Y en lo que toca al momento actual: si el empleo de anticonceptivos fuese gravemente pecaminoso, como afirma la doctrina ortodoxa del Vaticano, ello bastaría —según esa misma doctrina ortodoxa— para condenar a innumerables personas al «suplicio de las penas eternas»…
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.
«Pero, entonces, ¿cómo va a asimilar usted hoy, en tanto que cristiano, todas esas horribles historias?», dirán algunos. «¿Es posible siquiera superar esas historias del infierno?». Sólo es posible dar una respuesta si volvemos, también en esta cuestión, a nuestros orígenes y tomamos como medida crítica a aquel en cuyo nombre se montó todo ese escenario: a Jesús de Nazaret. Quien mira hacia él, comprueba que
Jesús de Nazaret no predicó sobre el infierno
, por mucho que hablara del infierno y compartiese las ideas apocalípticas de sus coetáneos: en ningún momento se interesa Jesús directamente por el infierno. Habla de él sólo al margen y con expresiones fijas tradicionales; algunas cosas pueden incluso haber sido añadidas posteriormente. Su mensaje es, sin duda alguna,
eu-angelion
, evangelio, o sea, un mensaje alegre, y no amenazador. El hombre tiene que aceptar ese mensaje, tiene que aceptar al mismo Dios, con esa confianza que no vacila y que se llama fe: «Creed en la buena nueva» (Mc 1,14). La fe tiene para Jesús, entonces, un sentido totalmente positivo. El cristiano cree por tanto «en» el Dios misericordioso, tal y como se mostró a través de Jesucristo y como obró a través del Espíritu Santo. Pero él no cree «en» —no confía en—
el infierno
. Con razón no se menciona el infierno en el credo.
¿Pero queda así resuelto lo que quiere decir ese símbolo de «infierno»? Aquí tenemos que buscar una respuesta más compleja. Ya en la Antigüedad hubo relevantes Doctores y Padres de la Iglesia —Orígenes, Gregorio de Nisa, Dídimo, Diodoro, Teodoro de Mopsuestia y también jerónimo— que pensaban que la pena del infierno era sólo temporal. Pero un sínodo que iba dirigido contra Orígenes y que se celebró en Constantinopla definió, medio milenio después de Jesucristo (año 543), que la pena del infierno no tenía límite temporal, que su duración era eterna
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. Esa definición, como es natural, no acabó con el problema. Pensémoslo bien: ¿a causa de —tal vez— un solo pecado mortal ha de ser condenado eternamente una persona, o sea, ha de sufrir, ha de ser eternamente desgraciado?, ¿sin la menor perspectiva de salvación, ni siquiera pasados miles de años?
«Lasciate ogni speranza, voi ch'entrate» («Dejad toda esperanza los que entráis»): esa frase, que Dante escribió en su Divina comedia
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a las puertas del infierno, sólo la pronuncia con toda tranquilidad quien,
a priori
, no se incluye en el número de quienes pertenecen a esa categoría. Pero desde la Ilustración, y sobre todo desde los tiempos en que, en el terreno pedagógico y penal, se empezó a prescindir del concepto de castigo como pura represalia sin posibilidad de regeneración, muchas personas consideran
inaceptable, ya sólo por razones humanitarias
, el tener que creer en un castigo de alma y cuerpo que dure toda la vida y, menos aún, toda la eternidad. En 1990, en los Estados Unidos creían en el infierno, pese a todo, un 65%; en Irlanda, el 50%, y en Irlanda del Norte, incluso un 78%; en Canadá, sólo un 38%, en Italia, un 36%; en España, un 27%, y en Gran Bretaña, un 25%. Aún más abajo en la escala se hallan Noruega (18%), Francia (16%), Bélgica (15%), Holanda (14%) y Alemania occidental (13%); al final de la lista se encuentran Dinamarca, con un 8%, y Suecia, con un 7%. No es un gran consuelo saber que hay mucha más gente que cree en el cielo (incluso en Suecia, cuatro veces más)
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. Por supuesto que, en asuntos de fe, no ha de tener razón, por principio, la mayoría. Pero tampoco tiene que estar equivocada por principio, sobre todo cuando, en otros casos en que la teología y la jerarquía católicas creen verse confirmadas, se acude al «pueblo creyente», al
sensus fidelium
, al «instinto de los creyentes en cosas de fe».