Y con ello estamos en el punto fundamental: ¿no tendría que haber hoy de nuevo —aunque de otra manera que antes— una especie de
ars moriendi
, una «cultura del morir»? ¿Y no tendría que ser posible, partiendo de la fe en Dios, de la fe en la vida eterna de Dios, en nuestra vida eterna, en mi vida eterna, morir una muerte muy distinta, una
muerte
humana, una muerte realmente digna del hombre,
digna del cristiano
? Sin entender aquí lo cristiano como un aditamento, como una droga superior, como una superestructura, una mistificación; sino entendida como una profundización, como un sondeo de lo humano que también puede medir y abarcar en toda su extensión los abismos negativos, oscuros, mortales.
No: cuando el cristiano se dispone a morir, no tiene —como el estoico— que reprimir emociones, negar afectos, simular frialdad emocional, imperturbabilidad. Jesús de Nazaret no murió como un estoico, con fría serenidad, libre en lo posible de dolores, sino entre atroces sufrimientos y clamando el abandono de Dios. A la vista de esa muerte, el cristiano tampoco tiene por qué ocultar angustias y temblores, pero —sintiendo en su cuerpo la angustia mortal de Jesús, resonándole en los oídos su grito de abandono— puede confiar en que esas angustias y esos temblores son aceptados por Dios para ser transformados en libertad de los hijos de Dios. La actitud del cristiano ante la muerte pasa a ser actitud ante una
muerte transformada
, una muerte a la que se le ha quitado «el aguijón», la fuerza.
Así es: desde que, con la resurrección de Jesucristo, se le quitó a la muerte el aguijón, no ha dejado de resonar el mensaje de la vida eterna en Dios, quien, en Jesucristo, mostró su fidelidad. Desde entonces, los creyentes pueden confiar plenamente en que no hay abismos humanos, culpa, angustia, miedo a la muerte, abandono, que Dios no pueda abarcar, un Dios que siempre, incluso en la muerte, se adelanta al hombre. Desde entonces podemos estar confiadamente seguros de que al morir no pasamos a las tinieblas, al vacío, a la nada, sino a una nueva existencia, a la plenitud, al pleroma, a la luz de un día completamente distinto; y que, para ello, no tenemos que hacer nada, sólo recibir la llamada y dejarnos acompañar, dejarnos llevar.
Desde esta perspectiva teológica, la
muerte
tendrá para el hombre que cree, que confía,
otra relevancia
. La muerte dejará de ser una fuerza brutalmente destructiva, dejará de ser aniquilación, la definitiva interrupción de las posibilidades humanas. Ya no será la enemiga del hombre que acaba triunfando sobre él. No: la muerte no viene a liberarnos, Dios es el liberador que nos libera también de la muerte.
¿Puede tener todo esto consecuencias prácticas en cuanto a nuestra relación con el paso de la vida a la muerte? Más exactamente: desde esta perspectiva, ¿no sería
posible morir otra muerte, sobre todo cuando se nos ofrece tiempo
para morir y la muerte no nos coge desprevenidos?, ¿no puede ser posible —ayudados, claro, por el saber de los médicos, por los medicamentos necesarios, y, esperémoslo, rodeados y sostenidos por gente buena— morir no sin dolores ni aflicción, pero sin miedo a la muerte? Confiando plenamente, conforme vamos cortando poco a poco nuestros vínculos con personas y cosas, en ese vínculo, el retro-vínculo, la
re-ligio
: esperando, en medio de la despedida —realizada quizá conscientemente, fortalecidos por los sacramentos—, un nuevo comienzo, sabiendo que el morir fue siempre una parte de la vida cristiana. Yo sé, por haber sido testigo, que es posible morir otra muerte: es decir, morir con tranquila serenidad, con segura confianza, e incluso —después de haber puesto todo en regla—
contento y agradecido por la vida
—rica pese a todos los males—
de este mundo
. Una vida que ahora es «superada» para la eternidad en el triple sentido de Hegel. Primeramente, en un sentido negativo:
destruida
por la muerte. Pero también en un sentido positivo:
conservada
por la muerte de la muerte. Y así, finalmente, en un sentido trascendental:
elevada
por encima de la vida y de la muerte hasta lo infinito de la vida eterna, de una dimensión que no es espacio-temporal, sino divina.
Vita mutatur, non tollitur
: «
La vida es
transformada, no arrebatada
» (prefacio de difuntos). Morir contento y agradecido: eso es lo que yo consideraría una muerte digna del hombre, digna del cristiano.
Pero hay una última pregunta que me querrán plantear quienes se hayan formado religiosamente en el catecismo clásico: la pregunta «¿para qué estamos en el mundo?». Si se tiene en cuenta la tan deplorada confusión de ideas de la juventud, su pérdida de orientación, tal pregunta es, en efecto, apremiante.
Fue Calvino quien formuló la pregunta básica: «¿Cuál es el objetivo primordial de la vida humana?». Y su lapidaria respuesta, en el catecismo de Ginebra de 1547, reza: «C'est de cognoistre Dieu»: «Conocer a Dios». Yo mismo, como tantos otros, aprendí de memoria en mi juventud la siguiente respuesta que daba el conocido catecismo católico de Joseph Deharbe, S.J. (1847) a la pregunta de por qué estamos en este mundo: «Estamos en el mundo para conocer a Dios, amarle, servirle y así llegar al cielo».
Hoy en día hay tantas personas que no le ven ningún sentido a la vida; hay tanta gente con enfermedades psíquicas, con vacío existencial. Y sin embargo, ya sean calvinistas o católicas, tales respuestas no convencen hoy, por su limitación, ni siquiera a quienes tienen convicciones religiosas. Lo cual no quiere decir que haya que tirar definitivamente por la borda esas fórmulas tradicionales, sino que habría que completarlas desde otra perspectiva, deshaciéndolas y rehaciéndolas de nuevo. ¿Ir al cielo? ¿No tenemos antes que hacer frente a nuestras responsabilidades aquí en la tierra? También los cristianos están convencidos hoy de que el sentido de la vida no es sólo, en abstracto, «Dios» o «lo divino», sino el hombre como tal, lo universalmente «humano». No sólo el cielo, como lejana bienaventuranza, sino también la tierra, como bienaventuranza concreta y terrenal. No sólo «conocer a Dios», «amar a Dios», «servir a Dios», sino también realizarse, desarrollarse, amar al prójimo, al cercano y al lejano. Y también habría que incluir en todo ello, evidentemente, el trabajo diario, la vida profesional, y sobre todo, por supuesto, las relaciones humanas. ¿Y cuántas cosas no habría que añadir si se quisiera aplicar una perspectiva «holista», total, de la vida?
Pero, a la inversa, y precisamente desde una perspectiva total, hay que preguntarse si el sentido de la vida, la felicidad, una vida plena, se encuentran solamente en el trabajo, en los bienes materiales, el lucro, el triunfo profesional, el prestigio, el deporte y el placer. El ansia de dominio, el deseo de placer, la obsesión del consumo ¿pueden dar la felicidad a una vida humana, con todas sus tensiones, rupturas, conflictos? No nos llamemos a engaño: el ser humano es algo más, eso lo sabe todo aquel que ha llegado a los límites de todas sus actividades. Esa persona se ve confrontada entonces con la siguiente pregunta: ¿qué soy yo cuando ya no puedo rendir, cuando soy incapaz de realizar ninguna actividad? Debemos, en efecto, estar alerta para que las constricciones de la técnica y la economía, para que los medios de comunicación, que dominan de forma creciente nuestra vida diaria, no nos hagan perder nuestra «alma», nuestra existencia como sujeto personal y responsable. Debemos estar alerta para no convertirnos en puro instinto, en puro placer, en puro poder, en hombres-masa, y tal vez en pura inhumanidad. La meta irrenunciable será conseguir ser
auténticamente hombre, auténticamente humano
. Auténticamente humano: tal podría ser la descripción elemental, lapidaria, del sentido de la vida que podrían compartir hoy hombres de la más diversa procedencia, nacionalidad, cultura y religión.
¿Y el cristiano? ¿La existencia cristiana no es algo más que la existencia humana? Pero los cristianos no ponen hoy en duda que un cristiano haya de ser auténticamente hombre y luchar por un mundo humano, por la libertad, la justicia, la paz y la conservación de la creación. Lo cristiano nunca ha de implicar menoscabo de lo humano. Ser cristiano no es «más» que ser hombre, en sentido cuantitativo; los cristianos no son superhombres. Pero lo cristiano sí puede implicar la ampliación, profundización, arraigamiento, más aún, radicalización de lo humano, al basar esa calidad humana en la fe en Dios y al tener como modelo de vida a Jesucristo.
Visto así, el cristianismo puede ser entendido como un
humanismo
perfectamente
radical
que, en esta tan contradictoria vida humana, en esta sociedad tan conflictiva, no sólo da su asentimiento a todo lo verdadero, bueno, bello y humano, como se decía antes, sino que también abarca inevitablemente valores no menos reales: lo noverdadero, no-bueno, no-bello, incluso lo no-humano. El cristiano no puede eliminar todos esos valores negativos (sería una funesta ilusión que, haciendo caso omiso del hombre como tal, implicaría la forzosa obligación de ser feliz), pero sí puede combatirlos, conllevarlos, transformarlos. En resumen, ser cristiano significa practicar un humanismo que consigue asimilar no sólo todo lo positivo sino también todo lo negativo: sufrimiento, culpa, carencia de sentido, muerte, y eso debido a una última e inquebrantable confianza en Dios, una confianza que se basa no en los propios méritos, sino en la misericordia divina.
¿No será esto también una ilusión ajena a la realidad? No: esto ya lo vivió quien ha de ser guía de los cristianos, «el camino, la verdad y la vida» (Jn 14,6), y que lo vivió con esa fundamental radicalidad de lo humano. Sobre esa base religiosa debe ser posible alcanzar la propia identidad psíquica, liberándonos de la angustia, pero también la solidaridad social, liberándonos de la resignación causada por las servidumbres objetivas. Más aún: con esa fe que confía debería ser posible hallar un sentido a la vida incluso allí donde tiene que capitular la razón pura, en vista del sufrimiento absurdo, de la miseria inconmensurable, de la culpa imperdonable. En otra ocasión he resumido lo esencial del cristianismo en una breve fórmula que desde entonces me ha ayudado a caminar por una vida de penas y alegrías, de éxito y dolor:
Siguiendo a Jesucristo
el hombre puede, en el mundo de hoy,
vivir, obrar, sufrir, morir,
de modo auténticamente humano,
en la dicha y la desdicha, en la vida y en la muerte,
sostenido por Dios y ayudando a los hombres
[69]
.
El credo también apunta, en último término, a un nuevo sentido de la vida y a una nueva manera de obrar, a un camino alimentado por la esperanza, basado en la fe y consumado en la caridad. Fe, esperanza, caridad: esta fórmula puede resumir, para un cristiano, el sentido de la vida, «pero la mayor de todas es la caridad» (1 Cor 13,13).
HANS KÜNG, Nació en Sursee (Suiza) en 1928, es catedrático de teología ecuménica y director del Instituto de investigación Ecuménica en la Universidad de Tubinga.
Lo fascinante en Hans Küng —y lo que le distingue de tantos otros— es que no solamente se trata de un teólogo que por su gran pasión por la verdad ha tenido y tiene un papel activo e importante en la historia de la Iglesia de este siglo, sino que además sus preocupaciones van más allá de los problemas de su propia iglesia.
Entre sus numerosas obras, se encuentran títulos tan conocidos como
Ser cristiano, ¿Existe Dios?, La Iglesia, o Proyecto de una ética mundial, Mantener la esperanza, El Judaísmo, Hacia una ética mundial, Grandes pensadores cristianos
, estos cinco últimos publicados por Editorial Trotta.
[1]
Cf.
L. Badash
, «Der lange Streit um das Alter der Erde»:
Spektrum der Wissenschaft
(1989), pp. 120 - 126.
<<
[2]
O. Heckmann
,
Sterne, Kosmos, Weltmodelle. Erlebte Astronomie
, München, 1976, p. 37.
<<
[3]
A. Lightman
y
R. Brawer
,
Origins. The Lives and Worlds of Modern Cosmologists
, Cambridge, Mass., 1990.
<<
[4]
Cf.
U. Baumann
,
Erbsünde? Ihr traditionelles Verstándnis in der Krise heutiger Theologie
, Freiburg Br., 1970.
<<
[5]
K. Schmitz-Moormann
(ed.),
Neue Ansütze zum Dialog zwischen Theologie und Naturwissenschaft
, Düsseldorf, 1992.
<<
[6]
J. Monod
,
El azar y la necesidad. Ensayo sobre la filosofía natural de la biología
, Seix Barral, Barcelona, 1972, p. 126.
<<
[7]
M. Eigen
y
R. Winkler
,
Das Spiel. Naturgesetze steuern den Zufall
, München, 1975.
<<
[8]
M. Eigen
, Prólogo a la edición alemana de
J. Monod
(
Zufall und Notwendigkeit
, München, 1971, p. XV).
<<