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Authors: Hans Küng

Tags: #Ensayo, Religión

Credo (16 page)

BOOK: Credo
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11. El sufrimiento absurdo: no comprenderlo teóricamente sino soportarlo confiadamente

No es posible dejar de admitir, escuetamente, lo siguiente: si una «teoría», ya sea teológica o antiteológica, no explica el dolor, entonces hace falta otra actitud de principio. Mi convicción, que se ha ido afirmando durante décadas y para la que no he hallado hasta hoy una alternativa aceptable, es que el sufrimiento, el
sufrimiento
desmedido, inocente, absurdo —tanto en el terreno individual como en el social—
no se puede comprender teóricamente
, sino
soportar prácticamente
. Para cristianos y judíos sólo hay una respuesta práctica al problema de la teodicea. ¿Cuál? Judíos y cristianos recurren, en esta cuestión, a tradiciones diferentes pero relacionadas entre sí:

En el dolor extremo y absurdo, los judíos, pero también los cristianos, tienen ante ellos la imagen de
Job
, que permite ver dos cosas: Dios es y, en último término, será siempre incomprensible para el hombre, y sin embargo se le ha dado al hombre la posibilidad de, en lugar de resignarse o desesperar ante ese Dios incomprensible,
confiar incondicionalmente en él
. Contemplando a Job, los hombres pueden confiar en que Dios también respeta la protesta del hombre contra el sufrimiento y finalmente se manifiesta como su creador que le libera del sufrimiento.

Para los
cristianos
—¿y por qué no también para los judíos?—, en el máximo sufrimiento, aparece, además de la figura (ficticia, al fin y al cabo) de Job, la en verdad histórica figura del «siervo de Dios» que sufre y muere (cf. Is 52,13 - 53,12), el varón de dolores de Nazaret. De nuevo aparece ante nosotros el cuadro de Grünewald: los azotes y los sarcasmos, la lenta muerte colgado de la cruz. Está anticipada allí la terrible triple experiencia de las víctimas del Holocausto, la experiencia de que es posible verse abandonado de todos los hombres, perder la misma condición de hombre, y sufrir el definitivo abandono del mismo Dios.

¿Tuvo un sentido la muerte de Jesús? Respondo una vez más: Sólo desde la perspectiva de la fe en la resurrección de Jesús a nueva vida, con Dios y por Dios, puede adquirir un «
sentido» ese morir exteriormente absurdo
, en el abandono de Dios. Sólo en razón de esa fe, el Crucificado, resucitado a la vida eterna de Dios,
invita a confiar
en que incluso el sufrimiento aparentemente absurdo está provisto de sentido, y, por lo que concierne a mi vida personal, a perseverar hasta el final. O sea, no nos hace esperar un
happy end
en la tierra, como sucede en el marco narrativo del libro de Job, quien al final hasta puede engendrar otra vez —en compensación por los que perdió— siete hijos y tres hijas. Sino que nos propone, con toda radicalidad, aceptar que incluso el sufrimiento más absurdo (soportado, si es necesario, hasta sus últimas consecuencias) está provisto de sentido. Un sentido oculto, que el hombre no puede des-cubrir por sí solo, pero que puede serle regalado a la luz de aquel que, abandonado por Dios y los hombres, fue, sin embargo, justificado. Sufrir y esperar forman un conjunto indisoluble, según la Escritura. Esperanza en un Dios que, pese a todo, será finalmente no un Dios despótico, caprichoso y apático, sino el Dios de la esperanza salvadora.

Así, pues, sin trivializar, reinterpretar ni glorificar el sufrimiento, y sin aceptarlo tampoco con simple estoicismo, apatía e insensibilidad, es posible, desde la perspectiva de Jesús, el siervo sufriente de Dios, reconocer y confesar, con una esperanza muchas veces casi desesperada, entre protestas y en oración,

  • que Dios, aun cuando el sufrimiento carezca aparentemente de sentido, permanece ocultamente presente;
  • que Dios, si no nos preserva de todo sufrimiento, sí nos preserva en todo sufrimiento;
  • que nosotros, dondequiera que ello sea posible, debemos tratar de mostrarnos solidarios en el dolor y ayudar a soportarlo;
  • más aún: que no solamente hemos de soportar el sufrimiento sino, siempre que sea posible, combatirlo, y no tanto a nivel individual cuanto en las estructuras y condicionamientos generadores de sufrimiento.

¿Se puede «vivir» esta respuesta, que no ayuda a olvidar sino a asimilar el sufrimiento? Cada uno de nosotros, cada una de nosotras tiene que decidirlo en su caso personal. A mí me emocionó y me infundió ánimos el hecho de que incluso en Auschwitz innumerables judíos y también algunos cristianos creían en Dios, ocultamente presente pese a todas las enormidades, en un Dios que no sólo padecía con ellos sino que también se compadecía de ellos. Ellos confiaron, y también —esto muchas veces se pasa por alto—
rezaron en el infierno de Auschwitz
. Desde entonces se han reunido muchos testimonios sobrecogedores que demuestran que en los campos de concentración no sólo se recitaba en secreto el Talmud y se santificaban las fiestas, sino que, en presencia de la muerte, se oraba y se confiaba en Dios
[40]
. Así, el rabino Zvi Hirsch Meisels cuenta cómo en el Rosch Haschana, la fiesta judía de Año Nuevo, tocó una última vez, en secreto y arriesgando la vida, el
sofar
(«trompeta de asta de carnero») a petición de 1.400 adolescentes condenados a muerte, y cómo, cuando él abandonó el bloque de aquellos muchachos, uno de ellos exclamó: «El rabí ha fortalecido nuestro espíritu al decirnos que “aunque una afilada espada esté tocando la garganta de una persona, ésta no debe perder la esperanza en la misericordia de Dios”». Os digo que podemos confiar en que las cosas vayan a mejor, pero tenemos que estar preparados a lo peor. Por Dios, no olvidemos recitar con fervor en el último momento la profesión de fe de Israel»
[41]
. O sea, que infinidad de judíos de hoy (y también algunos cristianos) confiaban en los campos de concentración en que tenía un sentido aceptar el propio sufrimiento, invocar al Dios oculto y ayudar, en la medida en que eso era posible aún, a otras personas. Y como hay personas que han llegado a rezar en Auschwitz, la oración no se ha vuelto más fácil después de Auschwitz, pero no se puede decir que por eso haya perdido su sentido, no, la oración no ha perdido su sentido.

En suma: la pregunta concreta de por qué Dios «no intervino» y por qué «no impidió», no he podido resolverla teóricamente, porque no puedo resolverla, con esta respuesta. Pero he tratado de relativizarla. Hay un
camino intermedio
—en mi opinión— que se nos abre teológicamente a judíos y cristianos, ante la enorme negatividad de que está llena la propia vida y la historia universal: de un lado, la
negación
de Dios por parte de aquellos que creen encontrar en un hecho como el de Auschwitz su más poderoso argumento contra Dios, y que sin embargo no aclaran nada. De otro lado, la fe en Dios de aquellos que asimilan especulativamente, con la teología de la Trinidad, lugares como Auschwitz, lo superan integrándolos en una dialéctica intradivina del dolor y así tampoco explican la causa última del sufrimiento. El modesto camino intermedio es el
camino de la inquebrantable —no irracional, sino perfectamente racional— confianza ilimitada en Dios
, pese a todo: la fe en un Dios que sigue siendo luz a pesar de la oscuridad, en medio de la más tenebrosa oscuridad. «Si Dios está con nosotros, ¿quién está contra nosotros? Pues de ello estoy seguro: ni muerte ni vida, ni ángeles ni potestades, ni lo presente ni lo futuro, ni potencias de las alturas o de lo profundo ni ninguna otra creatura pueden apartarnos del amor de Dios que está en Cristo Jesús, nuestro Señor» (Rom 8,31.38 s.). Son palabras del apóstol Pablo, quien escribió estas frases, no llevado de desbordante entusiasmo, sino de amarga experiencia del dolor.

Pero sólo al final se verá claramente lo que el filósofo agnóstico judío Max Horkheimer tanto esperaba del «totalmente otro»: «que el asesino no puede triunfar sobre la víctima inocente»
[42]
Y también nuestros hermanos y hermanas judíos estarán de acuerdo con lo que, enlazando con los profetas, se lee, como testimonio de esperanza, en las últimas páginas del Nuevo Testamento acerca del
Esjaton
, de las postrimerías: «Y él, Dios, estará con ellos. Él enjugará todas las lágrimas de sus ojos: la muerte ya no existirá, ni la tristeza, ni los lamentos, ni las fatigas. Pues lo que antes había, ha pasado» (Ap 21,3 s.).

- IV -

Bajada a los infiernos,

Resurrección,

Ascensión a los cielos

El arte cristiano se inspira en la figura de Cristo. Durante siglos, sin embargo, la iconografía representó la pasión y muerte de Jesucristo sólo con símbolos. Aquel hecho histórico era demasiado ofensivo, demasiado cruel. ¿Y su resurrección a la vida eterna? Este hecho radicalmente distinto, que trascendía la historia, aparecía como excesivamente sutil, excesivamente espiritual. Por eso muchas veces sólo se hacían alusiones —por ejemplo, en los sarcófagos—, mediante símbolos y alegorías: la cruz con el monograma de Cristo y la corona de la victoria, el sol, el pez…, así como el profeta Jonás estuvo tres días en el vientre del pez, así también estuvo Jesús en la tumba: una breve alusión al sentido simbólico de los tres días que transcurrieron entre la muerte y la resurrección. ¿Pero el hecho como tal, el acto de la resurrección?

1. La imagen del Resucitado

El hecho concreto de la resurrección apenas se representó alguna vez en las artes plásticas del primer milenio, si se prescinde de excepciones como la ilustración del Salterio de Utrecht, del siglo IX. Sólo a partir del siglo XII, el siglo de las Cruzadas, se vuelve frecuente la representación de Cristo saliendo de la tumba: triunfante, con la herida del costado y la bandera con la cruz. Y sólo los artistas del Renacimiento de los siglos XIV y XV se atreven a pintar, alcanzando gran maestría en ello, a un
resucitado que flota
en el aire, por encima de la tumba, si bien el principal maestro de la escuela umbra, Perugino, es ampliamente superado por su genial discípulo
Rafael Sanzio
, con la Transfiguración de Cristo, que anticipa la resurrección.

Pero apenas hay artista que pueda parangonarse con la fuerza expresiva, religiosa y artística de quien, aunque influido por el Renacimiento italiano y por la pintura holandesa, representó de un modo enormemente personal no sólo al Crucificado sino sobre todo al Resucitado:
Matthias Grünewald
, a quien, una vez más, queremos mencionar aquí. En el reverso de su retablo de Isenheim, en la cara opuesta al Crucificado, pintó también al Resucitado. Sólo cabe adivinar lo que para los leprosos de Isenheim, cubiertos de llagas y úlceras, tuvo que significar ese retablo que era abierto en los días de fiesta: una imagen de la esperanza en un cuerpo limpio, sano. ¡Qué radiante luminosidad, luminosidad interior, de los colores! La resurrección está presentada como un acontecimiento cósmico, no sobre fondo dorado, sino sobre un negro cielo nocturno, en el que resplandecen pocas estrellas. Con poderoso impulso, el Resucitado se eleva alzando los brazos, arrastrando consigo la blanca mortaja, rodeado de una gigantesca corona de rayos de luz, que va tomando los colores del arco iris y transforma la sábana, primero en azul, luego en violeta, y en el centro en un flameante rojo-amarillo. ¡Qué sinfonía de colores!

Y lo extraordinario de este cuadro pascual es que, consiguiendo un extraordinario grado de espiritualización, deja plásticamente visible el cuerpo del Transfigurado; la persona del
Cristo resucitado
no se esfuma sino que sigue siendo una figura concreta e inconfundible: una persona determinada. Las llagas del cuerpo alabastrino y la roja boca recuerdan que no es otro que el Crucificado quien penetra —con el gesto de quien bendice y revela— en el espacio de pura luz. La faz del Resucitado, exactamente en el centro, resplandeciente como el sol, con un resplandor que viene de dentro, pasa al deslumbrante amarillo de una aureola igual al sol. Y mientras que, de ese modo, el rostro queda absorbido en sus contornos por el claro resplandor, un par de ojos, llenos de indulgente autoridad y conciliante bondad, se dirigen reposadamente al espectador. En verdad: si algún artista ha conseguido indicar, mediante el color, lo que en el fondo no es susceptible de ser pintado, o sea, el
soma pneumatikón
, como lo llama el apóstol Pablo, el «cuerpo neumático», el «
cuerpo-espíritu
» del Resucitado, ese artista es Matthias Grünewald.

«Bueno, sí, de acuerdo», oigo decir a mi interlocutor, «pero ¿no habría tenido que mencionar usted antes, si quiere ir siguiendo el texto del credo, la bajada de Cristo a los infiernos, que no sólo pasan por alto muchos pintores cristianos sino que incluso muchos teólogos cristianos, en su perplejidad, ni siquiera mencionan? Un artículo de la fe un poco curioso, ¿no?» .

2. ¿Bajada a los infiernos?

Descensus ad inferos
, una «bajada a los del mundo subterráneo» o
ad infera
, al «mundo subterráneo»: un extraño artículo de la fe, en efecto, que fue incluido en el credo de la Iglesia relativamente tarde, en la segunda mitad del siglo IV (Sirmio, año 359, formulado por el sirio Marcos de Aretusa). Y lo admito: en ninguna parte se pone tan de manifiesto como en este artículo el hecho de que no todos los artículos de la fe tienen la misma importancia y la misma dignidad. Pues la cruz y la resurrección son —desde la perspectiva del Nuevo Testamento— absolutamente centrales; se hallan en el centro de los evangelios y asimismo de las epístolas de los apóstoles. ¿Pero la bajada de Jesucristo a los infiernos?
Apenas
hallamos una
prueba inequívoca de ello en el Nuevo Testamento
, y todavía Agustín, en su
Enchiridion
, su «pequeño manual» (escrito hacia el 423), no explica ese artículo de la fe, por no hallarse incluido aún, evidentemente, en el credo de su Iglesia. Hoy, casi 2.000 años después del nacimiento de Cristo, seguramente no se le ocurriría a nadie la idea de introducir tal artículo en el credo si ya no estuviese incluido en él.

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