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Authors: Hans Küng

Tags: #Ensayo, Religión

Credo (15 page)

BOOK: Credo
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«¿Cuándo va a hablar usted por fin de Dios y del sufrimiento?», me preguntó un contemporáneo, en la persona esta vez de una estudiante conocida mía, inmediatamente después de mi clase sobre el primer artículo de la fe, la fe en Dios, Padre todopoderpso. Y confieso que desde entonces, esa pregunta me persigue constantemente: ¿cuánto sufrimiento puede esconder una pregunta así?, ¿y qué respuesta habrá que dar? En cualquier caso, hay una cosa clara: la pregunta por las causas históricas de la crucifixión que hemos estado dilucidando hasta ahora lleva aparejada esta otra pregunta: ¿hay también, además del
brutum factum
de la cruz, un «sentido» de la cruz? ¿Cabe quizás hablar, se puede hablar —como respuesta consoladora— de un «Dios crucificado»?

9. ¿Un Dios crucificado?

Hay teólogos cristianos que, tras la Segunda Guerra Mundial y basándose en una frase de Dietrich Bonhoeffer, no pocas veces han querido superar la problemática de la cruz con la hipótesis de un «Dios sufriente». Según ellos, Dios «es débil y falto de poder en el mundo», y así, y sólo así, está con nosotros y nos ayuda; sólo el «Dios que sufre» puede ayudarnos
[32]
. Ciertos teólogos, a la vista del Holocausto, han sacado la conclusión de que «el indecible sufrimiento de esos seis millones es también la voz del Dios sufriente»
[33]
. Otros teólogos han creído poder superar la problemática del sufrimiento de modo altamente especulativo, partiendo, intelectualmente, de una Pasión que tiene lugar dialécticamente dentro de la Trinidad, entre Dios y Dios, o incluso de Dios contra Dios.

Pero, prudencia: aleccionados por la gran tradición judeo-cristiana y conscientes del problemático modelo mental de Hegel, es aconsejable tener una actitud reservada frente a esas especulaciones, inspiradas más por Hegel que por la Biblia, sobre un «Dios que sufre», un «Dios crucificado»
[34]
, o incluso una «muerte de Dios»
[35]
. Para judíos y musulmanes, esas especulaciones siempre fueron inaceptables, pero también lo son hoy para no pocos cristianos críticos. ¡Como si el sufrimiento inmenso, y sobre todo inocente y absurdo, de la vida humana, de esta historia humana y, finalmente, del Holocausto, pudiera superarse insertándolo en un «orden superior» mediante especulaciones cristológicas y manipulaciones conceptuales del concepto de Dios! La teología judía actual, en cualquier caso, trata de dar una respuesta teológica al reto del Holocausto, sin esas operaciones de reflexión cristológica. Y los teólogos cristianos —pese a toda la «humanidad», o más exactamente «amor al hombre» (
philanthropia
, Tit 3,4) de Dios que aparece en Cristo Jesús— tampoco deben nivelar hacia abajo la trascendencia, y hacer una almoneda de la divinidad de Dios, ni siquiera a la vista de tanto y tan inconcebible sufrimiento y dolor.

Una mirada a la Escritura puede frenar tales osadías especulativas. En el
Antiguo Testamento
, los hombres claman repetidas veces a Dios confiando en que Dios oirá sus clamores y sus súplicas, pero su clamor, su sufrimiento y su muerte no se convierte sin más en el clamor, sufrimiento y muerte de Dios. Es cierto, por otra parte, que a veces la Biblia hebrea atribuye a Dios, en discurso antropomorfo, toda la gama de sentimientos y comportamientos humanos: ira, lamentos y dolor por el comportamiento de su pueblo, y también, una y otra vez, paciencia y contención de la ira. Pero nunca se suprime la diferencia entre Dios y hombre, ni el sufrimiento y dolor del hombre son transformados en sufrimiento y dolor de Dios. Nunca se convierte la divinidad de Dios en a-divinidad, su fidelidad en infidelidad, su fiabilidad en falta de fiabilidad, su misericordia divina en humana miseria. En la Biblia hebrea rige lo siguiente: si el hombre falla, no falla Dios; si el hombre muere, no muere Dios con él. Pues «Dios soy yo, y no hombre, santo en medio de ti» , se lee en Os 11,9, contra toda humanización de Dios, aunque precisamente allí se hable, con un mayor antropomorfismo que en otras ocasiones, de la «compasión» que siente Dios por su pueblo.

También según el
Nuevo Testamento
clama Jesús, el Hijo de Dios, a Dios, su Padre, porque se siente abandonado en la profundidad de su dolor. Pero en ningún momento clama Dios a Dios, en ningún momento Dios es débil o carente de poder, ni sufre, ni es crucificado ni, menos aún, muere. Si el sufrimiento de los hombres se identifica con Dios hasta tal punto que también es sufrimiento de Dios, si el clamor de los hombres se convierte en clamor de Dios, ¿no se convierte también el pecado del hombre —tal sería la consecuencia— (los crímenes de los esbirros de las SS y de otros) en pecado de Dios?

No: el teólogo cristiano, que tiene a la Biblia como base de pensamiento, no puede sino constatar desapasionadamente: según Pablo, el mensaje, la
palabra de la cruz
, es debilidad y necedad solamente para los no creyentes; para los creyentes es fuerza de Dios, es sabiduría de Dios (cf. 1 Cor 1,18 - 31). Paradoja, pero no contradicción, e importante para el diálogo judeo-cristiano: en la cruz de Jesucristo —éste es el testimonio del Nuevo Testamento en la misma línea del Antiguo, contra todas las especulaciones gnóstico-cabalísticas— no fue crucificado Dios, simplemente,
ho theós, Deus Pater omnipotens
(y, naturalmente, menos aún, el Santo Espíritu de Dios). ¿Cómo, si no, habría podido clamar el Crucificado, al sentirse abandonado por Dios: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado» (Mc 15,34)?

Dicho de otro modo: la cruz no es el símbolo del «Dios que sufre», «que clama», ni, en modo alguno, «el símbolo del Dios que sufre angustia mortal», sino el símbolo del hombre que sufre angustia mortal. Y la Biblia hebrea aportó ulteriormente modelos de interpretación para asimilar el monstruoso hecho: allí se encuentra como modelo no Dios que sufre, sino:

  • el profeta, enviado por Dios, pero perseguido por los hombres;
  • el siervo de Dios, que sufre, sin culpa y en representación de otros, por los pecados de muchos;
  • el cordero pascual, que quita, simbólicamente, los pecados de los hombres.

No, en la cruz, así lo entiende en todos los casos el Nuevo Testamento, no murió Dios mismo (
ho theós
), el Padre, sino el «
Mesías
» y el «
Cristo
» de Dios, la «
imagen
», la «
palabra
» y el «
Hijo
» de Dios. Ese «patripasianismo», la idea de que sufrió Dios Padre, no es bíblico y fue condenado por la Iglesia, con razón, ya muy pronto
[36]
. La teología judía protesta con razón contra una imagen de Dios sádica y cruel según la cual un Dios sediento de sangre exigió el sacrificio de su Hijo. Pero la teología cristiana protesta —esperamos que con no menos firmeza— contra una concepción resignada y masoquista de Dios según la cual un Dios débil tuvo que pasar por atroces sufrimientos y por la muerte para luego resucitar, pudiendo incluso sufrir eternamente.

Los teólogos tampoco tenemos que llamarnos a engaño: la cruz, como tal, es un claro fracaso, no hay por qué ocultarlo. Un inconcebible abandono, por parte de los hombres y de Dios, del enviado de Dios. En este sentido habría que dar la razón al filósofo Hans Blumenberg, cuando interpreta el lamento de Jesús sobre el abandono que sufre por parte de Dios como «fracaso de Dios» respecto de su obra, su «autoeliminación». Si nos concentramos exclusivamente en la muerte de cruz de Jesús, será ciertamente difícil contradecir a Blumenberg. Pero la Pasión según san Mateo, de Juan Sebastián Bach, de la que él se sirve para su interpretación, termina, como los evangelios, con la seguridad en la resurrección y la redención y, asimismo, en «el pacto de paz» entre los hombres y Dios
[37]
. Sólo después, a la luz de la resurrección de Jesús, puede suponerse, con fe, que Dios, en su evidente ausencia, se hallaba ocultamente presente. Eso no se puede comprender especulativamente como una autorresurrección de Dios. Pues, otra vez según el testimonio unánime del Nuevo Testamento: lo que se anuncia no es la resurrección de Dios a una nueva vida sino sólo la de Jesús, el
Hijo
. ¿Pero quién es el autor de la resurrección? Dios, evidentemente (
ho theós
), que es un Dios de vivos y no de muertos: el «
Padre
». «Es cierto que él, en su debilidad —Pablo se refiere no a Dios, sino a «Cristo», el Hijo de Dios—, fue crucificado, pero vive gracias al poder de Dios» (2 Cor 13,4).

Sí, solamente así, llevando a ese Hijo a la vida eterna de Dios, muestra Dios a los creyentes su solidaridad con ese Hijo único (y al mismo tiempo con todos sus hijos e hijas), solidario incluso en el máximo dolor, en el abandono y la muerte: un Dios que se une a nuestro dolor y toma parte en nuestro sufrimiento (tengamos o no la culpa de él), que se ve afectado por nuestras miserias y por todas las injusticias, que «
sufre con nosotros
» ocultamente, siendo sin embargo, finalmente, infinitamente
bueno
y poderoso.

Esto es lo más que, basándome en la Escritura, puedo decir, debo decir, sobre el tema de Dios y el sufrimiento. Pero, desde esta convicción basada en la fe, ¿será posible también hablar del caso más difícil, la piedra de toque que concierne hondamente a ambos, a judíos y cristianos? Pues todo hombre que reflexione preguntará hoy: «¿También está Dios en el infierno de Auschwitz?».

10. La piedra de toque de la teodicea: ¿Dios en Auschwitz?

Quien lleva décadas ocupándose repetidamente con los intentos de la teodicea, podrá seguramente decirlo de forma directa:
No hay
, a mi parecer,
una respuesta teórica al problema de la teodicea
. Desde la posición del creyente sólo se puede decir lo siguiente:

  • Si Dios existe, también estuvo Dios en Auschwitz. Creyentes de distintas religiones y confesiones perseveraron en su convicción: Dios, a pesar de todo, existe.
  • Pero, al mismo tiempo, el creyente tiene que admitir que no es posible responder a la siguiente pregunta: ¿Cómo pudo estar Dios en Auschwitz sin impedir Auschwitz?

A despecho de todas las piadosas apologéticas hay que admitir escuetamente: el teólogo que quiera dar aquí con el secreto, con el secreto de Dios, encontrará todo lo más su propio
teologúmenon
, su propio y pequeño hallazgo teológico. Ni la Biblia hebrea ni el Nuevo Testamento nos explican cómo el Dios bueno, justo y poderoso —al fin y al cabo no se pueden tirar por la borda todos estos atributos, si todavía hablamos de
Dios
—, cómo Dios pudo permitir que en este su mundo hubiera tan
desmesurado sufrimiento
en lo pequeño (mas ¿qué significa aquí «pequeño»?) y en lo grande (sí, en lo enormemente grande). ¿Cómo pudo Dios «ver» cómo surgía Auschwitz? ¿Cómo pudo «mirar» cuando salía el gas y ardían los hornos crematorios?

¿O he de consolarme de todo el sufrimiento del Holocausto, sin ahondar más, con la fórmula teológica clásica: Dios no «quiere» el sufrimiento; pero tampoco no lo quiere, sino que deja que exista:
permittit
, lo permite? ¿Pero soluciona esto todos los enigmas? No, soluciona hoy tan poco como solucionaba ayer. Pero he aquí una pregunta a la pregunta: ¿Es que somos nosotros quienes hemos de resolver este antiquísimo problema del hombre? ¿En razón de qué nuevos conocimientos, en razón de qué experiencias propias? No es necesario acudir al Holocausto. A veces basta ya un revés profesional, una enfermedad, la pérdida, la traición o la muerte de una sola persona, para hacernos caer en la desesperación. Eso le ocurrió al rabino americano Harold S. Kushner. Habiendo perdido por trágica enfermedad a su hijo, escribió un libro que fue un best-seller:
When Bad Things Happen to Good People
(«Cuando les ocurren cosas malas a las personas buenas»)
[38]
La solución que él propone: hay que eliminar la idea de que Dios es omnipotente. Otros sienten no menos dudas ante la idea de
When Good Things Happen to Bad People
(«Cuando les ocurren cosas buenas a las personas malas»), y les gustaría negar la bondad y la justicia de Dios. Pero ninguna de las dos propuestas constituye una salida del dilema. Ya hemos visto nosotros que la «omnipotencia» es un atributo equívoco de Dios. Mas un Dios despojado de todo su poder dejaría de ser Dios. Y la idea de que el Dios de la Biblia, en lugar de bueno y justo, sea cruel y despótico es aún más insoportable.

Nos guste o no, hemos de conformarnos con el hecho de que ni esas negaciones tan precipitadas ni esas afirmaciones altamente especulativas solucionan el problema. ¡Qué audacia del humano espíritu, ya venga revestida de escepticismo teológico, de metafísica filosófica, de filosofía idealista de la historia o de especulación trinitaria! Visto así, quizá se aprenda a entender los argumentos que Epicuro, Bayle, Feuerbach o Nietzsche aducen a su vez contra esa teodicea, menos como blasfemia contra Dios que como sarcasmo contra las desmedidas pretensiones de los hombres y sobre todo de los teólogos. A mí me parecería mejor, en este punto extremo, en esta la más difícil de las preguntas,
una teología del silencio
. «Si yo le conociese, yo sería él», reza una vieja sentencia judía. Y algunos teólogos judíos, que ante todo ese sufrimiento prefieren prescindir de una última justificación de Dios, sólo citan la lapidaria frase de la Escritura que sigue al relato de la muerte de los dos hijos de Aarón, muertos por el fuego de Dios: «Y Aarón guardó silencio»
[39]
.

Sí, los ateos y los escépticos tienen razón: ninguno de los grandes ingenios de la humanidad —ni san Agustín ni santo Tomás, ni Calvino ni Leibniz ni Hegel— resolvieron el problema original: «Sobre el fracaso de todos los intentos filosóficos de una teodicea»: Immanuel Kant escribe esto en 1791, cuando en París se pensaba en destronar a Dios y se intentaba sustituirle por la diosa Razón.

Pero yo tengo que hacer la misma pregunta a los escépticos hombres de nuestro tiempo: ¿Es el
ateísmo
la solución? ¿Un ateísmo que viera en Auschwitz su máximo justificante? ¿Auschwitz: la roca sobre la que descansa el ateísmo? ¿Explica mejor el mundo el ateísmo? ¿Su miseria y su grandeza? ¿Explica el mundo tal y como es? ¿Acaso
la falta de fe
es capaz de consolar del dolor inocente, incomprensible, absurdo? ¡Como si la razón sin fe no tuviese también su límite en un tal dolor! ¡Como si Auschwitz no hubiese sido, en gran medida, la obra justamente de criminales sin Dios! No, en este punto el antiteólogo no está en mejor situación que el teólogo. «Entonces» —no quisiera dejar sin respuesta esta pregunta—, «¿qué actitud adoptar ante el sufrimiento?».

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