Todos los testimonios coinciden en lo contrario: el judío Jesús hablaba llevado de una
experiencia de Dios, de una unión con Dios, sí, de un contacto inmediato con Dios
, que no eran habituales en un profeta. Así, obró con una libertad, veracidad y bondad inhabituales, cuando, al enfrentarse con los que dominan, anuncia la dominación y la voluntad divinas, y no acepta sin más la dominación humana:
Mas he aquí lo asombroso: Jesús no fundamenta en ningún momento esas arrogaciones suyas. Es más, en la discusión sobre sus poderes declina expresamente dar una explicación. Simplemente se atribuye esos poderes, obra como quien los tiene, sin recurrir, con el «Así habla el Señor» de los profetas, a una instancia superior. No habla aquí solamente el entendido, el experto, como los sacerdotes y escribas. Sino alguien que, sin explicaciones ni justificaciones, anuncia, de palabra y obra, la voluntad de Dios; que se identifica con la causa de Dios, que es la causa del hombre; que está totalmente penetrado de esa causa, convirtiéndose así en el
defensor
absoluto
de Dios y de los hombres
. Desde esta perspectiva cabe explicar preguntas como la siguiente: ¿No era en el fondo «más que Jonás (y que todos los profetas)» (Mt 12,41; Lc 11,32); «más que Salomón (y que todos los sabios)» (Mt 12,42; Lc 11,31)? Según las fuentes, el origen del proceso de Jesús hay que buscarlo claramente en esta línea, independientemente de que se le considerase entonces abiertamente —a este respecto hay diferentes opiniones entre los exégetas— como el «pretendiente a Mesías» o no.
Llegados a este punto, sin embargo, al bien informado hombre de nuestro tiempo le quemará la lengua esta pregunta: «¿Es que otra vez se va a hacer responsable al pueblo judío de la muerte de Jesús?». Esta pregunta tiene que ser discutida a fondo con la clara conciencia de que el antisemitismo racista de los nacionalsocialistas no habría sido posible sin el antijudaísmo de base cristológica, casi dos veces milenario, de las Iglesias, la Iglesia católica y también las Iglesias reformadas.
En el
proceso de Jesús
ante las instancias judías sigue habiendo muchos puntos inseguros: más que el pleno del sanedrín parece que actuó una comisión (ocupada sobre todo por saduceos); llama la atención el hecho de que en los textos que hablan del proceso no se mencione a los fariseos. En lugar de fallar formalmente la sentencia de muerte, seguramente sólo se decidió la entrega a Poncio Pilatos. Y en vez de un proceso legal regular, quizás sólo tuvo lugar un interrogatorio para determinar con exactitud los puntos de la acusación: y, a continuación, poner todo en manos del gobernador romano. La pregunta directa y formal sobre el carácter mesiánico seguramente fue poco probable, puesto que por ese motivo no había que condenar forzosamente a nadie; y, en cualquier caso, la pregunta relativa a la filiación divina corre a cargo de la ulterior comunidad cristiana.
Se habla de «muchas» acusaciones, que sin embargo (esto se pasa por alto muchas veces), con una sola excepción (¡templo!), no se enumeran explícitamente, teniendo que ser deducidas de la totalidad de los evangelios: no son pocos, en verdad, los conflictos que refieren los evangelistas, conflictos que no basta explicar, de manera simplista, como proyección retrospectiva del conflicto entre la Iglesia primitiva y la Sinagoga: antes bien, se trataba seguramente de una proyección del conflicto histórico entre el Jesús de la historia y las capas dirigentes de sacerdotes y saduceos.
Pues si se examinan con imparcialidad los evangelios, los
puntos de la acusación
, de los que se infiere una actitud perfectamente coherente del acusado, pueden resumirse de la siguiente manera:
Pero, aparte de los detalles del proceso —prácticamente imposibles de reconstruir satisfactoriamente—, Jesús, en eso están de acuerdo todos los evangelios,
fue entregado por las autoridades judías al gobernador romano Poncio Pilatos y crucificado conforme al uso romano
: «crucifixus sub Poncio Pilato», como reza el credo, subrayando la historicidad del hecho. Para Pilatos, cuya gestión como gobernador de Judea (26 - 36 d.C.) fue juzgada muy negativamente por las fuentes de su época, tuvo un papel predominante, según todos las referencias evangélicas, el concepto político «rey de los judíos» (
rex iudaeorum
). Se da, pues, la ironía de que Jesús apareció como lo que no tenía que ser en modo alguno para las autoridades judías que protestaban: como el rey-Mesías. Pues el rótulo de la cruz indica, conforme al uso romano, la causa concreta de la condena (
causa damnationis
). Para los romanos, por su parte, «rey de los judíos» sólo podía tener un sentido político: la arrogación del título de rey. Lo cual constituía una ofensa a la majestad romana (
crimen laesae maiestatis
). Y efectivamente: aunque Jesús, el predicador de la no-violencia, jamás había formulado tal reclamación política, era natural que desde fuera se le viera con ese prisma.
¿
Cuál fue, entonces, la acusación concreta
? Si nos atenemos a las fuentes, lo de Jesús no fue insurrección política sino provocación religiosa. Ésta podría ser la explicación de que las instancias judías interviniesen desde un principio en el asunto: la acusación política implicaba en realidad una acusación religiosa. Y esa acusación religiosa sólo puede tener relación, según los evangelios, con la actitud crítica de Jesús para con la ley y el templo y para con sus representantes. Si Jesús sólo hubiese sido un insurrecto político, seguramente habría caído ya entonces, lo mismo que otros —a excepción del nombre—, en el olvido. Pero al ser
figura religiosa
, se acarreó el reproche de incitar al pueblo, con su mensaje y con su comportamiento libre, sincero y bondadoso, a rebelarse contra las instancias político-religiosas. Ya lo hemos dicho: desde la perspectiva de la interpretación usual de la ley y de la religión centrada en el templo, la jerarquía judía no tenía por qué tomar forzosamente medidas contra un pretendiente a Mesías o un pseudo-Mesías. La situación era diferente tratándose de un falso maestro, un profeta engañoso, un blasfemo y un embaucador del pueblo. Visto así, se podía considerar la muerte cruel de Jesús como merecido destino: ¡Han prevalecido la ley y el orden! Colgado del poste de la ignominia, Jesús aparecía como maldito de Dios.
No hay duda: en el proceso de Jesús se trataba de «transformar la acusación judía, por delito religioso, en acusación política por alta traición»
[30]
. O sea:
¿Quién tiene la
culpa de la muerte de Jesús
? La respuesta exacta, desde el punto de vista histórico, sólo puede ser ésta: ni «los» judíos ni «los» romanos, sino que, concretamente y cada una a su manera, estuvieron implicadas en el caso determinadas autoridades judías y romanas. Por eso, teniendo en cuenta las terribles consecuencias de todo ello para el antijudaísmo, hay que decir:
Hacer reproches, relacionados con la muerte de Jesús, a la nación judía actual ha sido y es abstruso; tales reproches han hecho sufrir inmensamente a ese pueblo en los pasados siglos y han sido una de las causas de Auschwitz.
Ante esa historia monstruosa y cargada de culpa, de los cristianos, una historia basada precisamente en el reproche de que «los judíos» eran asesinos de Cristo, o incluso asesinos de Dios, el concilio Vaticano II puso por fin las cosas en claro: «Aunque las autoridades judías, con sus partidarios, exigieron la muerte de Cristo, no se puede, sin embargo, imputar indiferenciadamente los hechos de su Pasión ni a todos los judíos de entonces ni a los judíos de hoy»
[31]
. O, dicho positivamente: quien está a favor de Jesús no puede estar, precisamente por razones teológicas, contra su pueblo, los judíos.
Para entender hoy la Pasión de Jesús es decisiva no la mirada retrospectiva a un pasado lejano, sino la mirada de cada individuo a sí mismo, como sucede, por ejemplo, hasta el día de hoy, con la insuperable música de la Pasión de Juan Sebastián Bach. Entonces, la muerte de Jesús ya no es una pregunta al pueblo judío de entonces, sino una pregunta a cada uno de los cristianos de hoy, para saber si él, con su comportamiento, no seguirá crucificando hoy a Cristo y dónde habría estado él en aquella ocasión:
Después de todo lo que ahora sabemos, ¿es posible entonces «devolver» hoy a Jesús al judaísmo, como quieren autores judíos? Sí y no. No a la ley religiosa, la
halaká
, que, relativizada por Jesús, devolvió el golpe, y que tampoco fue considerada forzosamente necesaria en su totalidad para la salvación por quienes después creyeron que Jesús era el Cristo, una actitud que comparten hoy día muchos judíos. Pero sí al pueblo judío, que sigue siendo el pueblo elegido y que durante largo tiempo ha rechazado, ha tenido que rechazar —y no en pequeña medida debido a los cristianos—, al Rabbí de Nazaret. Por otra parte, muchos judíos de hoy ven en el Nazareno a un «hermano» (Martin Buber), más aún, la figura arquetípica del pueblo judío, perseguido en el mundo y condenado a padecer inmenso sufrimiento. Y si regresara hoy, como en el «Gran Inquisidor» de Dostoiewski, ¿a quién habría de temer más? ¿Quién le depararía hoy mejor acogida: la Sinagoga o la Iglesia?
El «Gran Inquisidor» de Dostoiewski o, mejor, su capítulo sobre Jesús, es, por otra parte,
una acusación
no sólo contra la Iglesia sino, en su núcleo central,
contra el mismo Dios
: lo que es bien comprensible en vista del sufrimiento, en vista de las catástrofes naturales, de tanta aberración como hay en la vida, de las orgías del mal, de los ríos de sangre y de lágrimas, de tantos inocentes asesinados. Una acusación que clama al cielo contra ese Primer Principio divino, que es responsable, en definitiva, del orden y la armonía de este mundo, ya se le dé el nombre de Cielo, Tao, Señor de las Alturas, Gran último, Divinidad o Dios; ese Dios que Leibniz, a la vista del mal, esperaba justificar en su «Teodicea» o «Justificación de Dios». Una acusación o una rebeldía contra Dios, como la ha formulado el Iván Karamazov de Dostoiewski con más nitidez y radicalismo que ningún otro, desde el paciente Job hasta el frívolo Voltaire, para, finalmente, invocando a los niños torturados sin culpa, devolver a su creador su «billete de entrada» en este mundo tan falto de armonía. ¿Punto final?
No, responde Aliocha a su hermano Iván: «Le has olvidado a él». Y a continuación viene el grandioso relato de Iván sobre el «Gran Inquisidor»: acaso la acusación más terrible contra una Iglesia que reprime la libertad, pero, como observa lúcidamente Aliocha, en realidad un maravilloso «elogio de Jesús», que ha traído la libertad. Pero precisamente desde la perspectiva del Crucificado se plantea una vez más con toda radicalidad la pregunta sobre Dios. Justamente desde su perspectiva, la del Nazareno, que vivió en una inconcebible relación de confianza con Dios, justamente desde su perspectiva hay que preguntar: ¿qué clase de Dios es ése, que permite tales cruces, desde el Gólgota hasta Auschwitz? ¿Y también mi cruz, la mía propia?