Read Cormyr Online

Authors: Jeff Grubb Ed Greenwood

Cormyr (38 page)

BOOK: Cormyr
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La fuerza del choque envió a Elvarin, después de trastabillar, al suelo y, al igual que Pella, también soltó la espada. La hermana de Dheolur se recuperó antes que Elvarin, y le faltó tiempo para arrojarse sobre la guerrera Crownsilver con agilidad serpentina. Se arrojó sobre ella golpeándola con las rodillas y arañando su rostro.

Elvarin contuvo la respiración, se revolvió en el suelo e intentó deshacerse de la mujer, pero Pella parecía tener la fuerza de una bestia desesperada, no la que su delgado cuerpo hacía suponer.

Entonces Pella echó atrás una de sus manos para golpearla, y Elvarin vio horrorizada lo que surgía de las palmas de sus manos. En lugar de la piel, la carne de Pella Dheolur parecía surcada de bocas que se abrían y cerraban repletas de dientes afilados y labios verdosos. Elvarin consiguió girar la cabeza a un lado, pero Pella abofeteó su mejilla con la palma abierta y repleta de dientes de su mano. Elvarin chilló al sentir el mordisco afilado de aquellos dientes. La risa de Pella reverberó en su oído, aguda, estridente, como la risa de un animal.

De pronto aquella risa cesó de forma tan súbita como había estallado. Una mano delgada había atrapado a Pella por el pelo y la arrastraba tirando de él. Había cogido a la noble Dheolur por sorpresa, y las mandíbulas que se habían cerrado en la mejilla de Elvarin aflojaron su presa un instante.

Elvarin pestañeó para librarse de las lágrimas de dolor y agitó la cabeza para sacudir la sangre y poder ver con claridad.

Amedahast levantaba a Pella de espaldas con la mano que había enredado en su mata de pelo. La noble hendió el aire a su alrededor en vano, decidida a alcanzar a la hechicera, mientras se apartaba de Elvarin.

Entonces Amedahast murmuró un hechizo y de su mano libre surgió una bola de pálido fuego. Pella se abalanzó sobre ella, pero las mandíbulas que tenía en las palmas de sus manos parecían incapaces de afianzar la presa.

Amedahast arrojó la bola de fuego al rostro de Pella. La noble profirió un grito y se retorció cuando las llamas se extendieron por su capa y su pelo. La hechicera la soltó y retrocedió. Pella intentó levantarse, con la mirada enrojecida, contrastando con la palidez total que mostraba su rostro. Trastabilló, tropezó y volvió a caer profiriendo un aullido de banshee para verse reducida a un montón de carne quemada, envuelta en las llamas que devoraban su ropa.

El último grito de Pella distrajo a Magrath el Minotauro; era la oportunidad que buscaba Duar para vencerlo. Tiró de su espada y superó la guardia del hacha, hundiendo la hoja en la base de la columna del minotauro. Una vez dentro, empujó el acero hacia arriba con un juego de muñeca para desgarrar la caja torácica de la criatura.

La bestia estaba empalada en el acero del rey, como un insecto atravesado por un alfiler. Cayó el hacha, y el líder de los piratas emitió un gruñido que dio paso a un esputo de sangre. Entonces, lentamente, el minotauro convulsionó resbalando por la hoja de la espada, agitó un brazo, se retorció agitado por las convulsiones y cayó de espaldas.

Tras la muerte de Magrath los combates perdieron intensidad entre los defensores de la plaza. Muchos depusieron las armas de inmediato, y algunos, sobre todo los trasgos, emprendieron una huida precipitada. Sin embargo, tuvieron que detenerse al topar con las puertas cerradas por Amedahast. Los presuntos fugitivos intentaron plantar cara a los hombres del rey, que acabaron con ellos a las puertas de la empalizada.

Elvarin se incorporó lenta y dolorosamente, recuperando la espada. La herida del costado rivalizaba en dolor con la que tenía en el rostro. Lo más probable es que la mordedura de la mejilla cicatrizase, al menos tendría una historia que contar a sus nietos. Sin duda, Amedahast le explicaría qué hechizo o maldición habían proporcionado a Pella Dheolur aquellas bocas mordientes en las palmas de sus manos... y si la herida en sí se infectaría a causa de algún tipo de veneno.

Vio un destello, una cabellera rubia y la tela azul de un vestido procedente de la puerta de la mansión. Elvarin levantó la espada, pero Amedahast apoyó la mano en el hombro de la Crownsilver para detenerla. Threena Cormaeril bajó corriendo los escalones, y abrazó al ensangrentado Duar. La fuerza con que lo abrazó hizo que éste se tambalease, y los dos estuvieron a punto de caer mientras ella era incapaz de contener la risa.

Elvarin rió, pero el dolor de su mejilla hizo que aquella risa fuera una pálida imitación de su genuina risa.

—Así que ella era nuestro agente infiltrado —dijo—. Siempre ha habido innumerables formas de conquistar una plaza.

Amedahast no respondió. Elvarin la miró. La hechicera guardaba silencio, con una expresión impenetrable en el rostro, ceñuda como si acabara de acusar el dolor de una vieja herida. Sin decir palabra, se volvió y se alejó caminando de Elvarin, para atender a los heridos.

A la luz del almacén devorado por las llamas, Elvarin observó al rey y a la dama abrazados. Victoria. Habían capturado Dheolur, y con la ayuda de Threena, podrían mantenerlo. Las fuerzas de Cuerno Alto podrían emprender una campaña en los bosques... y con la muerte de Magrath lo más probable era que los piratas abandonaran Suzail, antes de arriesgarse a afrontar un asedio. Los tiempos —los años— que se avecinaban no serían fáciles, pero después de todo Cormyr sobreviviría.

«Nunca desestimes el tacto de un rey», pensó Elvarin. Se ayudó de su espada para mantenerse en pie, y se dirigió cojeando al lugar donde Amedahast desempaquetaba toda suerte de ungüentos y pócimas curativas.

17
Encuentros

Año del Guantelete

(1369 del Calendario de los Valles)

El hombre de la túnica cubierta de gemas y los calzones de pan de oro se arrodilló, desenvainó la espada y la depositó a los pies del hombre silencioso que también vestía una túnica.

—Yo, Embryn Crownsilver, consciente de las implicaciones que conlleva, pongo con toda solemnidad mi honor, mi acero y el brazo que lo esgrime al servicio del regente de Cormyr —dijo con firmeza, permaneciendo arrodillado—. Me esforzaré por precipitar la caída de los Obarskyr decadentes, que han regido nuestros destinos desde hace
tanto
tiempo. —Sus últimas palabras reverberaron en aquella sala de techo alto, pero de pequeñas dimensiones.

—Recoja la espada —dijo en voz baja el hombre ante el cual se había arrodillado—. No olvidaré sus palabras.

Más bien titubeante, el noble Crownsilver se incorporó con la espada enjoyada en la mano. La envainó con una floritura, se volvió y, mientras su media capa se mecía al vaivén de su ademán, se alejó caminando con paso rápido.

El hombre de la túnica lo observó mientras se alejaba. Al parecer, los nobles del reino tenían costumbre de hablarse con plena confianza. Era la quinta vez a lo largo de aquella mañana que alguien le juraba fidelidad, sin que nadie hubiera dicho en público una sola palabra acerca de una posible regencia. No era sorprendente que se observase semejante silencio; para muchos, sobre todo en Suzail, la palabra «regente» era sinónimo de «tirano». Aunque en lugar de esta palabra uno también podía decir «Salember», con la seguridad de que a nadie se le escaparía su significado.

Vangerdahast, regente real. El hombre de la túnica esbozó una fugaz sonrisa mientras adoptaba una postura teatral, haciendo sombrilla sobre sus ojos al mirar hacia la pared más lejana de la antecámara, con una corona imaginaria sobre su cabeza. Entonces lanzó un bufido burlón, y concentró toda su atención en los libros de hechizos. Qué cosas más raras podían suceder en un reino, cuando a la gente le daba por poner en práctica ideas propias...

No muy lejos de palacio, en el ala más cercana de la corte, dos nobles charlaban animadamente.

—Si mi hijo regresa alguna vez de vagabundear con la princesa Alusair —dijo uno de los dos nobles—, lo enviaré lejos del reino durante uno o dos meses. No quiero que nadie piense en él como en un rey futurible, para acto seguido hundir una daga en su espalda por simple precaución.

—¿Un Skatterhawk en el trono? —se preguntó Sardyn Wintersun—. Sabes, no me cuesta imaginarlo. ¿Aún piensa tu hijo que la luna, el sol y las estrellas obedecen a los caprichos de la princesa?

—Así es, mi señor, y aún puedo decir más. —Narbreth Skatterhawk tenía aspecto de presumido—. Un Dragón Púrpura al que ella despachó desde Estrella del Anochecer con el último informe, afirma que la vio besarlo en los labios, afanosa como la moza de una taberna, ¡delante de todo el mundo!

—No pretendo con ello perjudicar nuestra amistad, mi señor, pero la gente de a pie asegura que Alusair sería capaz de besar a su caballo si trotara sobre ella —dijo Sardyn, riéndose y peinándose el cabello canoso con la mano.

El cabeza de la familia Skatterhawk soltó una risotada algo forzada quizá, pero fuera lo que fuese lo que iba a decir, se vio interrumpido por la alegría con que los saludaron a ambos.

—¡Cuánto me alegra veros en este bonito día, pilares del reino!

Sardyn paseó la mirada de un lado a otro con mucha elocuencia antes de volverse, cosa que a Narbreth casi lo hizo explotar de la risa. Casi.

Ondrin Dracohorn estaba resplandeciente enfundado en su túnica llamativa de color escarlata, cuyos botones del pecho lucía abiertos hasta la cintura con tal de mostrar claramente la pesada fila de estrellas doradas y medallones que se parecían, sin serlo, a las medallas concedidas por la corona al soldado valeroso.

El tono de su traje iba a la zaga de los escotes generosos que lucían cada una de las damas que se cogían de los brazos de Ondrin, damas cuya belleza era motivo de admiración para cualquier noble, en fiestas y reuniones. Eran las mejores que uno podía comprar con dinero y discreción en Suzail. Su elegancia hacía que el hombrecillo emparedado entre ambas pareciese una especie de pavo real de peluche.

Ni Sardyn ni Narbreth hicieron el menor esfuerzo por señalárselo, por supuesto. Sus familias, los Skatterhawk y Wintersun, pertenecían a la nobleza de menor rango, a la nobleza rural, y sería poco elegante ofender a un miembro de las familias nobles afincadas en la capital. En lugar de ello, le ofrecieron la mejor de sus amplias sonrisas.

—¡Ondrin, viejo amigo! —exclamaron al unísono—. ¿Cómo le va al Dracohorn cuyos consejos escucharía cualquier persona en su sano juicio?

—Las cosas no podrían irme mejor, señores míos, o podrían irme mejor —respondió Ondrin agitando despreocupadamente la mano—. Acabo de enterarme de que Embryn Crownsilver ha ido a visitar al mago de la corte para tratar cierto asunto.

Los líderes de la familia Skatterhawk y Wintersun intercambiaron una mirada.

—Ya nos habíamos enterado de ello, Ondrin. No hace falta que te muerdas la lengua. Habla —comentó Sardyn, que después guiñó un ojo a una de las damas de alquiler. Ésta, a un paso por detrás de Ondrin, al que sacaba una cabeza, decía «¡no, por favor, no!» con los labios, sin que ningún sonido saliese de ellos, al tiempo que abría los ojos desmesuradamente, al oír aquella invitación a Ondrin para que hablara.

Ondrin rió como el hombre de mundo que era.

—Conozco secretos que aún no me atrevo a revelar, ni siquiera a un par de buenos amigos como vosotros. Tan sólo diré esto... —Se acercó un poco más, como un muchacho que confesara furtivamente un secreto menor, y susurró en voz alta—: Lo mejor sería ir a visitar al mago de la corte. Más que nada, para ofrecerle mi apoyo en su pretensión de acceder a la regencia.

La persona a quien Ondrin iba a apoyar para la regencia se deslizaba en aquel momento tras una cortina en el guardarropa adjunto a sus dependencias. La diminuta esquina de la estancia a la que fue a dar incluía un busto de mármol de un Baerauble con cara de aburrido, encima de un pedestal situado a la izquierda de Vangerdahast, y un estante con toallas plegadas y platos con diversos jabones aromáticos a su derecha. Una estantería con rostros de gárgola tallados, que guardaban cierto parecido con los cuatro anteriores sumos hechiceros del reino, colgaba de la pared, y el suelo estaba dispuesto como un tablero de ajedrez que alternaba baldosas blancas y negras.

Sin reparar en la mirada imperturbable de Baerauble, el mago de la corte apoyó una mano en su cabeza y estiró incómodo la otra para tocar con los dedos la nariz de cierta gárgola, momento en que tocó con la punta de la bota derecha la esquina de un azulejo. Un fulgor se elevó y crepitó a su alrededor.

Al desaparecer estaba en alguna otra parte donde también había toallas y jabón. Era el armarito del servicio, situado frente al descansillo de una de las estancias de la realeza. El eco de las voces que esperaba oír llegó a sus oídos con total claridad, al hacer un gesto determinado; ya podía sentarse cómodamente sobre la nada dispuesto a escuchar, con su generoso trasero apoyado en pleno aire.

—... Sé que todo te parece confuso, Tana —dijo con calma Aunadar Bleth—, pero Cormyr ha afrontado momentos peores que éste, y ha sobrevivido. Si los dioses deciden llevarse con ellos a vuestro padre, tendréis que aceptar la corona y gobernar tan bien como él hubiera querido que lo hicierais.

La princesa real se limitó a sollozar a modo de respuesta.

—Decidáis lo que decidáis, yo estaré aquí —siguió diciendo Aunadar en voz baja. «Lo más probable es que tenga la cabeza de la princesa en sus brazos, mientras le acaricia el pelo», pensó el mago. Casi sonrió, pero en lugar de ello las siguientes palabras del joven Bleth lo hicieron ponerse tieso como una vara.

—Yo, y algunos otros, estaremos a vuestro lado por mucho que ese viejo mago quiera hacer de las suyas. Está reuniendo nobles para proclamarse regente real, ya sabéis. Incluso he oído que va a emplear hechizos para fabricar alguna suerte de documento, firmado por vuestro padre, en el que se lo autoriza a regir... un documento cuya firma es mágica, por supuesto. Afirma tener intención de gobernar el reino sólo hasta que os sintáis capacitada para hacerlo, o hasta que tengáis un heredero, pero en cuanto ponga las manos encima del Trono Dragón, nadie con sangre Obarskyr volverá a sentarse en él.

—¿Y qué debo hacer? —preguntó con voz entrecortada y susurrante—. ¡Tiene todos esos hechizos! ¡Y sabe dónde está oculta toda la magia y la riqueza de mi padre, y... sabe qué hacer con los nobles, qué prometerles, con qué amenazarlos, para que bailen al son de su música!

—No todos, alteza —repuso Bleth con firmeza—. Algunos hombres están dispuestos a desenvainar su acero para defender la causa más justa. Son un puñado de valientes, entre los cuales me siento afortunado de poder contarme. ¡Cuando el reino me necesite... cuando vos me necesitéis, paloma de mi corazón!

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