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Authors: Jeff Grubb Ed Greenwood

Cormyr (17 page)

BOOK: Cormyr
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Se escuchó un alarido inhumano, y Beldred sonrió. Habían encontrado a los orcos. ¡En esta ocasión no se les escaparían! Los caballeros podrían impedir que los orcos volvieran a escabullirse, cortándoles la retirada y empujándolos contra las rocas que se alzaban ante ellos.

Había un valle en forma de copa, si Alusair no se había equivocado al describir la región. Entonces no habría más combates. Los orcos remontarían el valle, pero finalmente tendrían que luchar. Beldred consideró la posibilidad de ir a buscar a la princesa y a los dos hombres de los que había prescindido. Entonces tragó saliva y frunció el entrecejo. Podían cuidar de sí mismos, aparte de que el resto de la compañía no vería con buenos ojos demorar más el ataque, por mucho que se tratara de la princesa. Llevó la mano al duro y reconfortante pomo de la espada, y espoleó la montura para que cabalgara hacia el enemigo, al tiempo que ordenaba a gritos a los demás jinetes que lo siguieran.

La visión —la caricia mental de Vangerdahast— había sido tan sutil como inconfundible. «Ve a un lugar donde puedas disfrutar de intimidad, y espera la llegada de un halcón tal que... así.»

Alusair frunció los labios. Otra vez esos condenados asuntos de estado. Cabalgó al otro lado de la pared rocosa, buscando a los orcos con la mirada, sin ningún interés por encontrarlos. Debía de tratarse de un asunto que el mago del rey quería mantener en secreto, o de otro modo habría proyectado su voz hasta donde se encontraba. ¿Qué sería esta vez?

Al menos no tendría que esperar demasiado, ni pensar que los jóvenes jinetes con los que cabalgaba por primera vez la tildaban, en su fuero interno, de cobarde. Ya veía un punto en lo alto, recortado contra el azul del cielo, una oscuridad que descendía hacia ella como la piedra de una honda. Desmontó para ahorrar un buen susto al caballo, y caminó algunos pasos hasta que decidió esperar con la daga de la bota izquierda en una mano, y la espada desnuda en la otra... sólo por si acaso. En las Tierras de Piedra nunca estaban de más las precauciones.

Ya podía ver el halcón; llevaba en las garras una bandeja de plata circular, cuyo centro era de espejo y tenía el reborde surcado de runas grabadas, una misiva.

A media altura del suelo, el halcón levantó las patas batiendo las alas con fuerza para empezar a planear. Las plumas se fundieron en rizos de carne en expansión que fluía y se encogía de forma enfermiza. Era un reflujo, lo cual implicaba que el ser adoptaría su propia forma tan sólo temporalmente, y que no tenía ninguna intención de faltar al hechizo que lo convertía en halcón. La transformación se aceleró a una velocidad vertiginosa, hasta dar forma súbitamente a la silueta de nariz puntiaguda de una mujer vestida con una túnica marrón, en cuyo rostro se dibujaban arrugas de preocupación. Era mayor, pensó Alusair, pero seguía siendo tan atractiva y elegante como de costumbre. La maga se arrodilló y le ofreció la bandeja.

—¡Laspeera! —exclamó Alusair tras reconocerla, dejando caer las armas y librándose de los guanteletes para que pudiera acercarse a ella con los brazos abiertos.

—Es un honor, alteza. Aquí traigo este mensaje urgente —respondió la guardiana de los magos de guerra, esbozando una sonrisa forzada.

Alusair frunció el entrecejo. La formalidad de Laspeera tan sólo podía significar una cosa: malas noticias. Cogió la bandeja, la colocó con cuidado sobre la hierba, estrechó a la hechicera entre sus brazos y besó su mejilla.

—Sea como fuere, me alegra mucho verte, Laspeera. ¿Qué hay de mi padre?

La maga respondió al beso, pero no soltó prenda, señalando la bandeja con una inclinación de cabeza.

«Oh. Oh, maldita sea —pensó la princesa guerrera—. Rayos y truenos.»

Alusair cogió la bandeja y tocó con las yemas de los dedos las runas destinadas a ella, que despidieron un fulgor durante un breve instante. Se trataba de un mensaje de una única lectura; por tanto, malas noticias.

Al cabo de un momento, la voz familiar de su padre surgió del disco, en tono bajo pero inconfundible.

—Alusair, el reino corre peligro. Bhereu ha muerto, y Thomdor y yo podríamos habernos reunido con él cuando recibas este mensaje. No abandones las Tierras de Piedra. Mantente fuera de la vista de quienes podrían acudir en tu busca. Si oyes a alguien hablar de mi muerte, no te fíes, a menos que tal información provenga de alguien en quien ambos confiemos. Toma la corona si lo crees necesario, pero sigue los dictámenes de tu propia conciencia... No gobiernes sólo por creer que es lo que yo desearía que hicieras. Tienes que saber, pequeña, que te quiero. Siempre te he querido, y si los dioses así lo desean, siempre te querré, cuidaré de ti y del reino, aunque tú no puedas verme ni oírme nunca más. Que los dioses te guarden, Alusair.

Alusair tragó saliva; distraída, la bandeja estuvo a punto de caer de sus manos.

—Que la fortuna de todos los dioses os acompañe, alteza —dijo Laspeera, cogiendo la bandeja—. Me temo que tengo otros asuntos que atender en este momento.

La hechicera guerrera besó la frente de la princesa, volvió a convertirse en halcón y remontó el vuelo, ascendiendo directamente hacia el sol.

La princesa la vio marchar, aturdida. Entonces su cuerpo fue sacudido por un sollozo incontrolado que intentó reprimir, porque no quería llorar.

Se mordió el labio mientras contemplaba la dura grandeza de las Tierras de Piedra. No deseaba más que su tímida hermana convertirse en reina. Y mientras Tanalasta viviera, ella no cargaría con esa responsabilidad. ¡Pobre Tana!

Pobre padre. ¡Dioses! Siempre supo que llegaría ese día, pero...

Los dioses. Sí, había llegado el momento... de hecho, se hacía tarde. Ya habría tiempo de sobra para lamentaciones, antes estaba el deber, siempre el deber...

Se arrodilló sobre la roca dura para rezar una plegaria, una súplica silenciosa. Al terminar no abrió los ojos, sino que se concentró en llamar mentalmente al mago del reino. Intentó iniciar la conversación a distancia que permitía al mago conversar con la combatiente doncella de los Obarskyr, sin importar la distancia que pudiera separarlos.

Pensó en Vangerdahast. En sus ojos castaños... o rojos cuando se enfadaba, lo cual sucedía a menudo: en la quijada y en la barba espesa que la cubría... blanca, y también en su pelo, aunque de vez en cuando pudiera encontrarse algún que otro pelo superviviente, rojizo. Amable, duro, la barriga que empezaba a formar un relieve en la túnica lisa...

Su imagen mental pareció moverse durante un instante y adquirir el tembloroso aspecto de una impresión fugaz que imprime en la retina un movimiento apresurado en el recibidor de palacio. ¿Un recibidor? ¿En palacio? O...

—¿Alteza? —A juzgar por su voz, Brace estaba nervioso. Alusair movió la cabeza, exasperada, al arrodillarse entre las piedras con los ojos cerrados. El contacto, aunque breve y apresurado, se había roto, la visión se fundía en tinieblas...

—¿Lady Alusair?

Desapareció. Suspiró y se esforzó por reprimir la necesidad de dar rienda suelta a la congoja. ¿Acaso esos hombres no podían comprender que necesitaba estar a solas? No, imposible. Nada sabían de su padre, de Bhereu... ¡pobre tío Bhereu! Se levantó lentamente, echando a un lado la melena de modo que cayera sobre su otro hombro. Respondió a la interrupción en un tono neutro.

—¿Sí, buenos señores? ¿O debería llamarlos «sabuesos»?

—Beldred nos ordenó que viniéramos —dijo una voz de tenor, sin inflexiones—. Creí que no nos querría... —Calló. Alusair estaba prácticamente segura de que ninguno de los guardias había visto a Laspeera llevándole la bandeja de plata.

—Sabias órdenes las de Beldred Truesilver, Threldryn —replicó la princesa, reconfortando a ambos con una amplia y fugaz sonrisa, justo antes de dar un salto de las rocas y coger las riendas de una rama seca a cuyo alrededor las había enrollado.

Cuando levantó la mirada, dos pares de ojos preocupados e inquisitivos la observaron. Ninguno de ellos se atrevería a preguntar a una princesa del reino si era una simple necesidad natural lo que la había llevado hasta aquel lugar, pero habían intuido que había algo más.

Alusair suspiró. Cabalgaban hacia la batalla, pero sus hombres debían conocer la noticia.

—He tenido una suerte de... visión —dijo buscando las palabras—, dada por el mago de la corte. Sabéis que, cuando éramos pequeñas, nos protegió con algunos hechizos.

—Para impedir que pudieran raptarlas —dijo Brace, haciendo un gesto de asentimiento.

—Para que mi madre pudiera encontrarnos cuando nos perdiéramos por ahí —corrigió ella, citando la razón oficial con cierta burla en su voz.

—Eso es, ya lo sabíamos —soltó Threldryn.

—Hay una especie de nexo que no ha desaparecido, es débil, pero aún queda... algo —prosiguió la princesa tras mirarlo brevemente—. Ha sido a través de ese algo que se ha puesto en contacto conmigo... de forma no intencionada, creo.

—¿Y la visión? —preguntó Brace.

—Se trata de algo que podría considerarse un secreto del reino, o quizá no. ¡Lo habría averiguado si dos nobles demasiado inoportunos no me hubieran interrumpido, justo en el momento menos adecuado! —los recriminó.

—Mis disculpas, alteza —murmuraron los dos al unísono, tendiéndole los guanteletes y las armas.

Su comandante los recuperó y, al subir a la silla de montar, hizo un gesto con la mano para que se retiraran.

—No voy a reprenderos por cumplir con vuestro deber. Teníais órdenes, y el que os las dio tan sólo pensaba en el bien de Cormyr, sin duda. Vosotros no tenéis la cul...

Así hablaba cuando dieron la vuelta a las rocas y el rumor de la batalla llegó hasta sus oídos. Dejó de hablar para concentrar toda su atención en la mirada, al principio sorprendida, después molesta. Bajo los tres jinetes, una pequeña banda de orcos huía en dirección a una cuesta empinada mientras el orgullo de la caballería cormyta, compuesta por nobles jóvenes, picaba espuelas hacia ellos entre gritos de entusiasmo. Alusair y sus sabuesos consiguieron distinguir movimiento en las paredes de la cuesta. Había más orcos, y esperaban a los humanos que estaban a punto de caer en la trampa.

—¡Beldred, idiota! ¡Es una trampa! —Y picó espuelas a lomos de su montura para emprender una carrera frenética, pidiendo a gritos que galopara más.

Los dos nobles, Threldryn y Brace, no tardaron en encontrarse galopando tras ella con el corazón en un puño, antes de saber siquiera qué demonios sucedía.

La encerrona se llevó a cabo antes de que Alusair hubiera cubierto la mitad del espacio que la separaba de sus nobles. De las paredes del valle surgió una serie de relámpagos mágicos, cuyo trueno originario reverberó por las paredes del valle. Los caballeros de brillante armadura danzaron montados en sus sillas al ser golpeados por los relámpagos luminosos, temblando de forma espasmódica sus brazos y piernas, y soltando, por tanto, las armas que empuñaban, dado que sus manos ya no eran capaces de esgrimir arma alguna. Quienes sobrevivieron al asalto dieron la alarma a voz en cuello y se esforzaron por controlar la retaguardia, así como por retener a los caballos que se habían empeñado en huir a galope tendido. Los orcos que se batían en retirada hacía un instante se volvieron contra ellos para infligir terribles heridas a los caballos con sus espadas. Cayeron más monturas, entre relinchos.

Alusair, furiosa, cogió el cuerno de caza y sopló. La llamada alta y clara resonó hasta alcanzar las alturas rocosas: había tocado a retirada. Algunas cabezas se volvieron para mirar en su dirección, cuando los jóvenes caballeros de Cormyr escucharon la señal de su comandante y tiraron de las riendas incapaces de dar crédito a lo que sucedía... Quizá se sintieran aliviados, dependiendo de su sabiduría. Aquellos cuyos caballos respondieron volvieron grupas y recorrieron el valle al galope, seguidos por los gritos roncos y triunfales de los orcos.

Alusair rugió igual que Azoun cuando cabalgaba con sus hombres.

—¿Acaso lo único que sabéis hacer es cargar? Beldred, ¿no te diste cuenta de que ese valle era ideal para tender una emboscada?

—No hubiera podido detener a mis hombres, alteza —respondió el ensangrentado Beldred Truesilver—, pero debo admitir que ni siquiera lo intenté. ¿Quién iba a esperar que unos simples orcos fueran capaces de atacarnos con rayos?

Alusair extendió las manos, exasperada.

—¿Cómo es posible que sean tan hoscas sus maneras, como para mancharos esas capas tan bonitas que lucís? ¡Cualquiera diría que habéis dejado el cerebro en la vaina de la espada! —Alusair miró la boca del valle y masculló una maldición—. Deberíamos reagruparnos ahí atrás, en las rocas, pero si lo hacemos los orcos matarán a todos los que han derribado de sus monturas. Tenemos que auxiliar a nuestros camaradas. ¡Formad en cuña a mi espalda, ahora!

En el caos del rumor de cascos, los caballos resoplaban y los hombres gritaban, pero lograron formar.

—¿Hay algún muerto? —preguntó Alusair, sin perder de vista el valle.

—Dagh Illance —murmuró alguien enfundado en una armadura chamuscada. No llevaba yelmo, y el hechizo había reducido buena parte de su pelo a cenizas. Pasó cerca de ella, como si siguiera atontado—. Quizás uno o dos se hayan llevado la peor parte del golpe.

—Enhoramala para Illance, el muy lerdo. La estupidez debe de ser cosa de familia —murmuró Alusair, para que nadie pudiera oírla. Desenvainó una daga, oculta en la bota izquierda, y la cogió de modo que la gema engarzada en el pomo apuntara hacia adelante. Después, ordenó—: Al galope, una vez allí nos separaremos y cada grupo cabalgará a lo largo de cada una de las paredes del valle; ¡no arremetáis contra vuestros propios compañeros! Arrojad dagas y lanzas a los orcos situados en las elevaciones, y cuando los tengáis al alcance de la espada, matadlos y pisoteadlos con los caballos. Si encontráis alguna cueva, manteneos apartados de ella. ¿Lo habéis entendido? ¡Bien, pues al galope!

Cuando su grito aún no había dejado de acariciar el oído de sus caballeros, picaron espuelas y emprendieron la carga. Ya nadie vitoreaba satisfecho ni profería gritos de guerra. Estaban molestos y muy enfadados con el enemigo, y cada uno de ellos cabalgaba con el recuerdo desagradable en mente de los compañeros caídos. Si la princesa no fuera la guerrera que era, en aquel momento la mitad de ellos estarían cabalgando rumbo a las tierras bajas, abandonando a la otra mitad del grupo, moribunda en el campo de batalla. Pero como era una gran guerrera, cabalgaron con la mandíbula apretada, preguntándose qué impediría a otro rayo caer sobre sus gargantas mientras entraban al galope en el valle.

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