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Authors: Jeff Grubb Ed Greenwood

Cormyr (18 page)

BOOK: Cormyr
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Allí estaban con el miedo dibujado en sus rostros. Se encontraban lo bastante cerca como para ver a los orcos, que a su vez los observaban con muecas al dirigirse a cumplir con la tarea de cortar la garganta a los compañeros caídos. Los humanoides no habían previsto que los caballeros dispersados por la magia pudieran volver.

En aquel momento los jinetes de Cormyr estaban situados entre las rocas y el valle. Se produjo un súbito fogonazo de luz cerca de donde el pelo suelto de Alusair ondeaba por encima de su hombro, un fogonazo seguido de una llamarada.

Una enorme lengua de fuego rojo y ardiente como el infierno surgió ante ellos, y alguien en vanguardia de la formación en cuña lanzó un grito de terror, pese a que Alusair ni siquiera se inmutó. Surgió el fuego, que luego desapareció como el fruto de una ilusión, disipada por su comandante al cabalgar a la cabeza de la carga. Seguía ella con la daga de pomo enjoyado ante sí, y algunos de los hombres vieron surgir una columna de humo de la gema. Sin duda se trataba de algún encantamiento para combatir el poder mágico del enemigo, y anular la ventaja que tenía en ese aspecto.

Pero entonces no hubo tiempo para tales pensamientos, porque los orcos estaban por doquier y por fin había algo a lo que dar mamporros. Los caballeros dividieron la formación de modo que cada línea pudiera recorrer una pared del valle, derribando todo lo que encontraran a su paso.

Brace Skatterhawk vio por el rabillo del ojo un rostro ceniciento y boqueante. Lanzó un tajo con la espada, que se hundió en algo grueso y blando, y siguió al galope sin saber si había derribado al enemigo. A su alrededor surgieron gruñidos y gritos, acompañados por el estampido de los cascos de los caballos, momento en que apareció de nuevo la lengua de fuego.

La princesa tenía razón. Había una cueva al fondo del valle, de la que surgía una esfera formada por llamaradas de color rojo puro que parecía acercarse rodando hacia ellos. Alusair ordenó a sus caballeros que se situaran a ambos lados del fuego rodante, y a continuación picó espuelas, directa hacia la bola de fuego. De nuevo volvió la bola de fuego a evaporarse al entrar en contacto con la daga enjoyada de Alusair.

Sus caballeros, con renovado respeto, obedecieron y tiraron de las riendas para enfilar ambas paredes del valle, controlando a los pocos orcos supervivientes que salían al descubierto. Otros trasgos gritaron y se retorcieron sin fuerzas en el lugar donde habían caído. El resto permaneció inmóvil y en silencio. No quedaba ningún foco de resistencia, a excepción de la caverna.

—¿Qué hay en esa cueva, princesa? —preguntó Brace. Threldryn Imbranneth también estaba cerca.

Alusair recuperaba el resuello, y los nobles, los dos unos románticos, pensaron que jamás la habían visto tan bonita como en aquel momento, sin el yelmo y vestida con la armadura. Les dedicó una mirada fugaz, y acto seguido observó la cueva.

—Una oscura naga, a menos que me equivoque —dijo—. Beldred está en la otra parte del valle. Esta vez espero que se las apañe para impedir que esos cabezahuecas realicen otra carga.

—¿Una naga? —preguntó Threldryn—. No pretendo parecer irrespetuoso, princesa, pero ¿cómo sabéis vos... o cualquier otra persona... algo así?

—¿Acaso cuando va usted a la guerra, lord Imbranneth, sólo es para cabalgar? —preguntó ella, clavando en él sus ojos castaños—. ¡Intente pensar, aunque sea por una vez... y verá qué bien le sienta! —Parte del fuego que había en sus ojos pareció apagarse, y añadió—: Hasta este momento, en la presente campaña, nos hemos enfrentado a hidras, lagartos de fuego y orcos lo bastante valientes como para bajar a las granjas de nuestras tierras bajas no una, sino varias veces. ¿De dónde salían todas esas criaturas?

—Eh... bueno, de las Tierras de Piedra, princesa —aventuró Threldryn, indeciso—. ¿De dónde, si no?

—¿No le sorprende, querido señor, que tres quimeras se alineen para enfrentarse a nosotros en lid, una tras otra? ¿Unas bestias que no podrían enfrentarse entre sí, estando tan cerca unas de otras?

—Zhentarim —murmuró Brace—. La Guardia Negra. ¡Otra vez utilizando los portales mágicos y sus invocaciones de monstruos!

—Precisamente —corroboró Alusair con énfasis—. Lo cual sugiere que estos orcos huían para ampararse en su amo, en esa cueva, una de las nagas negras que la Guardia Negra ha instituido como mentoras de las bandas de orcos. Nos ha alcanzado un rayo, y a continuación una bola de fuego; mi daga escudahechizos bloqueó esta última. De haber habido un mago en el interior de la cueva, a estas alturas ya nos habría atacado con algo mucho más poderoso, o bien habría huido. ¡En lugar de ello, nos ataca con una esfera llameante!

—¡Por tanto, se trata de una naga, que a estas alturas ha empleado todo su poder mágico, y está limitada a los hechizos menos poderosos! —exclamó Threldryn, triunfante. Alusair esbozó una sonrisa. Al parecer aún cabía albergar alguna esperanza con la joven nobleza de Cormyr.

Beldred cabalgó hasta su posición.

—Hay una naga ahí dentro, y voy a por ella —dijo la princesa a su comandante—. Quiero a dos voluntarios dispuestos a acompañarme, sólo dos. Si al anochecer no he salido, decida usted la mejor forma de atacar y entre en la cueva.

Brace, Beldred y Threldryn se prestaron voluntarios, cómo no. La princesa dejó a Beldred al mando de los nobles supervivientes. El capitán Truesilver despachó de inmediato algunos exploradores para que buscaran orcos supervivientes o cualquier otra sorpresa que los zhentarim les hubieran preparado.

Alusair se llevó consigo a los dos nobles, que cabalgaron al galope al pie de las rocas que formaban una de las paredes del valle, en dirección a la abertura de la caverna. Cuando la princesa vio que las rocas podían proporcionarles protección, hizo un gesto para que formaran detrás de ella, y comprobó con la mirada que la habían obedecido.

Entonces examinó largo y tendido a la compañía, que había adoptado posiciones defensivas para evitar posibles sorpresas procedentes de la cueva. Desde aquel lugar de las Tierras de Piedra podían verse las tierras que se extendían en lontananza hacia el sur, y Alusair pudo distinguir la delgada línea verde que delimitaba el horizonte, los bosques lejanos de Cormyr. Más al sur estaba Suzail, donde su tío Bhereu yacía muerto y Thomdor y su padre agonizaban.

Brace y Threldryn vieron temblar unas lágrimas inesperadas en los ojos de la princesa, que respiró profundamente y se volvió hacia ellos, haciendo un gesto enérgico.

—¿Princesa? ¿Qué sucede? —preguntó Brace.

La mata de pelo rubio ceniza volvió a ondear cuando su comandante giró la cabeza para responderle.

—Nada para lo que un Dragón Púrpura no esté preparado —respondió lacónica, al tiempo que desenvainaba lentamente la espada, retándolos en silencio a que insistieran sobre la causa de sus lágrimas.

Ellos respetaron su silencio, y Alusair les correspondió con un amago de sonrisa.

—Y ahora, mis buenos caballeros —dijo secamente—, ¿estáis conmigo en esto? ¿Por Cormyr?

—¡Por Cormyr! —repitieron en voz alta. Por fin sonrió—. Plantemos cara al enemigo. —Y se dispuso a entrar en la oscuridad de la caverna.

Brace Skatterhawk jamás olvidó lo sucedido. Recordaría hasta el día de su muerte la lucha frenética que tuvo lugar en aquella caverna con la serpentina naga, cuyos hechizos no hacían sino envolverlos, y tampoco olvidaría la valentía de que hizo gala Alusair. Su enemiga se retorcía y serpenteaba, mientras ellos lanzaban tajos y estocadas, una y otra vez. La cola venenosa hendió el aire sobre sus yelmos no una, sino varias veces, decidida a acuchillarlos con una velocidad increíble. Alusair fue la que se la jugó para cegar a la bestia, al gritar: «¡Por Azoun y Cormyr!».

Los tres guerreros contribuyeron a la suerte de la batalla, y la bestia murió a sus pies después de haberla atacado con encono. La naga profirió un grito y, poco después, expiró. Su grito les recordó el sollozo de una mujer al ver que se le escapa la vida entre las manos.

Cuando la criatura serpentina yació moribunda, despidiendo las entrañas aceitosas y negras, Alusair saltó sobre su cuerpo sin perder un segundo. Brace vio que la princesa cogía otra gema del cinturón, un último homenaje a la magia, supuso.

Arrojó la gema hacia adelante, a algo que había detrás de la naga. Su objetivo era un óvalo de crepitante fuego azulado, mágico, que se extendía al fondo de la cueva. Era el portal mágico del que habían estado hablando, una puerta de acceso creada por los zhentarim. El portal se vino abajo, acompañado por una especie de rugido, justo cuando una criatura parecida a un cangrejo gigante se disponía a atravesarla. El fulgor mágico del portal parpadeó ante el impacto de la gema, y el monstruoso cangrejo dio un par de pasos fuera, en la cueva, cortado por la mitad.

Brace exhaló un suspiro, y acto seguido oyeron un estruendo generalizado a su espalda. Los demás nobles, impacientes, habían entrado en la caverna. Al parecer no habían podido esperar hasta el anochecer, sobre todo tras oír los gritos de la naga.

—¡Hurra! ¡Hemos terminado, princesa! —gritó exultante Ulnder Huntcrown, uno de los jóvenes potros desbocados.

—No, Ulnder —replicó la princesa guerrera con cierta hosquedad, poniendo los brazos en jarras—. Nuestro trabajo no ha hecho más que empezar. Tenemos que rastrear y destruir todos los portales similares que encontremos.

—Eh —gruñó el noble, exasperado—. ¿Por qué las victorias nunca son tan definitivas como cantan los juglares?

—Porque los cantores no tienen que asegurar ninguna posición, pero los guerreros sí —respondió Alusair, con acritud.

—O no tardan en morir —apuntó en un murmullo Harandil Thundersword. La princesa observó fijamente al noble de voz suave, e hizo un gesto de asentimiento. La princesa guerrera se volvió entonces a los demás, que también asintieron, incómodos.

—¡Basta de combates por hoy, muchachos! —gritó Alusair, esbozando una sonrisa, y sus blancos dientes se perfilaron generosos—. Vamos a buscar un lugar donde podamos resguardarnos, acampar y descansar un poco, ¡que mañana cabalgaremos sin descanso por las Tierras de Piedra!

Se produjo un suspiro más o menos generalizado, muestra evidente de que los nobles se habían relajado un poco. Un coro de gruñidos de simpatía acogió después las palabras de la princesa, aunque vio también que más de uno se llevaba la espada a la frente para saludarla, cosa que la hizo sonreír, complacida.

—¡Ésta es mi banda de valientes! ¡Dioses, qué orgullosa me siento al pensar que en los años venideros Cormyr os tendrá a todos vosotros sentados en los salones, señores y barones del reino!

Las hogueras crepitaban y desprendían algunas chispas, mientras las llamas alzaban sus anaranjados dedos hacia las estrellas. Entretanto, Alusair caminaba sin hacer ruido entre ellos, con una capa oscura como la noche sobre los hombros, y oía las risas e incluso algún que otro canturreo desafinado.

Aquella noche los hombres estaban alegres. Entonces, las muertes de Dagh Illance y los demás ya habían adquirido una pátina de heroicidad, en las que cada uno de los supervivientes tenía su propia versión, en la que siempre intervenía su capacidad, legendaria, de enfrentarse a las bandas de orcos.

Los seis hombres reunidos alrededor de la hoguera situada en el extremo sur no vieron acercarse a la princesa; de otra forma, jamás se hubieran atrevido a decir lo que dijeron.

—Maldita sea, Brace Skatterhawk, ¡siempre acabas haciendo de abogado del diablo! ¿Cuántos bandos quieres que haya?

—¡Igualito que el rey!

—¿Y por qué no? Después de todo es hijo de Azoun, ¿acaso no habéis oído lo que se dice?

—Claro que sí, Kortyl —respondió Threldryn—, ¡pero la mayoría de nosotros tiene el suficiente conocimiento para no decir tales cosas cuando cabalga en compañía de la hija de Azoun!

—Vale, Kortyl. ¿Y si te oyera?

—¡Bah! ¡No le tengo ningún miedo! Vamos, si ella... —Kortyl calló de pronto, cuando los demás levantaron la mirada conscientes de una repentina tensión en el ambiente. Allí estaba la princesa, de pie ante ellos como la sombra oscura de la noche, el fuego pálido reflejado en su mirada.

—¿Sí, Kortyl? —preguntó en un hilo de voz—. ¿Qué harías?

—Eh... bueno, yo... vamos que... yo... —El joven caballero desvió la mirada.

—Si yo fuera tú, Kortyl Rowanmantle, procuraría mirar a mi alrededor para asegurarme de que no haya nadie escuchando, antes de decir nada parecido —le dijo ella al oído, tras arrodillarse a su lado y agarrarle una oreja.

La princesa empujó hábilmente a Kortyl hacia un montón de ascuas. Fuera cual fuese la disculpa que el joven estaba a punto de tartamudear, se perdió en el estruendo generalizado de las risotadas.

—Brace Skatterhawk, quiero verle en mi hoguera en cuanto haya cenado —ordenó Alusair, poniendo fin a las risotadas—. No se olvide.

Las estrellas brillaban en el firmamento, pese al puñado de nubes que mitigaban su fulgurante belleza. Alusair yacía tumbada de espaldas, con la hoguera aún caliente a los pies, y las contemplaba recordando las diversas historias que había oído acerca de los... excesos de su padre. Mejor llamarlo por su nombre, pensó: amoríos. Buena parte de aquellas historias se habían forjado incluso antes de su boda, otras eran rumores sin fundamento, seguro, pero...

Cerró los ojos y volvió a la gran sala, en una mañana radiante de cuando aún no había cumplido veinte años, cuando tantos jóvenes nobles que habían cumplido la mayoría de edad eran presentados en la corte. Todos se arrodillaban, uno tras otro, y todos se parecían a Azoun. Finalmente, el viejo Vangey murmuró detrás del trono:

—¿Qué tal un poco de moderación, mi señor?

Recordaba la expresión solemne dibujada en el rostro de su padre, y la sonrisa divertida y tensa a la vez de su madre. También recordaba haber tirado de la lengua a su tío Bhereu, hasta que el guerrero amable, sonrojado y tartamudo, expuso la situación con palabras comedidas:

—Tú y tu hermana sois las herederas del trono de Obarskyr —había dicho, rindiéndose a la inevitable tarea de exponer a los jóvenes la complejidad de la vida—. Sin embargo, son muchos los que comparten tu sangre, aunque no se reconozca de manera oficial. Estos «parientes» no tienen mayor oportunidad de olisquear el trono que un limpiachimeneas; pese a todo, existen y no se los puede olvidar.

Suspiró y abrió los ojos para volver a observar las estrellas, preguntándose con un súbito escalofrío cuántos de esos medio hermanos compartían la información de Bhereu. ¿Cuántos creían tener derecho por su sangre, aunque no fuera reconocida, a regir Cormyr? ¿A cuántos de ellos, con algún rasgo de su padre en el rostro, tendría que enfrentarse, si su padre muriera?

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