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Authors: Jeff Grubb Ed Greenwood

Cormyr (34 page)

BOOK: Cormyr
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—Bueno, cuando el rey recupere la salud... o coronen a uno nuevo... no creo que el trono tenga reparos en acoger con los brazos bien abiertos a alguien que derrocha su dinero de esa forma —dijo Braundlae, enarcando sus cejas, que tanto mundo habían visto en sus buenos tiempos. Contempló las monedas que tenía en la mano como si aún fuera incapaz de creérselo, pues eso era precisamente lo único honesto que podía hacer: no creérselo.

—No, moza, es lealtad la moneda que atesoran los Obarskyr, no dinero. Lealtad.

Braundlae levantó la mirada del oro brillante para observarlo, y acto seguido se volvió hacia el hueco de la escalera por donde había desaparecido el noble.

—¿Desleal? ¿Él? No lo creo.

—El caso es que te ha dado mucho dinero —respondió Rhauligan, encogiéndose de hombros—, para que tú no puedas pensar mal de él. Lo que realmente importa es saber cuántos nobles jóvenes como él compran amistades y aliados a diario.

—Seguro —dijo cínicamente la dueña—. Además, ¿quién nos asegura que el rey ante el cual hinqué la rodilla sea un Obarskyr?

—No olvides a Tanalasta —apuntó el mercader—. Y a Alusair.

—Tanto una como la otra parecen dispuestas a escurrir el bulto —replicó la dueña—, una en sus libros de contabilidad, la otra espada en mano. Repito, ¿será el próximo monarca un Obarskyr?

—¿Cómo podría ser lo contrario, y esta tierra seguir siendo Cormyr?

—Una familia no hace un reino, ni lo mantiene. No hay herederos varones ocultos en salones cerrados a cal y canto, al menos que yo sepa, de modo que si el rey y el barón caen, tal y como todo el mundo parece empeñado en dar por hecho a estas alturas, ¡no habrá otra salida que nombrar otra estirpe noble para el Trono Dragón! Pero, eso sí, ignoro cuánto tiempo conseguirá mantener el afortunado la corona sobre su cabeza, en cuanto todos los nobles vean cómo uno de los suyos se enseñorea sobre el resto y empiecen a pensar en lo fácil que sería ocupar su lugar.

—¿Has contratado ya a un mago para proteger del fuego tus contraventanas? —preguntó el mercader, cambiando de tercio.

—¿Qué? —inquirió Braundlae, ceñuda—. ¿Por qué sales ahora con ésas...? —De pronto calló, con expresión preocupada.

—Como bien has dicho —respondió Rhauligan en voz baja—, en cuanto un noble acepte la corona, ¿qué impedirá a otro querer ocupar su lugar? Tendremos asesinos en cada esquina, y espadas en las calles, ¡hasta que los ejércitos cabalguen sobre Suzail para hacer de uno u otro noble nuestro soberano! Y la corte está justo en medio de todo, Brauna. ¿Dónde crees que se librarán las batallas?

—¡Oh, dioses! —exclamó la dueña del lugar, cuyo rostro adquirió la palidez de la cera, mientras se llevaba el mandil a la boca para taparse los labios.

—Podría durar años, si esos cabeza huecas de nobles cabalgan por todo el reino apoyando a una familia u otra, partiendo el reino por la mitad, sin que nadie recoja las cosechas o las leyes nos amparen. ¡Lo mejor será rezar para que Azoun no muera!

—¿Cabeza huecas? Sí que algunos vástagos de la nobleza son como tú dices, seguro, pero ahí tienes a ese Dauneth, que es un perfecto caballero.

—Sí, y su familia ha sido tan desleal a los Obarskyr que lo más probable es que el mago de la corte esté midiendo el espacio que va a dedicarle en alguno de los calabozos en este preciso momento.

—¿Él?

—Pues claro que sí. Su familia se rebeló contra la corona, en una o dos ocasiones olvidó pagar el puñado de monedas que debían en concepto de impuestos a la corona... ¡y cabalgó esgrimiendo espada ensangrentada a las órdenes de Salember la Serpiente!

—¿Y aún conserva la cabeza encima de los hombros? ¿Cómo se atreve a poner un pie en la capital?

—¿Por qué crees tú que todos esos nobles jóvenes no han dejado de llegar a la capital desde que el rey está moribundo? Dicen que lo han envenenado. Cualquiera como este Dauneth que haya estado aquí durante este último mes, más o menos, pudo haberlo hecho, o saber lo que iba a suceder, de modo que se ha acercado como un buitre para hacerse con cualquier cosa que pueda obtener. La ciudad no tardará en llenarse de otros vástagos de familias de noble cuna, que llegarán para formar un círculo alrededor del cadáver del rey. ¡No creo que puedas preparar salsa con la suficiente rapidez para todos los rollitos que te pedirán, Brauna!

—¡Qué negros me pintas los días venideros! —exclamó la dueña de la taberna, malhumorada—. ¿Has terminado ya tus anguilas, lengua maldita?

Rhauligan rió por toda respuesta y al hacerlo abrió la boca generosamente. En su lengua, una última anguila se esforzaba por alcanzar la libertad.

Un escalofrío recorrió la espina dorsal de Braundlae.

—¡Lárgate! —ordenó, extendiendo un dedo amenazador—. ¡Venga, arriba, al Dragón, con viento fresco y una jarra para ese estupendo joven!

El Dragón Errante, como Rhauligan había informado a Dauneth antes, era en aquel momento la taberna más frecuentada por la clase trabajadora de Suzail, que no perdía oportunidad de dejarse caer por ella una o dos veces al día. Hubo algunos años en que no pareció que podría haber un hueco en el Paseo para un negocio tranquilo, que disfrutara de precios razonables, capaz de servir la comida rápidamente, y donde los parroquianos pudieran sentarse a las mesas y hablar: de todo, desde simples cotilleos hasta la política de la corte.

Caladarea Ithbeck había dado un espectacular vuelco al negocio. Recién llegada de Chessenta hacía una estación, descubrió que la capital de Cormyr carecía del tipo de lugar que ella frecuentaría, un lugar cuyas ventanas dieran a una zona concurrida e importante, y aún descubrió algo más: si alguien le alquilaba la parte superior que había encima de las tiendas, y las unía instalando las puertas necesarias que comunicaran pequeñas habitaciones privadas, entre mamparo y mamparo, aún dispondría de una espaciosa zona en medio para montar un comedor justo en mitad del Paseo. Si a ello añadía algunos departamentos
muy
exclusivos para nobles que estuvieran de visita, o comerciantes ricos, llegaba a un acuerdo con una o dos tabernas para permitirles obtener beneficios con los clientes de poco dinero, a cambio de que sus escaleras condujeran a su negocio, y ponía cuidado en que la comida fuera buena y sencilla, el Dragón Errante sería todo un éxito. Rara vez, incluso a media mañana o en las horas de menor actividad, sus habitaciones con mejores vistas disponían de menos de una docena de parroquianos, sorbiendo cansinamente de la sidra que servía y haciendo durar tanto como fuera posible las tartas de carne o la sopa.

En aquel momento había una docena en la sala del Morro, la estancia soleada situada en el extremo este del Dragón, con sus vistas de los jardines reales perfiladas al final de los edificios de la corte.

Dos mercaderes reían en una mesa, cubierta completamente por jarras y más jarras. En otra, un mercader permanecía sentado en compañía de una señora muy cariñosa, a la que probablemente pagaba todas y cada una de sus caricias. Había también una mesa con seis clérigos de Tymora, todos inclinados hacia adelante, susurrando pese a elevar el tono de voz de tanto en cuando, excitados. Sin duda debían de hablar de lo deliciosamente arriesgados que eran los tiempos que corrían por Cormyr, lo cual favorecía a la diosa de la Suerte, pues el destino del rey pendía de un hilo después de encontrarse en aquella situación a causa de la magia, cosa de la que nadie tenía la menor duda. Un capitán mercenario permanecía sentado en silencio ante una mesa situada en la esquina, parecía obvio que esperaba la llegada de alguien. La insignia de su pecho era un lobo asomando el hocico por entre dos árboles.

También estaba Dauneth Marliir. Había contemplado de vez en cuando la insignia que aquel mercenario lucía en el pecho, y cuando no lo hacía volvía la mirada hacia el hueco de las escaleras que conducían a la taberna de Braundlae. El resto del tiempo lo dedicaba a la enorme jarra que le habían servido, y que estaba a punto de apurar. El licor tenía un sabor seco, vaporoso, pero era agradable al paladar. Se humedeció los labios a modo de homenaje. Lo mejor del día, al menos hasta el momento. Pese a toda la paciencia de que había hecho gala, aún no había logrado ver al moribundo Azoun en su lecho de muerte, su avance siempre encontraba obstáculos, encarnados en otra puerta más.

Aún recordaba la única vez que había visto al rey con tanta claridad como si hubiera ocurrido el día anterior, y no una docena de veranos antes, cuando Azoun conquistó Arabel al ejército de Gondegal. Lo recordaba con barba, alegre, alto y erguido en la silla de montar, enfundado en el peto de explorador, con las manos en alto para corresponder a los vítores del pueblo. En él se conjugaban el poder y la gracia, una vitalidad sin parangón y la sensación de que todo el poder de Cormyr fluía de él al pasar de largo. Era hasta la médula el rey legítimo y natural del País de los Bosques.

Y un joven y nervioso Dauneth gritó el nombre de Azoun y agitó sus manos, derramando lágrimas como todos los demás, allí de pie en las calles de Arabel; se sintió muy unido a toda aquella gente a la que no había visto en la vida.

Los guerreros veteranos que caminaban lenta y orgullosamente hacia el atardecer de aquel día, como si desearan que el sol no se ocultara jamás, mientras narraban una y otra vez, casi con reverencia, las historias de cuando se habían arrodillado ante Azoun, le habían dirigido la palabra o habían luchado a brazo partido por él, y allí estaban ellos, llorando sin sentir la menor vergüenza por ello, y sus lágrimas resbalaban por sus mejillas hasta precipitarse al suelo desde la punta de sus poblados mostachos. Sabría por el tono de su voz y la forma que tenía de volverse hacia la carretera por donde el rey había desaparecido hacía apenas unas horas, que compartían con él la misma sensación alada, la caricia del asombro.

—Calentado por el reflejo del fuego de la corona. —Había oído decir a un juglar, empeñado en poner palabras a esa sensación. Fuera lo que fuese, para Dauneth aquel hombre sonriente que picaba espuelas montado a la grupa de aquel espléndido caballo siempre sería el rey Azoun, por mucho que pasaran los años y el veneno, la enfermedad o lo que quiera que fuese pudieran postrarlo en el lecho de muerte, y estaba dispuesto a luchar, incluso a morir, en nombre de Azoun, aunque sólo fuera por ese espléndido recuerdo que atesoraba de él. Que Cormyr siempre disfrutara de hombres dispuestos a cabalgar sus territorios, sonrientes, alegres, con el Dragón Púrpura reflejando la luz del sol en sus pechos, el sol riente, la glo...

—¿Ya está borracho, amiguito? ¿Cree que sería conveniente que le dejara beber la segunda jarra, o acaso supondría por mi parte un acto de caridad hacerlo en su nombre?

Dauneth inclinó la cabeza mientras el rey se alejaba cabalgando en lontananza, para pestañear ante la imagen de Rhauligan, comparando durante un momento la risa de uno y la de otro... Azoun se había perdido a lomos de su caballo, y el mercader bullicioso, alegre y vivaz estaba allí de pie con dos jarras en la mano, tan grandes y frías como las primeras; las depositó sobre la mesa, y tomó asiento al otro lado mientras lo llamaban a voz en cuello desde la otra punta de la sala.

—¡Rhauly! ¡Vieja serpiente! ¿Dónde están las dos jarras que me debes? ¿Quién es tu amigo, viejo cascarón?

—¡Hola, Tessara! —respondió Glarasteer Rhauligan sonriendo a toda la sala—. ¿Y si le das un beso a este viejo mercader?

—¡Por aquí, viejo avaro! —dijo la dama cariñosa con retintín, tras zafarse de los brazos del otro mercader, levantando una larga espada envainada.

—Ah —dijo el mercader, inclinándose hacia adelante—, ¿y si te mostrara a alguien que rebosa leones de oro?

—Te mostraría a tu próxima víctima —replicó Tessara al punto—, pero como no es muy probable que hagas semejante cosa, ¿por qué no me presentas a tu amigo... o acaso es el primaveras que ha pagado tu jarra?

—Así es, sí —admitió Rhauligan, oculto tras la jarra con una sonrisa ruda y un aire de rendición. Entre los bufidos generalizados y las exclamaciones y risotadas que se sucedieron por toda la sala, añadió—: Pero voy a complacerte... y voy a hacerlo con toda propiedad. Que sepa usted, Dauneth, que aquí la señora de la espada afilada y la lengua más afilada si cabe es Tessara, ahora dama de compañía del mejor postor, pero en tiempos fue una pirata de los mares que se agitan más allá de los puertos de Suzail.

Tessara hizo una leve inclinación y sonrisa a modo de saludo, sin abandonar el abrazo del mercader delgado, a quien Rhauligan se apresuró a presentar en voz alta como Ithkur Onszibar, caravanero independiente, procedente de Amn, que esperaba encontrar un socio en Suzail para encargarse de la mercancía en el extremo oriental de sus rutas.

El individuo enarcó ambas cejas al oír aquella información, y todos los que ocupaban la sala del Morro —a excepción de los clérigos, que asistían a la escena con mirada reprobatoria, así como del silencioso y observador mercenario— se partieron de risa.

Rhauligan fingió inclinarse burlón ante la concurrencia e identificó a los otros dos mercaderes como Gormon Turlstars, tratante de aceros y de herramientas de precisión, procedente de Impiltur —el malhumorado—, y Athalon Darvae, tratante en telas de Saerloon, que había considerado la posibilidad de trasladar el negocio a Suzail, idea a la que en aquel momento volvía a dar vueltas, no del todo convencido. Esta última observación fue objeto de una evidente expresión de sorpresa por parte del interesado, y de la risa generalizada después de oír las chanzas de Rhauligan sobre el caravanero.

Sin embargo, cuando el jovial mercader presentó a Dauneth Marliir, se produjeron algunos silbidos en la sala —en toda la sala, pensó Dauneth algo incómodo—, antes de que prestaran atención y guardaran silencio.

—¿Ha venido de visita para ver morir a un viejo adversario? —preguntó Tessara, sin morderse la lengua. Rhauligan, no obstante, vio cómo el noble se sonrojaba de oreja a oreja, y quizás hasta las puntas de los pies, y se dispuso a interceder por él.

—Vamos, vamos. ¿Cómo puede este muchacho hacer tal cosa, cuando acaba de llegar a la ciudad, y ni siquiera estaba al corriente de la situación? ¡A mí también me gustaría saber qué sucede, y a ti, reina de los chismorreos y los espías!

En la sala se inició una acalorada discusión cuando los cuatro colegas de Rhauligan empezaron a hablar todos a la vez. Dauneth se escudó detrás de la jarra y pensó en lo bien que empezaba a saberle aquella Black Bottom. La cacofonía duró algún tiempo, porque ninguno de los cuatro, una vez que empezaron a hablar, parecía dispuesto a ceder el turno al otro, pero al final fue el malhumorado tratante de espadas, gracias a una tenacidad digna de encomio, quien siguió hablando mientras los otros tres recuperaban el resuello.

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