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Authors: Jeff Grubb Ed Greenwood

Cormyr (29 page)

BOOK: Cormyr
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—Hay una cosa más —dijo en voz baja Iltharl, al besarla. Cuando los otros dos se volvieron para mirarlo, añadió—: Decid a todo el mundo que te nombré mi heredera y pedid a quienes estén dispuestos a disputar su derecho a hacer tal cosa que pongan sus quejas por escrito. Pueden entregarlas en la corte élfica de Cormanthor. Yo refutaré todas sus peticiones por escrito, puesto que en ese caso podré usar alguno de mis talentos para el bien del reino.

Gantharla rió hasta que le saltaron las lágrimas, igual que el propio Iltharl.

—Hermano, ¿cómo es posible que reunieras fuerzas para tomar esta decisión? —preguntó la reina haciendo un gesto de condescendencia.

Iltharl miró a su hermana y profirió un hondo suspiro.

—Me costó muy poco darme cuenta de que no servía adecuadamente a los intereses de Cormyr. Me costó un poco más comprender lo que debía hacer. Después, necesité mucho tiempo para tomar la decisión, sobre todo con todos esos intrigantes planeando traiciones. Era fascinante ver cómo trabajaban. —Volvió la cabeza, y añadió—: Y lo digo de veras, Sagrast, sin ningún sarcasmo ni rencor. —Se volvió de nuevo a su hermana—. Te deseo toda la suerte del mundo. De veras que quería ser un héroe... pero es que... eso no va conmigo.

—Los dioses no tienen a bien concedernos a todos el aura que rodea al héroe —dijo Baerauble, apoyando la mano en el hombro de Iltharl—. Basta con hacer lo que uno pueda.

El anterior rey de Cormyr se las apañó para sonreír, la suya fue una sonrisa que carecía de convicción.

—Grabad esas palabras en mi lápida. Venid todos, es menester que presentemos a la nueva reina ante su pueblo, antes de que se rasguen las vestiduras unos a otros.

Los cuatro salieron de la sala del trono y sorprendieron a los guardias del peto rojo, que esperaban fuera, primeros ciudadanos de Cormyr que vieron a la nueva reina. Golpearon las espadas al cuadrarse, y con el estruendo lograron llamar la atención de todos los que se habían reunido en la antesala, que los observaron boquiabiertos durante algunos segundos.

—¡Larga vida a la reina! ¡Larga vida al reino de Cormyr y a todos nosotros, y larga vida a la reina Gantharla! —gritó, en el extremo opuesto de la sala, uno de los exploradores vestido de verde.

Los demás se hicieron eco del grito, y todo el torreón tembló a causa del griterío, mientras Iltharl movía la cabeza con tristeza, y Gantharla sonreía de alegría.

—¡Yo... yo diría que voy a disfrutar de todo esto! —dijo la nueva reina, sin poder contener la emoción.

—Oh, sí, claro —sonrió Baerauble—. Aún sois joven. Ya tendréis tiempo de sobra para descubrir cómo son las cosas en realidad.

En medio de toda aquella algarabía, mientras la población de Suzail se dirigía hacia el torreón y alguien se propuso tañer las campanas sin razón aparente, nadie excepto Sagrast oyó las palabras del mago. Abrió la boca para decir algo, pero Baerauble le guiñó un ojo, de modo que cerró la boca y guardó silencio por espacio de muchos, y provechosos, años.

13
Asuntos de estado

Año del Guantelete

(1369 del Calendario de los Valles)

El sol matutino inundó la ventana dispuesto a bañar de oro la barba de Vangerdahast, que en aquel momento hincaba una rodilla en tierra, rodilla que protestó con algún que otro crujido de huesos.

—Que los dioses os guarden, alteza —dijo formalmente.

La princesa real frunció el ceño al mirarlo.

—Levántese, señor Vangerdahast. ¡No creo que haya necesidad de tanto... formalismo en una reunión de carácter privado! —Lanzó una mirada molesta a la puerta cerrada situada en la pared oeste del cenador del Sol Radiante, donde sabía perfectamente que el mago guerrero mantenía a raya a su Aunadar—. Verá usted, me encantan los secretos, señor mago, así que...

Hizo un gesto tan impetuoso como los de su padre, para indicar que, en aquel momento, el mago podía hablar. Vangerdahast se levantó.

—Debo hablaros en privado, alteza, tanto por nuestro propio bien como por el del reino. He dado mi palabra y he estampado mi firma en mi disposición de servir a Cormyr, y eso es lo que haré sea como sea, en cualquiera de las formas que el reino necesite de mis servicios, pero siempre que me sea posible hacerlo continuaré obedeciendo al monarca Obarskyr... o a su heredero.

Tanalasta frunció el entrecejo, pero no dijo nada, e hizo un gesto para que continuara.

—Alteza, en el caso de que no os sintáis preparada para ocupar el trono —dijo suavemente el mago de la corte—, y en el desdichado caso de que los dioses tuvieran a bien que el padre de usted se reuniera con ellos, me gustaría que supiera —es más, tengo la obligación de informarle— que puede usted contar conmigo. Estoy dispuesto, y me siento capacitado, para servir al reino de Cormyr como regente.

Tanalasta se puso lívida como la nieve recién caída, y su mirada relampagueó como el acero. Vangerdahast vio asomar las lágrimas en los ojos de la princesa, que se mordió el labio tembloroso y tuvo que recurrir a todo su autocontrol, reprimiendo un suspiro y crispando la mano alrededor del respaldo de una silla cercana. Al cabo de un instante, sus dedos se volvieron blancos de tanta fuerza como hizo.

—Leal señor —dijo—, nuestro sincero agradecimiento por estas noticias. Consideraré la... cuestión. —Su mirada ardió clavada en él como si deseara con todas sus fuerzas verlo tirado en el suelo, arder y desaparecer por siempre jamás.

Vangerdahast permaneció de pie sin pestañear ante la ira de la princesa. Así que, después de todo, la sangre del padre corría por las venas del cachorro. ¡Magnífica noticia!

—Lo mejor para el reino, señora, sería que no tardarais mucho en tomar una decisión —dijo el mago en voz baja.

—Puede retirarse, señor mago —replicó con frialdad, extendiendo un brazo para señalar la puerta situada en la pared oeste—. Y llévese con usted a su mago guerrero.

—Que el sol de la mañana ilumine vuestro rostro, alteza —respondió Vangerdahast, inclinándose ante ella.

Su única respuesta fue una simple inclinación de cabeza, pues sus ojos herían cual lanzas. El mago de la corte giró sobre sus talones y se dirigió a la puerta.

—Mi padre sigue con vida, mago —dijo Tanalasta a su espalda, en un tono de voz lo bastante elevado como para que pudiera oírla—. Será mejor que no lo olvide.

—No he pretendido tal cosa en ningún momento, alteza —dijo sin volverse mientras agarraba el picaporte—. El reino no puede permitirse ese lujo. —Y después, salió.

Correspondió con una sonrisa complacida al ceño fruncido por la curiosidad de Aunadar Bleth, y a continuación hizo una seña al mago guerrero Halansalim para que lo acompañara.

—En este momento, la princesa está muy furiosa conmigo. Ingénieselas para introducirse en su vestidor y lleve esto consigo —dijo al mago guerrero, deteniéndose a tres salas de distancia y depositando una miniatura de marfil en forma de paloma en la mano de Halansalim.

—Oigo voces —dijo el mago barbudo.

—Pues preste atención, y esta tarde dígame qué órdenes me conciernen a mí, a los magos guerreros o a cualquier miembro de la corte, o qué cambios piensa introducir la princesa. La magia durará hasta la salida del sol, siempre y cuando no se quite el anillo que lleva puesto en este momento.

Halansalim se inclinó en silencio y se dirigió a la puerta del vestidor. Vangerdahast siguió caminando en dirección a la escalinata del Dragón Rugiente a paso ligero, casi a la carrera. No podía faltar a una cita importante.

La amplia escalera iluminada por la luz del sol conducía abajo, a la Puerta de la Trompeta de palacio, que discurría frente a la corte desmadejada que había al pie de la colina, a una carretera entre ambas junto al puente de la Corona. Delante estaban los establos de la corte, y más allá de los establos, a lo largo de la costa sur del lago Azoun, se extendía el vasto conjunto de torres que constituían la corte. Por allí mismo habían conducido a Bhereu, donde yacería en la atestada antesala de Mármol, pues eran muchos los ciudadanos que transitaban de un lado a otro por el pavimento pulido como la superficie de un espejo que separaba la sala Interna de la cámara Dukesne, las salas del Descanso, las salas de Estado, no menos de cuatro escaleras imponentes que descendían a la antesala, y el portal de las Espadas.

Allí era, precisamente, adonde se dirigía. Muchos en Suzail habían estado delante de aquella masiva puerta doble al menos una vez en su vida, boquiabiertos ante el chapado metálico que revestía la madera gruesa. Todos en la ciudad sabían que la puerta era gruesa como el antebrazo de un forzudo, y todos en el reino sabían que la maraña abultada de espadas que cubrían ambas puertas eran los aceros capturados a los enemigos de la Corona. Las puertas del portal de las Espadas se abrían para dar paso al Procesional, una sala alargada cubierta por una alfombra roja, que conducía directamente a la sala de Acceso, un puesto de guardia de puertas adornadas y ballestas montadas en las paredes, que a su vez desembocaba en la sala del Trono.

Lo que muy poca gente sabía acerca del portal de las Espadas era que, cuando se abrían sus puertas, las aberturas estrechas de la altura de un hombre reveladas en el grueso del marco no sólo hacían las veces de garitas para los guardias, ya que por regla general había un guardia armado hasta los dientes en cada uno de los marcos, sino que también daban a sendos pasadizos que desembocaban en una red de pasadizos secretos y salidas que llevaban al corazón de la corte.

El Dragón Púrpura que estaba de guardia en el nicho situado al oeste era un hombre muy leal llamado Perglyn, que en aquel preciso instante realizaba un cálculo mental para calcular cuánto se embolsaría en caso de ganar su apuesta de que el barón Thomdor seguiría los pasos de su hermano el duque antes de dos amaneceres, mientras que el rey sería el último, pues aguantaría uno más. Por supuesto, si por él fuera, el reino podía quedarse sin rey si con ello ganaba sesenta y dos leones de oro, ya que —y aquí se encogió de hombros— siempre moría alguien en alguna parte. Claro que los nobles no se avendrían a que esa muchachuela de princesa de la corona ocupara el trono... al menos sin estar casada. Había participado en otra apuesta al respecto: el gordo y anciano mago de la corte organizaría un concilio, y los nobles sacarían una pajita, o competirían entre sí para ver quién lo sobornaba más, decidir cuál de ellos se casaba con la princesa y se agenciaba el trono. Ah sí, entonces lo mejor que podía hacer el viejo Vangerdahast era coger los bártulos y desaparecer del reino antes de que el nuevo rey decidiera asegurarse de a cuánto ascendía la suma de dinero que había costado a la corona la presencia del ma...

El guardia pestañeó, tosió y volvió a pestañear. La figura del mago en persona se recortó contra el corredor, a un paso de donde estaba de guardia, con la ceja enarcada.

—Le ruego que se aparte, Perglyn —dijo el mago, muy educado al tiempo que enarcaba la otra ceja hasta la altura de la primera; por todos los diablos, como si pudiera oír los pensamientos que habían mantenido preocupado a Perglyn Trusttower. El guardia tragó saliva, intentó saludar y moverse al mismo tiempo a un lado, y la alabarda se le escapó de las manos produciendo cierto estruendo. Tras pedir perdón repetidas veces y agacharse a recogerla del suelo, levantarse y...

El mago había desaparecido como si nunca hubiera estado allí. Perglyn pestañeó, pero el joven Angalaz, al otro lado del portal, lucía una sonrisa de oreja a oreja.

—¡Vaya, valiente Perg! —susurró en un tono de voz demasiado alto para un susurro—. ¿Nos hacemos viejos para empuñar una alabarda? ¡No quieras saber cómo te ha mirado el mago al pasar a tu lado!

Perglyn dejó de mirar a su compañero —¡joven impetuoso!— lo suficiente como para girar sobre sus talones y aguzar la mirada en la oscuridad que se abría a su espalda. No vio nada, como cabía esperar. Cuando un mago cortesano quiere permanecer oculto, no hay nada que se lo impida.

La estancia de la Doncella Azul había adoptado su nombre de la escultura a tamaño real que decoraba el centro de la sala. Una modesta doncella esculpida en pulido cristal azul permanecía sentada mirando al cielo, observando al dragón que iba a devorarla, según contaba la leyenda, y entretanto se tapaba con una capa, única pieza de ropa que por alguna misteriosa casualidad había podido conservar, y que cubría parte de su cuerpo, las partes más estratégicas por así decirlo. Las manos, los pies y los pechos de la doncella eran desproporcionados en relación con su cuerpo y, en conjunto, era de una fealdad sin igual.

El padre de Azoun, Rhigaerd, la había odiado con toda su alma, y sus sentimientos de rechazo eran infantiles comparados con las opiniones que mantuvieron varias reinas Obarskyr anteriores a su reinado, aunque muchos fueron los sabios que juraron y perjuraron que aquella doncella estaba conectada, de alguna manera, con la buena fortuna de la Casa Obarskyr y que jamás debía romperse, quebrarse o perderse.

Cuando un sabio de la corte empezó a interesarse por hechicerías olvidadas y se las apañó para volar él mismo por los aires, amén de la estancia más elevada de una de las torres de palacio, Rhigaerd ordenó que llevaran a la doncella a la habitación mientras la reconstruían, y allí quedó. Una escalera angosta era el único modo de acceder a aquella estancia aislada en la torre, y la subida, pues había que recorrer un buen número de pasadizos ocultos, hicieron de la doncella uno de los lugares favoritos de los capitanes de la guardia, quienes no dudaban en enviar a cualquier soldado que se distrajese en el servicio a «subir y sacar brillo a la doncella», frase que se oía por las calles de Suzail como una alternativa ligeramente más suave a: «¡Piérdete! ¡Lejos, ahora mismo!». Sí, algo más suave...

Sin embargo, era algo relativamente inusual para la polvorienta doncella recibir visitas en aquella estancia oscura y elevada, pese a que en aquel momento había dos hombres apoyados a cada lado, en poses que sugerían cierta familiaridad con la moza. Un globo de suave luz mágica flotaba sobre ambos, dando cierto aire fantasmagórico a la escultura de vidrio azul, cosa de la que ninguno de ellos parecía consciente. Estaban demasiado ocupados rehaciendo Cormyr.

—Nunca pensé que llegase el día —dijo Ondrin Dracohorn en un susurro ronco— en que el mago de la corte tuviera tiempo de prestar atención a mis sueños sobre Cormyr.

Vangerdahast se encogió de hombros.

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