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Authors: Jeff Grubb Ed Greenwood

Cormyr (28 page)

BOOK: Cormyr
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—¿Por qué escogió usted este lugar para reunirnos? Con todos los recursos y poderes que tiene a su alcance... —preguntó Sagrast, antes de estrechar la mano del mago.

—Podría haberlo citado en cualquier parte, cierto —respondió el mago—. Pero si tenía que matar a un traidor, lo más conveniente sería prender fuego a este horrible edificio, y matar dos pájaros de un tiro.

Sagrast abrió los ojos como platos antes de darle la mano, momento en que una luz cegadora explotó a su alrededor.

Cuando la luz desapareció, Baerauble y Sagrast se encontraban frente a los escalones del torreón. Sagrast sentía como si sus órganos aún estuvieran en el piso superior de la posada del Carnero y el Pato. Estaba mareado y sólo después de que la sangre volviera a regar su estómago y sintiera latir su corazón, fue consciente del rumor que los envolvía.

Cortesanos y burócratas entraban y salían del edificio, algunos daban órdenes a gritos, otros agitaban en el aire pergaminos y libros de cuentas. La guardia del rey se encontraba en la base de la escalinata, desplegada para el combate, enfundada en petos de cuero rojo y armada de largas picas de punta metálica. Formaban de cara a la ciudad.

El mago extendió la mano para agarrar a un paje que pasó cerca, uno de los jóvenes Truesilver.

—¿Qué sucede?

El Truesilver empezó a soltar una peste de maldiciones que finalmente reprimió al ver quién lo tenía cogido del cuello.

—Gantharla ha vuelto —dijo, ahogado.

—Pero si estaba en las Marcas Occidentales —repuso Sagrast Dracohorn, haciendo un gesto negativo.

—Así es, pero el rey envió un mensaje relevándola del mando y requiriendo su presencia en la corte —asintió el muchacho Truesilver—. ¡Ha llegado hace un momento, pero ha venido acompañada por los exploradores! Ahora están en la ciudad, y ella está con su majestad. —El muchacho inclinó la cabeza para señalar el torreón, tragó saliva y añadió—: He oído que su alteza llevaba puesta la armadura cuando entró.

Baerauble soltó al muchacho y subió los escalones de dos en dos, seguido de cerca por Sagrast.

—Con todo el tiempo que ha tenido para tomar decisiones —masculló el mago, y Sagrast supo que también era una sorpresa para él. También reparó en que los gritos correspondían a lo que había oído estando en la posada, los gritos de los exploradores de Gantharla. ¿Serían de alegría o de rabia?

La mayoría de los cortesanos vaciaban sus oficinas y se sumaban al pánico. Obviamente, estaban convencidos de que los leales exploradores de Gantharla emprenderían el asedio del torreón en cualquier momento. Por fortuna, se alojaban en la parte externa del torreón, y en cuanto el mago y el noble superaron la turba de gente frenética, encontraron poca resistencia que les impidiera avanzar. En lo más profundo del torreón se encontraba el Gran Salón, y más allá la pequeña antecámara que conducía a la sala del Trono. Allí es donde Iltharl recibiría a Gantharla.

El acceso a la antecámara de la sala del Trono estaba custodiado por cuatro de los mejores soldados de Iltharl. Hombres robustos enfundados en petos de cuero rojo, altos y anchos de espalda como puertas, permanecían de pie hoscos y atentos, armados de espadas de hoja ancha que ya tenían desenvainadas, decididos a impedir el paso a cualquiera.

El mago se acercó a ellos sin hacer ademán de detenerse. Los soldados hicieron un vano intento de impedirle el paso, pero el mago hizo caso omiso de ellos como si fueran humo hasta que lo amenazaron espada en alto. Entonces miró directamente a los ojos del guardia, que a su vez lo miró como si no supiera qué hacer. Acto seguido bajó la punta de la espada, murmuró unas palabras a modo de disculpa y dio un paso atrás. El mago miró después al otro guardia, y pasó a través del hueco que habían dejado, seguido de cerca por Sagrast. Cuando hubieron pasado, los guardias volvieron a cerrar filas, dispuestos a impedir el paso a cualquier otra persona.

La superficie lisa de las baldosas de la antecámara resonaron bajo las recias suelas de Sagrast. Baerauble se deslizó sin hacer apenas ruido hacia la puerta doble y alta que conducía a la sala del Trono. Movió el tirador, pero no cedió. El mago dijo algo que al principio Sagrast interpretó como un hechizo, pero que acto seguido reparó en que era una maldición en elfo.

Entonces Baerauble le hizo un gesto para que se apartara, respiró profundamente y empezó a formular un hechizo. De su garganta surgieron extrañas vocales retorcidas y cadenas de consonantes, mientras a la palma de su mano, extendida sobre la puerta, la rodeó un pálido fulgor azulado. Unos hilos luminosos y azules crepitaron en la mano del mago saliendo disparados momentos después hacia los goznes de la puerta, como el hilo de una telaraña. Procedente del otro lado oyeron una serie de crujidos y un ruidoso sonido metálico que podía muy bien corresponder al cerrojo de la puerta. Las puertas se abrieron hacia dentro.

La sala del trono había formado parte de la estructura original de la casa construida en aquella colina. Con el correr de los años, se habían puesto más cimientos de piedra a su alrededor, quedando envuelto por el torreón. A lo largo de las paredes colgaban tapices y algunos estandartes de batalla. En un extremo de la sala había varios escalones que conducían al trono. Iltharl estaba de pie en el último escalón, y Gantharla al pie de ellos. Los dos llevaban armadura y habían desenvainado la espada.

Iltharl iba cubierto de oro y plata, pues había cubierto su ropa, por lo general inmaculada, con una coraza de bronce y espinilleras. La coraza tenía esculpidas imágenes de bestias fantásticas que, en ocasiones, sobresalían en relieve. Ceremonial, pensó Sagrast, lo cual le hizo pensar que Iltharl jamás había tenido una armadura propia ni, por tanto, un motivo para tenerla. En la cabeza ceñía la corona de Faerlthann, la corona élfica que conmemoraba el inicio del reinado.

Gantharla iba enfundada en su ropa de exploradora, cuero verde de los pies a la cabeza, con una capucha de idéntico material que caía sobre sus hombros. Lucía una cota de malla élfica, muy bien trenzada y teñida de verde, que resaltaba el contorno de su torso. Llevaba el pelo, de un rojo brillante, corto como un chico. Su mirada era febril, y Sagrast creyó ver en ella algo de la locura de Boldovar.

Al parecer, Baerauble pensó lo mismo, porque levantó las manos para lanzar un hechizo.

Iltharl extendió el brazo que esgrimía precisamente la espada de hoja ancha de su padre, y gritó:

—¡Alto!

El mago interrumpió su particular letanía en mitad de una frase, y se dirigió hacia los hermanos que seguían de pie en los escalones. Sin saber muy bien qué hacer, Sagrast lo siguió.

—Me alegra que haya podido venir, anciano maestro —dijo el rey—. Mi hermana y yo estábamos discutiendo sobre asuntos de estado.

—Mi señor, había oído que vos... —empezó a decir Baerauble, antes de que el rey lo interrumpiera.

—Había relevado a mi hermana del mando de sus exploradores, y la había llamado a palacio —dijo Iltharl—. Sí, así es. De haber pensado que iba a provocar tantos problemas, lo hubiera consultado antes con usted. No creí que Gantharla respondiera trayendo con ella a toda su unidad.

—¿Qué podía yo pensar, después de recibir tu carta? —preguntó Gantharla, fría como el hielo—. Habíamos logrado una de las zonas más seguras de los asentamientos occidentales, y de sopetón decides poner punto final a nuestra labor. Eso no podía augurar nada bueno.

—¿Tan desesperado está nuestro reino? —preguntó Iltharl suavemente, mirando a su hermana.

—Ya te lo he dicho —respondió Gantharla—. Está enfermo, pero lo único que necesita es un buen rey.

—¿Y yo? ¿Soy un buen rey? —preguntó Iltharl en el mismo tono de voz, con una sonrisa en los labios.

Gantharla frunció el ceño, dispuesta a escoger cuidadosamente su respuesta.

—Tú eres mi hermano. Eres sabio y dulce. Pero no, no eres un buen rey. —Las palabras reverberaron por toda la sala, que de pronto fue presa de un súbito y completo silencio. La mujer enfundada en cuero verde respiró profundamente, tiró hacia atrás la cabeza y continuó—: Pero tú eres mi rey, y yo te seré leal, sin tener en cuenta lo estúpidas que puedan ser las decisiones que tomes.

—Te agradezco tu lealtad —dijo Iltharl—, y coincido con tu juicio. Soy bueno para según que cosas, pero no se me da bien ser rey. Por tanto, voy a servir a mi patria lo mejor que sé.

Y con ésas el joven rey se llevó la otra mano a la frente, y se quitó la corona.

—Arrodíllate, hermana mía.

Gantharla hincó una rodilla en tierra, momento en que Sagrast comprendió qué iba a suceder. El noble dio un paso al frente, pero Baerauble lo retuvo por el hombro. Sagrast esbozó una mueca de dolor al pararse en seco. Ahora comprendía por qué razón el paje de los Truesilver había ahogado un grito: el anciano tenía la mano de hierro.

Iltharl hizo a un lado su espada y sostuvo en alto la corona con ambas manos.

—He pensado mucho sobre ello —dijo—, amo Cormyr tanto como haya podido hacerlo cualquiera que ciñera esta corona, pero sé que necesita alguien más capaz que yo. —Su voz tembló al pronunciar las últimas palabras, pero volvió a recuperar la firmeza cuando añadió—: Dejadme probar mi amor, abdicando en favor de alguien mejor.

Y colocó la corona con fuerza sobre la cabeza de Gantharla, cuyo color de pelo brilló atemperado por el dorado de la corona.

—Levantaos, reina Gantharla, primera soberana de toda Cormyr.

La nueva reina se levantó temblorosa.

—Hermano, cuando me convocaste a palacio y te vi con la armadura, creí que... —empezó a decir.

—Se han cometido muchas estupideces durante los últimos dos reinados —replicó Iltharl—. Ahora ha llegado el momento de obrar con sabiduría y fortaleza. Espero que puedas hacerlo mucho mejor que yo.

Gantharla miró a su hermano a los ojos, y asintió lentamente.

Iltharl descendió del estrado para acercarse hacia donde estaba el mago, acompañado por Sagrast.

—Gracias por no impedírmelo, anciano maestro —dijo al mago—. No estoy seguro de ser capaz de pasar dos veces por algo así. Espero que sea más sencillo proteger a Gantharla, que a mí.

Baerauble miró al Obarskyr a los ojos, y respondió con un gesto de asentimiento.

Iltharl se volvió a Sagrast.

—Y gracias también a usted, joven Dracohorn. Sus intrigas llegaron a mis oídos, y me di cuenta de que, si ni siquiera contaba con la lealtad de mi canciller, no podía esperar reinar de forma adecuada. Con la misma efectividad del mejor de los asesinos, usted me convenció de que debía meditarlo con calma y, al hacerlo así, descubrí la salida. Ahora necesitaré su ayuda para convencer a los demás nobles de que obedezcan a la mujer que ocupa el trono.

—¿Qué piensa hacer ahora, mi señor? —preguntó Sagrast con voz ronca, a causa de la sequedad de su boca.

—Creo que me gustaría viajar al norte, a Cormanthor —sonrió Iltharl—. Allí podré unirme a los elfos. Acogerán a un monarca indefenso y me permitirán reanudar mis estudios y mi obra. Así nadie sentirá la tentación de devolverme al trono. ¿Podrá encargarse de ello, mago?

—Como desee, mi señor —respondió Baerauble, inclinando la cabeza.

Sagrast se volvió hacia la nueva reina. La joven se ajustaba la corona, de modo que le permitiera moverse sin que se cayera al suelo. Al levantar la mirada, sonrió a Sagrast, y acto seguido el canciller se apresuró a inclinarse ante ella. ¿Cómo había podido pasar por alto algo tan obvio? Tanta planificación, tanta intriga... y lo único que tenía que hacer era no tener en cuenta dos siglos y medio de tradiciones para coronar a un nuevo rey.

Sagrast sonrió para sus adentros. Kallimar Bleth ya se las apañaría solito para comprometerse con la nueva reina. Sagrast le deseó suerte. Miró a la reina con una sonrisa radiante en los labios, y se libró de la espada de cortesano que ceñía, de modo que pudiera disponerla a sus pies para no dar lugar a ninguna confusión sobre a quién debía lealtad. Por ello desenvainó la espada y se la ofreció a la reina.

El acero relampagueó al abandonar la vaina. De rodillas como estaba, Sagrast era consciente de que Baerauble se había desplazado apenas dos pasos y había levantado la mano, dispuesto a destruirlo con un hechizo en caso de que llevara a cabo alguna traición.

Sagrast sonrió abiertamente y colocó la espada a los pies de la reina.

—Os ofrezco mi vida —dijo en un hilo de voz—, aunque preferiría mucho más servir a Cormyr para ayudaros a vos.

Gantharla tocó su frente con las yemas de los dedos, y Sagrast levantó la mirada.

—¿Querrá usted, Sagrast Dracohorn, ser mi hombre de confianza y seguir siendo un canciller del reino tan diligente como lo ha sido hasta ahora? —preguntó la reina con una mirada inflexible, pese a estar visiblemente nerviosa.

—Así lo haré, majestad —respondió Sagrast. Ella extendió la mano, y él la besó al arrodillarse.

—Ah, sí... lo de arrodillarse —suspiró Gantharla—. Levántese y recoja su espada. Levántese como canciller del reino y súbdito leal, y quieran los dioses proporcionarle la fuerza necesaria para servir durante muchos años al reino de Cormyr.

Volvió la cabeza para mirar a Baerauble.

—Señor mago, si es que así debo llamaros, el canciller del reino acaba de arrodillarse ante mí. ¿Qué diréis a quienes se nieguen a hacer lo propio ante su reina, e insistan en el hecho de que sólo un varón puede ocupar legalmente el Trono Dragón?

—Dos cosas, señora —sonrió el anciano mago—. Primero les recordaré que yo, Baerauble, he servido al reino desde su fundación. Que estuve presente cuando coronaron a Faerlthann, y que entonces juré servir a la corona de Cormyr, no al rey de Cormyr. Siempre y cuando la corona descanse sobre la testa de un Obarskyr, Cormyr prevalecerá.

Gantharla cerró los ojos y tembló como una hoja. Fue como si acabaran de quitarle un peso de encima.

—Entonces viviré al menos hasta final de año —dijo en voz baja; después abrió los ojos y preguntó—: ¿Y lo segundo?

Lentamente, y con una incomodidad evidente, el anciano mago se dirigió al pie del trono.

—Podéis decirles que tanto el canciller del reino como el mago real de Cormyr se arrodillaron ante vos y vuestra mano besaron como prueba de su lealtad.

Las lágrimas asomaron a los ojos de la reina cuando vio al mago arrodillarse.

—Levántese, levántese —se apresuró a pedir, extendiendo el dorso de la mano hacia el mago.

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