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Authors: Jeff Grubb Ed Greenwood

Cormyr (24 page)

BOOK: Cormyr
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El señor de los elfos dio un paso atrás. Parecía más viejo, aunque en sus ojos aún bailaba una luz maliciosa.

—Ahora nos iremos. Con el paso de las generaciones cada vez nos veréis menos, porque seremos menos. Quizá nos convirtamos en leyenda como Thauglor el Negro, el gran dragón púrpura. Sin embargo, recordad que hemos vivido, como vivió él, y recordad también la antigua leyenda que has mencionado, pues encierra tanto una promesa... como una advertencia.

Entonces Faerlthann cayó en la cuenta de que los elfos estaban desapareciendo. Uno tras otro, se volvían translúcidos, y desaparecían de su vista como la niebla en una soleada mañana de verano. Al parecer, la corte de los elfos era capaz de obrar una magia muy poderosa. Mientras los hombres ahogaban gritos de sorpresa, con los nudillos blancos de tanto apretar la empuñadura de la espada, los elfos se limitaron a desaparecer, de uno en uno, por parejas, como avispas de humo. Cuando Iliphar habló, desapareció otro, y al final los únicos presentes eran los humanos y los tres elfos que ocupaban el trono.

El guerrero elfo Othorion inclinó la cabeza ante ellos al desaparecer y, al hacerlo, la tienda de los elfos empezó a desvanecerse en el aire.

Alea Dahast se levantó y descendió los peldaños del trono con paso firme, hasta llegar a la altura de Baerauble. Los peldaños se fundieron en humo bajo sus pies, y al fundirse en sombras el trono, la noble elfa apartó las manos extendidas del mago humano, para ser ella quien extendiera sus manos hacia el rostro de él.

El mago parecía destrozado cuando ella acarició sus mejillas con las palmas de sus manos, lo atrajo hacia sí y lo besó, suave pero profundamente... como si fuera la primera vez. El beso continuó por espacio de dos latidos del corazón, quizá más, momento en que todos pudieron oír el suspiro de Jaquor Silver, su inquietud. Entonces, de improviso, Alea desapareció, dejando a Baerauble contemplando la nada, con lágrimas en las mejillas, abrazado al vacío.

—Gobierna con justicia, hijo —dijo amablemente Iliphar, apoyando su mano en el hombro de Faerlthann.

Entonces también él desapareció, y con él lo que quedaba del pabellón de caza. El rey Faerlthann y los nobles de Cormyr se encontraban a solas en aquel paraje del bosque, en un anochecer brumoso del primer día de mandato de un Obarskyr.

11
A la sombra del rey

Año del Guantelete

(1369 del Calendario de los Valles)

—Si alguna vez... viajas a Sembia... hay un pequeño lugar llamado Yuthgalaunt, en la carretera que lleva de Ordulin a Yhaunn —susurró el barón Thomdor, a quien faltaba el aire. Su mirada febril ganó en intensidad, tumbado como estaba en su cama con dosel, vigilado por guardias. Quiso coger con fuerza el brazo de Vangerdahast, pero no pudo—: Hay una dama en el campo, junto al manantial, tendrá unos cuarenta inviernos y es una beldad...

Vangerdahast volvió la mirada hacia Gwennath. La clérigo de Tymora había permanecido junto al enfermo desde el primer momento. Había conseguido recuperar un poco el sueño perdido, pero aún se la veía cansada, ojerosa. El anciano mago no pudo reprimir un suspiro.

—¡Escúchame! —dijo el barón, ignorando la mirada del mago—. Yo le hice daño hace tiempo; prometí que volvería a su lado para desposarla cuando me convirtiera en alguien... y yo... no cumplí mi palabra. ¿Podrías llevarle todo el dinero que necesite para pasar una cómoda vejez? ¿Y disculparte en mi nombre...? Es una de las pocas cargas que tiene mi conciencia...

—Pues claro que sí, Thom —aseguró el mago real—, eso en caso de que sea necesario. Pero no creo que debas preocuparte por todas las cosas que no has hecho antes de morir... porque aún te quedan unos cuantos años por delante. ¡Podrás cabalgar a donde sea y casarte con esa moza, si es eso lo que quieres!

—¡No me vengas con mentiras de cortesano, mago! —respondió el Guardián de las Marcas Orientales, clavando sus ojos grises y cansados en los del mago—. Sé lo que le pasó a Bhereu. Esta bonita tienda es mi lecho de muerte. Y Azoun está por ahí, en la misma situación que yo... —Hizo un gesto para señalar hacia el este, hacia la estancia contigua. Su mano tembló y no tardó en caer sobre la manta de pieles. Entonces, gruñó—: Y aquí me tienes, ninguno de mis hombres está presente para contarme chistes. Ni tampoco ninguna doncella que me obsequie flores, y me desee...

—¡Eh! —exclamó indignada Gwennath, obispo de los Espadas Negras, que estaba al pie de la cama—. ¿Y yo qué soy, sino una doncella?

—¡Oh, no empieces, por todos los dioses! —exclamó Thomdor, volviendo la cabeza con cierto esfuerzo para mirarla—. ¡Eres una doncella guerrera honesta, no una cortesana perfumada!

Gwennath guiñó un ojo a Vangerdahast, que ocultó una sonrisa observando cómo el barón se las ingeniaba para disculparse.

—¡No pretendía ofender! —protestó el veterano guerrero, momento en que su rostro palideció, cayó recostado sobre las almohadas y boqueó falto de aire—. Aquí estoy... esperando a la muerte a la sombra del rey... igual que me ha pasado, si lo piensas con detenimiento, toda mi vida.

Se las apañó para torcer el gesto al volverse para mirar al mago de la corte, y seguía riendo cuando se apagó la luz de sus ojos, una palidez grisácea sustituyó al color de sus mejillas, e inclinó la cabeza a un lado. Cerró las pestañas con un estremecimiento, y por toda la estancia corrió el sonido rasposo de su respiración.

Vangerdahast se inclinó sobre él con la prontitud nacida del miedo, y a punto estuvo de golpearse contra la clérigo, que hacía lo propio desde el otro lado de la cama. Thomdor seguía con vida, su respiración era lenta pero constante. Había caído presa del sueño más profundo.

—Esto podría durar años —murmuró el anciano mago.

—Tanto él como el rey han despertado esta mañana por primera vez. Sin embargo, ninguno de los dos ha tardado en volver al mundo de los sueños —dijo suavemente Gwennath, observando las profundas arrugas del rostro del barón—. Quería que muriera, si es que debe morir, en paz... pero despertarlo para seguir luchando si pudiera...

—Ha hecho bien en llamarme, obispo de los Espadas Negras —dijo el mago supremo de Cormyr, mirándola a los ojos apenas a unos centímetros de distancia—. Cuenta con todo mi agradecimiento. Continúa usted prestando un gran servicio a Cormyr. Sepa que, al menos yo, soy consciente de ello y le estoy muy agradecido.

Gwennath de Tymora le dedicó una sonrisa forzada, para después cogerlo del brazo. Vangerdahast tuvo cuidado de suprimir sus reacciones automáticas y recurrir a alguna de sus varillas, permitiéndose, aunque fuera en una ocasión, devolver el gesto.

—Yo me quedaré con él, pase lo que pase —dijo la clérigo, señalando una hamaca que había al otro lado del dosel.

—Yo me aseguraré de que algunos de los hombres que lo sirven vengan de visita y traigan un poco de vino, dulces y diversión —respondió Vangerdahast, sonriendo y observando a los cuatro Dragones Púrpura inmóviles, que permanecían de guardia con la punta del acero apoyada en el suelo, en las cuatro esquinas de la cama.

—De acuerdo —dijo la clérigo, sentándose en el borde de la hamaca, desde donde podía ver el rostro del barón. Entonces levantó una mano a modo de despedida.

Vangerdahast hizo lo propio, acusando el cansancio, por haber dormido poco, en forma de dolor de huesos, tanto en los hombros como en la base del cuello. Esperó a que los guardias abrieran la puerta, para dar paso a otros guardias de rostro adusto, se despidió de ellos con un gesto de la mano y se dirigió al salón de la Hoja de Grifo, donde permanecía el rey.

Había Dragones Púrpura por todas partes, vigilando con el acero desnudo en la mano a todos los presentes, desde los clérigos hasta los magos guerreros que velaban al enfermo, así como a los nerviosos nobles a los que también escoltaban uno por uno hasta donde reposaba la figura pálida del rey. Al igual que Thomdor, su majestad también había despertado aquella mañana, pero había permanecido más callado por temor a la enfermedad que corroía a ambos.

Había una especie de ansia en la atmósfera de palacio, la tensión fruto de la espera. Los nobles de medio reino, y más de un rico mercader de Suzail que estuvo dispuesto a sobornar al noble de turno para que lo introdujera en la burocracia de palacio, se habían reunido para presenciar la muerte de Azoun. Habían ido allí para ver al rey de cerca —más cerca de lo que muchos lograrían verlo en toda su vida— y para susurrar plegarias y deseos de recuperación a su majestad, con la esperanza de ser recordados en el testamento real, al igual que lo serían sus descendientes y vecinos. «Azoun conversó conmigo en el lecho de muerte, ya sabes, y yo le dije que...» Sin embargo, la mayoría se había reunido para ver morir al rey.

Si la guerra civil o la invasión de bárbaros dispuestos a arrasar el reino son conceptos que carecen de fundamento, lo mejor, lo más emocionante, sería estar justo allí cuando aconteciera cualquier suceso capaz de convulsionar toda Faerun.

Quienes realmente sabían qué era necesario para agitar la situación de toda Faerun, pensó Vangerdahast, se armaban a la carrera y patrullaban sus posesiones u ocultaban todo aquello que apreciaban, sin preocuparse de cotillear en las largas colas que surgían de las puertas de palacio, a la espera de poder entrar. La frase «¡el rey agoniza!» se había extendido de una punta a otra de Suzail apenas unas horas después del regreso de la partida de caza, y a la corte la habían encerrado —seguía encerrada— al lado de gente que exigía, que rogaba, que insistía y sobornaba para abrirse paso y poder ver al soberano... mientras aún lo fuera. Siempre cabía la posibilidad de que alguien armado con un cuchillo o un hechizo suicida intentara asegurarse de lo que el abraxus no había logrado hacer... aún, y por ello habían dispuesto toda una cohorte de hechizos para proteger la vida del rey.

«De hecho —pensó malhumorado el mago de la corte—, todos nosotros tendríamos que estar vigilados con tanto noble que entra y sale. O en lugar de entrar, ¿no sería más adecuado decir colarse?» Esa reflexión lo llevó casi a topar con la nariz alargada de un noble que en ese momento zarandeaba al rey, un soplagaitas que no parecía dispuesto a permitir que el regente, por muy comatoso que estuviera, se interpusiera en el camino que conducía a la búsqueda de favores personales. Blundebel Eldroon, perteneciente a la, así denominada, nobleza menor de Marsember, eso si no le fallaba la memoria...

—Majestad —dijo Eldroon en tono apremiante—, si al menos viera lo necesario para firmar...

—Hoy el rey no firmará nada —dijo Vangerdahast, con aplomo—. Hoy está nublado.

—¡Váyase, viejo! —repuso el noble, levantando la mirada con el ceño fruncido—. Es con el rey con quien estoy hablando, y sepa que soy un noble muy importante, por no mencionar...

—Su condición de bufón del reino es sobradamente conocida por todos, Blundebel Eldroon, entre otros... apelativos menos obsequiosos —interrumpió el mago—. Fuera. Vuelva cuando mejore el tiempo.

—¿Cuando mejore el tiempo? —repitió el noble—. ¡Guardias... llévense a este chiflado!

Un Dragón Púrpura, alto y musculoso como las grupas de un caballo, torció el gesto, envainó la espada y cogió obedientemente a Blundebel Eldroon del hombro y de un brazo, para levantarlo en el aire y llevarlo a una puerta lateral.

—Pero ¿qué...? ¡Eh! ¡Eh! ¿Puede saberse qué hace? —preguntó a grito limpio el noble marsembiano.

—Me llevo al chiflado, tal y como se me ha pedido que haga —respondió secamente el guardia. Un segundo antes de abrirse la puerta, Blundebel pudo ver cómo los demás guardias se reían disimuladamente de él, momento en que se abrió la puerta que daba a una escalera de mármol y lo soltaron del brazo. Apenas tuvo tiempo de darse cuenta de que estaba volando por los aires en dirección a aquella escalera llena de escalones sólidos y duros, que no tardó en dejar atrás, igual que su conciencia. El estruendo que hizo al caer y los gritos de dolor fueron ahogados por las risas de los guardias.

Arriba, en el salón de la Hoja del Grifo, el siguiente noble sonrió incómodo al mago más poderoso del reino y decidió que lo mejor sería guardar silencio, y esperar un mejor momento para conferenciar con el soberano.

—¡Viejo amigo! ¡Según veo tu sombrero cambia de forma a voluntad! —exclamó Azoun, que sonrió levemente antes de fruncir el entrecejo, consciente por fin de lo que acababa de decir—. Tu sombrero... —repitió— cambia de forma. —Entonces hizo un gesto de negación. Estaba claro que por poca fiebre que pudiera tener, no era capaz de expresar sus ideas con la claridad suficiente. El rey intentó agitar un brazo, pero éste no pareció muy dispuesto a obedecer más allá de arrugar las sábanas de seda, sobre las cuales volvió a reposar flácido.

—Sí —admitió el mago con seriedad—. Obviamente mi sombrero es en realidad una bestia capaz de alterar su forma. Ya lo había pensado antes. Pero ¿cómo se encuentra hoy mi señor?

—Varias botellas de una bebida fuerte corroen mis entrañas —respondió Azoun lentamente, esforzándose por pronunciar cada una de las palabras, y cerrando una de las pestañas en un lento pero genuino guiño—. Es lo único que siento. Dedos... pies... nada. Una punzada de dolor aquí y allí, eso es todo.

Cerró los ojos un instante, y el mago pensó que el sueño se había vuelto a apoderar de él, como había hecho con el barón. Entonces el entrecejo de Azoun se arrugó, y volvió a abrir los ojos, observando a Vangerdahast con fijeza.

—Me estoy muriendo, ¿verdad? —preguntó el rey.

—No creemos que sea eso, pero todos esos nobles buitres sí —murmuró el mago a su oído—. Os ruego que intentéis decepcionarlos en mi lugar, ¿me haréis ese favor?

Azoun quiso reír, pero tosió de forma preocupante y respiró débilmente, fue casi un sollozo, para después hacer un gesto de negación.

—Quizá... tengan razón... al menos en esta ocasión —logró decir en un hilo de voz.

—¡Y una plasta de caballo! —exclamó Vangerdahast, frunciendo el entrecejo—. Majestad, aún no hemos descubierto nada para detener los efectos del veneno, pero apenas acabamos de empezar...

—Toda una suerte de mejunjes que supondrán una tortura, lo sé —replicó el rey, que pareció elevar el tono de voz, a medida que se concentraba en las palabras—: Peor que los nobles, al menos a su modo.

—Vuestro estado puede achacarse a algo originario de climas cálidos, o incluso a una sustancia procedente de otros planos de existencia —explicó el mago de la corte, que seguía murmurando—. Todos nuestros sabios... y también los arpistas, eso me han dicho, conferencian con los suyos en otras ciudades.

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