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Authors: Jeff Grubb Ed Greenwood

Cormyr (33 page)

BOOK: Cormyr
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La joven mago se levantó formulando el hechizo que había aprendido la noche anterior. Sus dedos se encendieron al surgir un fuego sobrenatural de las yemas, y las llamas danzarinas salieron disparadas en sendos arroyos imparables y atravesaron con un estampido el espacio que los separaba de sus dos objetivos. Cada uno de ellos encontró el rostro de un blanco distinto; ni siquiera tuvieron tiempo de gritar.

Al caer los asesinos, se desprendieron las capas de los cadáveres, revelando sus cuerpos postrados sobre los lechos de rosas.

Sin embargo, Amedahast no había acabado con ellos. Tuvo tiempo de comprobarlo cuando los asesinos se libraron de las capas, que los entorpecían, y cargaron escaleras arriba. Formuló otro hechizo, pero a aquellas alturas Azoun ya se había puesto en pie y había desenvainado la espada corta.

El príncipe se agachó para esquivar el tajo del primero de los asesinos, lo cual le permitió hundir hasta la empuñadura la hoja corta de su espada en el pecho del asaltante. El hombre ahogó un grito, de sus labios brotó un chorro de sangre y cayó hacia atrás después de trastabillar, llevándose consigo la espada.

El otro asesino intentó aprovecharse de que el príncipe estaba ocupado con su compañero. Quizá se precipitó demasiado al lanzar su estocada, el caso es que se quedó corto. Profirió una maldición, y el príncipe le propinó un golpe en la cara con la bota. La cabeza del asesino se dobló ante la fuerza del golpe, y cayó al suelo como un saco de patatas.

Amedahast miró al derredor en busca de otros adversarios, pero no se movía ni una hoja. Entonces las puertas lejanas del jardín, y las del castillo, se abrieron para dar paso a dos unidades de la guardia real, que no tardaron nada en llegar a aquel espacio donde reinaba la serenidad. Las llamas que surgían de sus dedos se extinguieron después de temblar.

Azoun daba órdenes a voz en cuello a los hombres, que se reunieron alrededor del muerto, y se dispusieron a curar al herido para interrogarlo más tarde. Apareció Baerauble, moviéndose lentamente apoyado en su bastón.

—Milord —empezó a decir Amedahast con firmeza—, lady Merendil...

—... A estas alturas, probablemente ande a medio camino de las colonias chondatianas de Sembia para reunirse con sus hermanas —interrumpió el mago de carrerilla, mientras la observaba con sus ojos ancianos y sabios—, pero enviaremos un mensaje por si podemos capturarla. Has cometido una estupidez al creer que podrías apañártelas tú sola, pero supongo que querías probarte a ti misma que eras capaz de hacerlo.

Amedahast quiso explicarse, pero cerró la boca.

—Así es, señor —dijo finalmente—. De aquí en adelante seré más cuidadosa.

Finalmente, Azoun se reunió con los dos magos y rodeó los hombros de Amedahast con un brazo.

—Estaríamos muertos de no ser por vuestra aprendiz de mago, lord Baerauble. ¡Será estupenda como mago de la corte!

A continuación, Amedahast cogió con cuidado la muñeca de Azoun con sus dedos todavía calientes, y se libró de su brazo.

—Recordad lo que voy a deciros,
sire
—dijo, dirigiendo al joven príncipe una mirada dura—. ¡
Si
me convierto en mago de la corte, mi juramento será para con la corona, no para con vos, independientemente de que la testa que la ciña esté hueca, o no!

Amedahast giró sobre sus talones y se dirigió hacia la corte. Azoun observó cómo se alejaba su delgada figura hasta que se perdió en la distancia, momento en que se volvió al mago del rey, con una expresión inquisitiva dibujada en su rostro.

Baerauble se limitó a encogerse de hombros.

15
La sala

Año del Guantelete

(1369 del Calendario de los Valles)

—No conviene preguntar de qué están rellenas estas empanadillas, muchacho, pero por los dioses, ¡qué buenas están!

—¿Eh? —Dauneth intentó parecer despreocupado, cosmopolita, como correspondía a un noble y a un guerrero, pero no sirvió de nada.

—¿Es la primera vez que viene a Suzail, chaval? —preguntó el mercader, interesado—. Me parece muy bien que esté hambriento como un caballo de guerra después de cabalgar desde Cuerno Alto, pero permítame que le diga algo sobre los rollitos de pescado con especias a los que tan aficionados son en esta ciudad. ¡Menuda basura! Y, ya de paso que tratamos el tema, mejor será que le haga una advertencia. Si se le ocurre hincar el diente a una de esas empanadillas de salchicha sobre las que está babeando, mientras arde de esa forma, lo único que probará durante un mes será el sabor de su boca y su lengua a la parrilla, vuelta y vuelta, ¿me entiende?

—Buen hombre, agradezco mucho sus... ¿con quién tengo el placer? —preguntó Dauneth, más interesado en que el mercader cejara de darle consejos, que de saber su nombre.

—Rhauligan. Glarasteer Rhauligan, señor, tratante de coronamientos de torres y chapiteles, tanto de piedra como de madera: usted lo encarga, nosotros lo construimos, rápido, barato, ¡y le aseguramos que no se vendrá abajo! —Había una cadencia en sus palabras, que hacía que sonaran como un anuncio repetido hasta la saciedad. Dauneth se preguntó si aquel hombre sacaría tajada de un negocio así. En aquel momento, el mercader de la barba arreglada añadió, enarcando una ceja—: Dígame... ¿por casualidad su castillo no necesitará algún que otro chapitel?

—Ah... no, de hecho, no —respondió Dauneth—. No he previsto realizar ninguna remodelación en mi castillo.

—¿Y usted es...?

El hombre alto y desgarbado suspiró para sus adentros al oírse a sí mismo decir:

—Dauneth Marliir. —Si aquel garrulo de mercader no tenía pronto algún que otro chapitel que arreglar, Dauneth acabaría respondiendo a un montón de preguntas.

—¿De los Marliir de Arabel?

Suspiro. Allá vamos.

—Sí —respondió—. Esto... ¿es su anfitriona?

—Sí, ésa es Braundlae, sí señor —respondió Rhauligan volviendo la cabeza para echar un vistazo por encima de su hombro—, pero si
eso
es lo que usted quiere, muchacho, ha venido al lugar equivocado. Los barrios bajos están...

—He venido a comer algo —atajó Dauneth, desesperado—. ¡Eso de hacer cola durante horas en la corte es agotador, para el estómago de uno, y también para sus pies!

—¿Ha estado en la corte? —inquirió el mercader lanzando un cómplice silbido—. Dioses, pero si ese lugar debe de estar zumbando como un nido de avispas.

—Lo cierto es que sí había mucha gente susurrando y mirando a su alrededor, decidida a pegar el oído a la puerta, sí —respondió Dauneth—, y un montón de gente entrando y saliendo a la carrera, pero... ¿acaso no es así siempre?

—Dioses, no, muchacho. Si pasa usted por la corte y quiere demostrar lo importante que es, lo último que haría sería entrar corriendo, ¿comprende? Caminaría como si nada le importara en el mundo, con una media sonrisa en los labios, como si conociera un montón de secretos de los que el resto de los mortales que hubiera a su alrededor no tuviera la menor idea, simplemente por ser la mitad de importantes que usted en la corte, a la que usted doblegaría a voluntad. ¿Comprende?

—Sí, creo que empiezo a comprenderlo —respondió Dauneth, intentando no resultar pesado gracias a la práctica que tenía después de toda una vida de esfuerzos. Los Marliir habían luchado contra los Dhalmass en Marsember, habían tomado parte en el Alzamiento de la Lanza Roja y habían cometido la torpeza de apoyar al regente Salember, por no mencionar los problemas de carácter más sórdido que tuvieron con los Guardianes de los Pergaminos Secretos sobre los impuestos. Los miembros de la familia debían adquirir ciertas habilidades simplemente para impedir que el acero del verdugo acabara acariciando la piel de su cuello, y sus traseros se mantuvieran lejos de las celdas y las mazmorras. Un habla fluida, una gran capacidad para la actuación, una sensibilidad a flor de piel sobre las actitudes del prójimo eran coser y cantar para ellos. Dauneth llevaba representando el papel del joven considerado y bien educado desde hacía tanto tiempo que, de algún modo, el personaje se había apoderado de la persona. Una de las habilidades que debía tener todo buen noble, sobre todo si tenía intención de llegar a viejo, era la de revestir el aburrimiento, el sopor, de un interés fingido, como el de quien presta atención.

—Si se acumula el polvo en tus ojos, muchacho, es que lo estás haciendo mal —susurró el mercader en un tono de voz lo suficientemente elevado como para que lo oyera, mientras se estiraba para darle un golpe amistoso en el hombro. Dauneth abrió los ojos como platos; aquel individuo acababa de darle a entender el esfuerzo que hacía con aquella frase que tantas y tantas veces había oído a uno de sus tíos, cuando le enseñó a dormir mientras aparentaba seguir despierto. Desde entonces le había servido de mucho con los tutores contratados por su familia—. Así que los Marliir intentan recuperar algo de los modales perdidos, ¿eh? En fin, han elegido un momento estupendo para enviarlo a usted aquí, con todo eso de que el rey está moribundo.

—Oí que murió ayer, y que están decididos a mantenerlo en secreto —dijo la camarera al pasar detrás de Dauneth con una bandeja repleta con dos jarras enormes de bebida, una rodaja de pan grueso y varios platos amontonados. La colocó en la mesa con el consiguiente ruido metálico.

—Dioses, no, Braundlae —dijo el mercader—. Si el Dragón Púrpura hubiera muerto, todos los del gesto altivo como este muchacho de aquí... oh, ruego me perdone, muchacho, no pretendía herir sus sentimientos, ni los de su familia, lo siento... Vamos, que éstos no tendrían razón alguna para hacer cola, ni nadie con quien hablar para apañar los últimos deseos de su majestad, antes de que la diñe.

—¡Aja! —exclamó Braundlae con los brazos en jarras—. ¿De veras crees que el mago de la corte tiene el lugar a rebosar de magos guerreros porque sí? Ellos se encargan de que los ojos y la boca del pobre Azoun se muevan gracias a la magia, de modo que todos los poderosos se vayan con viento fresco pensando que han hecho lo que debían con el rey, que han aprovechado su último aliento, cuando lo que en realidad han hecho es... Oh, señor. —Se calló, volviéndose a Dauneth—. Como oí que aquí el señor Rhauligan alababa nuestras viandas, me he tomado la libertad de traerle la bebida de la casa y algunos rollitos rellenos. ¿Desea que le traiga alguna otra cosa?

—Oh, no, no. Me parece muy bien, gracias, buena señora —se apresuró a responder Dauneth. La mujer lo obsequió con la mejor de sus sonrisas y se inclinó con cortesía, diciendo a Rhauligan—: Rhauly, ¿te habrás percatado de que aquí el muchacho me ha llamado «buena señora»? Los buenos modales no le sientan mal a nadie, de vez en cuando. ¡Toma nota!

—Ah —repuso el mercader, inclinándose sobre la mesa con una mirada maliciosa—, pero es que resulta que aquí el muchacho no te conoce tan bien como yo. Vaya, vaya, eso te lo garantizo, pero...

Se agachó para evitar la falda del delantal con que ella pretendía abofetearlo, con una facilidad nacida de la práctica, al tiempo que cogía su tazón fingiendo miedo para utilizarlo a modo de escudo en caso de necesidad. Dauneth miró distraído el contenido del tazón, y acto seguido levantó una mirada horrorizada para observarlos a ambos. El mercader se percató de la expresión del joven, y siguió su mirada hasta dar con lo que había en su escudilla.

—¿Qué sucede, hijo? ¿No había visto antes anguilas en salsa caliente de menta y limón? Por el dragón que si su familia procede de Marsember, seguro que ha comido antes anguilas, al menos una o dos...

—Oh, sí, sí, claro —asintió Dauneth, sin demasiado convencimiento—, aunque no sea uno de mis platos favoritos. Sin embargo, nunca había visto a nadie comerlas vivas y en pleno movimiento...

—¡Pero si ésa es la mejor forma, muchacho! —exclamó el mercader, mirándolo fijamente—. ¡No me extraña que no le gustaran las anguilas si se las servían tiesas, frías y más muertas que una piedra! Habráse visto...

—Creo —dijo Dauneth— que disfrutaré de mis rollitos en mi habitación...

—Bueno, sí, claro muchacho... Y cuando yo haya terminado de perseguir a estas condenadas anguilas por toda la mesa, le subiré otra jarra. ¿Qué le parece?

—Espléndido —respondió Dauneth con los dientes apretados—. Sencillamente espléndido. —Se puso pálido como la cera, y su piel en las sienes casi adquirió la misma tonalidad grisácea de sus ojos—. Nos vemos después.

Se levantó apresurada y torpemente, momento en que la espada de hoja ancha que ceñía en un costado dio contra la silla. Se volvió para retirarse con toda la dignidad que pudo reunir, después de verse obligado a volver a la mesa para recoger la jarra que había olvidado, y acto seguido desapareció por las escaleras.

—¡Señor! —La voz de Braundlae sonó amistosa a la par que firme—. Tenemos una jarra entera de nuestra mejor Black Bottom, y tres rollitos calientes con la salsa Dragón de Plata. ¿Cómo prefiere pagarlo?

—Oh. Lo siento —respondió Dauneth, volviéndose—. Creí que arriba...

—Arriba está el Dragón Errante, señor. Es el negocio de Caladarea, no el mío. Estoy convencida de que no le importará que usted la visite con una comida que es muy superior a la que ella jamás habrá servido en su negocio, pero a mí sí me importa que se vaya sin pagar.

—No era ésa mi intención, señora —repuso el joven alto y tieso como un palo, intentando pescar su bolsa con una mano ocupada con la jarra, mientras la otra sostenía en alto la bandeja con los rollitos. La bolsa parecía pesar, cosa de la que tanto Braundlae como el mercader no tardaron en percatarse. Sacó tres monedas y las puso en la palma de la mano extendida de la tabernera. Braundlae las observó, con el entrecejo fruncido, y acto seguido contuvo la respiración.

—¡Tres leones de oro! ¡Señor, bastaría con
uno
solo para resolver la cuestión diez veces! Tendré que ir de caza a por monedas con que devolverle el cambio...

—Quédeselo —respondió Dauneth—. Y pague con ello la cuenta del señor Rhauligan, si es tan amable. Pero le ruego que no permita que suba al piso de arriba con ninguna suerte de anguilas. —Y sin mirar atrás, se apresuró a subir los escalones, golpeándose varias veces con el pasamanos tanto el codo como la empuñadura de la espada.

—¡Sí, señor! ¡Qué los dioses le sonrían durante todo el mes, y también durante el siguiente! —exclamó Braundlae entusiasmada. Cuando el joven desapareció al doblar la escalera, se volvió a Rhauligan y murmuró—. ¿Acaso está loco?

—No, pero es rico —respondió alegremente Glarasteer Rhauligan—. Probablemente sea, en estos momentos, uno de los jóvenes más adinerados de toda Cormyr. Es de Marsember y corre sangre noble por sus venas; al parecer ha venido a congraciarse con la corte.

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