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Authors: Jeff Grubb Ed Greenwood

Cormyr (36 page)

BOOK: Cormyr
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—¿Acaso tu familia nunca toca el tema de la guerra con el rey Dhalmass? —preguntó Tessara—. ¿O lo del príncipe regente Salember? Quizá son del tipo de gente que prefiere olvidar el pasado, sobre todo cuando es poco halagüeño para ellos.

—Yo... —Empezó a decir Dauneth, encendido, antes de guardar silencio al darse cuenta de que no sabía qué responder. Lo cierto era que su familia no hablaba mucho de esas cosas, y esa mujer parecía saber exactamente de lo que estaba hablando... tanto como sabía tirar de la espada. Ni siquiera había visto cómo desenvainaba la hoja que, en aquel momento, devolvía a la vaina, con la punta algo levantada para que concentrara su atención a modo de advertencia. Sin embargo, no miró la espada, sino que la miró a ella, a sus ojos, y de pronto fue consciente de su belleza, aquélla era una mirada dura, llena de confianza, y...

»Señora —prosiguió Dauneth, consciente de que había vuelto a sonrojarse—, no pretendía ofender a ninguno de los presentes. Tan sólo me ha sorprendido el tono empleado para...

—¿Por haber hablado mal del reino? —preguntó Rhauligan—. ¡Vamos, muchacho, eso no significa que no lo amemos!

—En fin, parece que, después de todo, el joven cachorrillo es una pantera —dijo Darvae, rompiendo el silencio que siguió a las palabras de Rhauligan.

Alguien empezó a reír, pero acto seguido todos guardaron silencio. Toda la sala del Morro se había sumido en una tensa quietud.

Había entrado un hombre en la sala, iba solo, era un tipo bajito que vestía una túnica marrón, con una cuerda borleada color malva atada a la cintura. Miró a su alrededor con ojos castaños e inflexibles, y Dauneth sintió como si la fugaz mirada de aquel hombre acabara de hacer inventario, puesto un nombre y mesurado todas y cada una de las cosas que llevaba cierto joven Marliir.

Aunque muchos no se hubieran dejado impresionar por la figura barriguda y calva de aquel hombre, a todos los presentes en el Dragón Errante se les había comido la lengua el gato, y continuaron en silencio mientras Vangerdahast, el mago real de Cormyr, se dirigió a la mesa ocupada por el capitán mercenario. Cruzaron un saludo carente de palabras, y el mago se sentó al tiempo que obsequiaba a la sala con una sonrisa tímida. De pronto se oyó por toda la sala el ruido de las ruedas de los carros, la algarabía de la venta callejera y el rumor de un centenar de conversaciones distintas. Eran los sonidos que provenían del exterior, del Paseo, que de alguna forma se habían instalado en...

Magia, por supuesto, para impedir que los demás pudieran oír su conversación. Dauneth ahogó un grito de sorpresa mirando al mago, que se inclinaba hacia adelante con los codos apoyados en la mesa del mercenario. Hablaron poco y sin gesticular, inclinaron la cabeza en señal de asentimiento y se levantaron al mismo tiempo, abandonando la sala sin mirar a su alrededor ni responder al tímido saludo de Rhauligan. El rumor de la calle desapareció al marcharse el mago, sumiendo de nuevo la sala del Dragón Errante en un completo silencio.

—A ver, señores, ¿qué necesidad tiene el sumo hechicero de Cormyr de contratar mercenarios? —preguntó Tessara en voz baja, rompiendo el silencio—. ¿Para enfrentarse a los nobles que puedan rebelarse? ¿O a los Dragones Púrpura?

—Sí, por cierto, ¿a unos Dragones leales a quién? —preguntó Turlstars.

—Me temo que no tardaremos en averiguarlo —dijo Rhauligan con voz cansina. Levantó la mirada hacia Dauneth—. Menudo momento ha escogido usted para venir a Suzail, muchacho.

—Si el reino me necesita... —respondió el noble, encogiéndose de hombros y fingiendo una seguridad que no sentía.

Tessara sonrió de pronto.

—¿Se refiere a que por eso valdría la pena haber hecho todo el viaje? —preguntó Tessara, esbozando una sonrisa. A continuación hizo un gesto de negación y añadió—: Quizá no tarde en verse involucrado. El reino necesita hombres fuertes y leales, o los pobres nobles como usted, enzarzados en riñas feudales, en rivalidades que se remontan a generaciones en el tiempo, acabarán por devorarlo como lobos hambrientos.

—No recuerdo peores tiempos en Suzail —afirmó Turlstars—. Lo que más me gustaría saber es cómo sobrevivirá el reino.

16
El tacto de un rey

Año de la Princesa Marina

(432 del Calendario de los Valles)

«Nunca habían estado tan mal las cosas», pensó Elvarin Crownsilver en la oscuridad. ¿Cómo podrá el reino sobrevivir a todo esto?

Miró a su alrededor, al bosque sumido en las sombras de la noche. Allí estaban los últimos de la gran estirpe de los Obarskyr, agazapados en la oscuridad, esperando al traidor para obtener la primera de sus victorias.

La primera victoria tras tres años de verse perseguidos por todo el bosque del propio monarca. Aunque quizás aquélla sería su última derrota.

Todo empezó con la muerte de Baerauble, como no podía ser de otra manera. Todo lo sucedido se remontaba a la muerte del primer mago supremo del reino. Sin la firmeza de su pulso para guiar los destinos del reino, cualquier cosa parecía capaz de desintegrarlo. Parecía eterno, el protector inmortal de Cormyr... y un buen día murió. Amedahast, su aprendiz, era la mejor mago que Crownsilver había conocido, pero apenas llegaba a la suela de las botas de su mentor.

Cómo iban a sospechar ellos que aquel reino orgulloso y próspero era en realidad una simple pompa de jabón, a la que uno debía proteger constantemente de la cruda realidad de un mundo dispuesto a destruirla, y a engullirlos a todos ellos.

La primera desgracia fue una plaga, propagada por los mercaderes de Marsember, que disminuyó la población rural y convirtió Suzail en un osario donde los muertos yacían apilados por las calles. Al principio, los clérigos la combatieron lo mejor que pudieron, pero cuando la enfermedad se extendió con tanta rapidez que no dispusieron de las plegarias suficientes para combatirla, el pueblo sagrado decidió reservar para sí las curas. Errónea decisión, puesto que los habitantes de la ciudad disponían de más espadas. Cuando el polvo volvió a cubrir las calles de Suzail, ya no había clérigos por ninguna parte, excepto los de Talona, que propagaron aún más la plaga.

Entonces los dragones cayeron sobre Suzail, sobre Arabel y sobre cualquier enclave por poca importancia que tuviera, procedentes de las montañas y el mar. Dragones azules enormes que arremetieron contra los campos de cultivo, que arrancaron de cuajo las casas, acompañados por dragones rojos que redujeron a cenizas regiones enteras. Los verdes atacaron algunos barcos y caravanas que se dirigían a Cormyr. Incluso se dijo que el mítico Dragón Púrpura había atacado los enclaves occidentales.

Una noche bastó para no poder contar con Arabel. Aquella rebelión estaba encabezada por el Comité Revolucionario de Mercaderes. Sin embargo, no fue la única población en levantarse en armas. Fue muy duro enviar tropas a luchar por la soberanía de la corona, cuando la mitad de la población se moría y la otra mitad combatía a los dragones que asolaban los campos. Murieron varios cargos de la corona, y en su momento hubo quien saqueó los cofres del tesoro.

Entonces llegaron los orcos, que se habían retirado al sur tras perder una batalla en las Tierras de Piedra. Por regla general, semejante amenaza hubiera bastado para afianzar la lealtad de Arabel a la corona, aunque en aquella ocasión Cormyr no contaba con un ejército que pudiera defender la soberanía del país vecino. Los trasgos se apoderaron del Bosque del Rey.

Y cuando el rey Duar emprendió una campaña contra las huestes orcas, su propio suegro, Melineth Turcassan, vendió a los piratas la ciudad de Suzail por quinientas sacas de oro.

Su majestad destruyó la vanguardia del ejército orco, pero al regresar descubrió que le habían arrebatado el trono y que nadie le abriría las puertas de la ciudad. Aún peor, pues el pirata Magrath el Minotauro se enseñoreó de la ciudad e hizo de ella una presa a la que saqueó de un tesoro con el que sufragar los gastos de los mercenarios, mercenarios que habría de emplear en la conquista de todo el territorio cormyta.

De estos acontecimientos hacía ya tres años, y en aquel tiempo había disminuido el número de los leales a la corona: bajas en combate, traiciones y pura desesperación. Buena parte de la nobleza, incluido Crownsilver, había enviado a la familia al norte de los Valles o al oeste de Aguas Profundas. Los nobles leales se dividieron en grupos pequeños, y en bandas aún más pequeñas. Aquella banda, la de Duar, apenas contaba con una veintena de personas.

Elvarin miró a su alrededor, al claro bañado por la luz de la luna. Ella y su primo Glorin Truesilver; Jotor Turcassan, que había roto con su familia plagada de traidores; Omalra Dracohorn, y Dintheron Bleth. Aquellos hombres eran los últimos Dragones Púrpura, su grupo aventurero antes de que todo se fuera al infierno. El resto de su maltrecha banda estaba compuesta por espadachines y sirvientes plebeyos. Por supuesto, también estaba el rey Duar, y Amedahast.

Duar esperaba en la oscuridad, con un aspecto más cercano a la estatua de un cementerio que a un ser vivo. Era un gigante pese a tratarse de un Obarskyr, pero sus hombros anchos y musculosos parecían encorvados por algo más que el peso de la corona que aún ceñía. La traición de Melineth casi había acabado con él, y le llevaría un tiempo recuperarse del todo. La muerte de los Turcassan a finales de aquel mismo año, a manos de sus traidores aliados, tan sólo sirvió para aliviar un poco su dolor. Dormía con la armadura puesta, y su tabardo y su túnica estaban sucios y raídos. Lo único nuevo que lucía era la espada que la propia Amedahast había forjado para él: Orbyn, El Filo de la Justicia, que por el momento descansaba enfundada en la vaina.

Duar se había erigido en rey del País de los Bosques, era un refugiado, oculto en las extensiones de terreno alfombradas de vegetación que llevaban el nombre de Bosque del Rey. Los orcos y los trasgos no tardaron en descubrir que aquél no era lugar para asentarse, y se retiraron al norte. También los dragones se habían marchado; al parecer, habían regresado al cubil que utilizaban para descansar después de dar rienda suelta a su furia. Mientras, Magrath el Minotauro puso precio a la cabeza de Duar, por la que ofreció más de lo que había pagado por toda Suzail, aunque pocos ciudadanos de a pie aceptaron el ofrecimiento, temerosos de las consecuencias.

La gente de a pie. Crownsilver negó con la cabeza al pensar en ello. Al peligrar la corona, puñados de familias nobles cambiaron de bando. Ciudades como Arabel declaraban su independencia con cierta regularidad, pero la gente de a pie, quienes habitaban las granjas, los poblados, las villas aisladas, siempre acudieron en ayuda del rey. Quizás aquel grupo pareciera vencido y harapiento, tal vez tuviera aspecto de ser una pandilla de salteadores de caminos que abundaban en la carretera que unía Suzail con Arabel. Sin embargo, les bastaba con echar un vistazo a aquel rey de rostro severo para proporcionarles las mejores viandas, armas ocultas y cualquier cosa que pudiera serles de utilidad. Pese a las amenazas y los sobornos, la gente de a pie se mantuvo leal a su rey.

Finalmente recibieron buenas noticias. Su primo Agrast Huntsilver les informó que Cuerno Alto había caído en sus manos y las unidades militares estaban ansiosas por unirse al monarca. Sin embargo, antes era necesario procurarse una victoria, y hacerlo rápido. Crownsilver, su majestad y el mago inspeccionaron los mapas durante toda la jornada antes de elegir el lugar del ataque. Se encontraba en medio del reino, contaba con una guarnición no muy numerosa y, lo que aún era más importante, la defendía una familia noble que se había unido enseguida a los piratas de Magrath. Era la familia Dheolur.

Elvarin frunció el entrecejo en la oscuridad de la noche. Fue el propio abuelo de Dheolur el primero en ser nombrado noble, y habían pasado las tres generaciones intrigando, planeando, conspirando. Se ganaron su derecho a establecer su ganado en medio del bosque, y a continuación hicieron todo lo posible por debilitar a la corona. Cuando tomaron Suzail, la familia Dheolur juró fidelidad a Magrath sin titubear.

Oyó un ruido en la distancia, quizás el de una rama al quebrarse. Todos tensaron la espalda al oírlo, salvo Amedahast. La mago se levantó sin decir una sola palabra y miró hacia el lugar de donde había llegado el ruido. Corría sangre élfica por sus venas, aunque de un tiempo a esa parte Elvarin hubiera jurado que no era sangre, sino agua gélida. Se rumoreaba que un cormyta de noble cuna había partido su corazón cuando era joven. Elvarin confiaba por su bien en que el noble en cuestión no fuera un Crownsilver; Amedahast parecía una de esas personas incapaces de olvidar las cuentas pendientes.

Todos contuvieron el aliento cuando vieron moverse algo al otro lado del claro. Apareció un solo hombre, que se movía con cautela. Vestía blusa de algodón y pantalones de lana parcheados, y su pelo gris y descuidado volaba en todas direcciones por debajo de un sombrero que había perdido la forma. Llevaba una linterna en una mano, razón por la cual era completamente visible a la luz de la luna, al igual que ellos.

El anciano granjero movió lentamente de un lado a otro la linterna.

Amedahast dobló aquel movimiento a modo de respuesta, y al verlo el granjero se acercó hacia ellos como movido por un resorte, con una sonrisa dibujada en el rostro.

Duar se levantó del lugar donde había permanecido sentado. Al ver la cara del rey, el granjero se arrodilló para mostrarle su respeto. El rey se acercó hacia él y se arrodilló a su vez, para después coger al anciano de los hombros y animarlo a levantarse. A aquellas alturas, Crownsilver había presenciado esta escena en más de una ocasión. Duar había adquirido cierta habilidad en sus relaciones con los campesinos, la necesaria para granjearse la lealtad de todo aquel a quien abrazaba así. El rey seguía conservando un gran tacto.

Los dos empezaron a hablar en un susurro. Amedahast y Crownsilver llegaron al mismo tiempo a donde esperaban.

—Magrath está aquí —informó Duar, sonriente.

—De modo que nuestra información era correcta —dijo Amedahast, solemne.

—Así es —corroboró el granjero—. Es una bestia,
sire
, tiene unos cuernos tan largos como mis brazos. Además, ha venido acompañado de sus hombres. Están en el salón de festejos, y allí los encontrarán durante las próximas horas. Son muchos.

—Cuantos más sean, más dulce será la victoria —dijo Duar.

—¿Lo sabíais? —preguntó Elvarin—. ¿Sabíais que Magrath estaría aquí?

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