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Authors: Jeff Grubb Ed Greenwood

Cormyr (35 page)

BOOK: Cormyr
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—... Y el mago de la corte continúa reuniéndose con cualquier noble que coge por banda —afirmó Turlstars, que traspasó con la mirada a Dauneth como si fuera la punta de una espada. El joven noble estuvo a punto de atragantarse con el último sorbo.

—Eh... —dijo Dauneth, en cuanto tuvo ocasión de hablar sin que lo interrumpieran—, nadie nos ha llamado para que acudiéramos a la corte, que yo sepa, aunque algunos de mis familiares más ancianos llevaban un tiempo, quizás una estación o más, diciéndome que debía acercarme a la capital para presentarme ante el rey; hará cosa de un mes me dijeron que ya iba siendo hora de que obedeciera.

—Hará un mes —repitió Darvae, el tratante de telas, señalando a Dauneth con la jarra.

—Tú a diario ves conspiraciones y cábalas en todos y cada uno de los parroquianos que pasan por aquí —le reprochó Tessara, burlona—, Athalon, ¡al igual que cada mañana bajo las sábanas de tu cama!

—¿Y puedes meterte bajo sus sábanas? —murmuró Rhauligan—. ¡Eso habría que verlo! —La mirada que le dirigió Tessara fue puro hielo.

—La deducción de Athalon supone, sin embargo, una idea de lo más interesante —dijo Onszibar, el caravanero, aclarándose la garganta—. Quizá quien planeó la enfermedad de los Obarskyr también pensó en que todos los nobles acudirían a Suzail para proporcionar una surtida lista de sospechosos.

—O lo hizo con intención de reunir a todos los nobles que tomaron parte en el plan —sugirió Rhauligan—, sin rivales como las demás familias nobles, para que nadie reparara en su llegada.

—O para reunir a los nobles —apuntó Tessara, suavemente— con tal de que los rivales estén unos al alcance de otros, para que quienquiera que sea que esté al fondo pueda desenvolverse mejor y acabar con sus enemigos.

Atrapado en medio de aquella red tejida por toda suerte de miradas inquisitivas, Dauneth sintió de pronto que estaba demasiado solo en aquella ciudad tan atenta, que disponía de tantos ojos y donde los aceros buscaban las entrañas de la siguiente víctima, en lugar del corazón excitante y ajetreado del reino, donde un joven Marliir con las botas polvorientas era un simple desconocido al que nadie miraría. Menudas perspectivas.

Suspiró y echó otro trago de la jarra, esperando que nadie observara que le temblaba, aunque ligeramente, el pulso.

—Pero ¿quién tendrá el ingenio para un plan tan arriesgado y estará dispuesto a poner la vida de Azoun en peligro durante tanto tiempo? —preguntó Turlstars, lo cual no hizo sino perpetuar el momento de silencio tenso, que el tratante de telas fue a despejar, muy a su pesar:

—Vangerdahast —dijo Darvae, agitando en el aire una de sus tartaletas de pescado, para dar más énfasis a la cosa—, él y sus magos de la guerra.

—Si quisieran el trono —dijo Rhauligan, soltando un bufido—, podrían haberse hecho con él hace años, sin organizar todo este drama. Un par de hechizos rápidos, y una conexión mental o un títere coronado con el rostro del Obarskyr de turno, y ninguno de nosotros habríamos advertido la diferencia. Esto me huele al trabajo de alguien que ha demostrado ser muy listo para evitar a los magos guerreros.

Hubo muestras de asentimiento general.

—Yo tampoco creo que el sumo hechicero ande metido en esto —apuntó el caravanero—, aunque en este preciso instante sea el hombre más ocupado de todo el reino, pues va de sala en sala con apenas tiempo para tomar un sorbo de la sopa real.

De nuevo, todos los presentes mostraron su conformidad.

—Además de la mayoría de los nobles importantes del reino —murmuró Tessara.

Turlstars soltó una risotada y señaló a Dauneth con la jarra.

—No tardarán en ir a por usted, muchacho, ya verá como sí.

—Me complacerá mucho dar fe de mi lealtad a la corona —repuso Dauneth, quizás algo estirado.

—Ah —intervino Tessara, inclinándose hacia adelante en la silla, para mover un dedo amenazador hacia él, con el codo apoyado en la rodilla—, pero ¿y si resulta que se entrevista con usted para pedirle que se una a él para dar un golpe de timón al gobierno de Cormyr?

—¿Un reino regido por magos? —preguntó Rhauligan, incrédulo—. Los sembianos nunca lo aceptarían. ¡Contratarían hasta el último magucho ambicioso con tal de combatir un reino semejante!

—¡Todo para descubrir que sus mercenarios acaban con los de Vangerdahast, dispuestos a ocupar su lugar! Los magos con poder nunca están dispuestos a soltarlo por las buenas, ya se trate de poder mágico o político. —El tratante de telas Darvae dio un golpe sordo con su jarra, como si con ello quisiera subrayar su opinión.

—A mí particularmente no me gustaría nada ser uno de esos magos —dijo Ithkur Onszibar—, en un mundo que cuenta con los Magos Rojos de Thay, los zhentarim y los reinos magos de Halruaa. En cuanto se instituye un reino mago, ¿qué impide a cualquier hijo de vecino que disponga de hechizos más poderosos hacerse con el poder?

Turlstars hizo un gesto con la mano para manifestar su disconformidad.

—Todo esto no son más que suposiciones, amigos. Todo lo que sabemos es que el duque Bhereu ha muerto, y que el rey y el barón Thomdor están al borde de la muerte, pese a las legiones de clérigos y de magos guerreros que trabajan día y noche, por no mencionar a nuestro ajetreado mago real, que va de un lado a otro reuniéndose en privado con varios nobles, mientras los hijos jóvenes de las estirpes nobles, y el resto de familiares más ancianos que gustan de jugar a la política, convergen en Suzail como si alguien hiciera entrega gratis de ducados en cualquier esquina.

—Tal y como no tardará en suceder —murmuró en voz baja Athalon Darvae.

—Algunos —prosiguió Turlstars, haciendo caso omiso de este comentario— creen que el mago está concretando lealtades a la corona mediante el uso de amenazas y promesas, y haciendo que todos los de gesto altivo se sientan personalmente importantes, imprescindibles. Otros afirman que añade partidarios a su
propia
organización.

—O que hace entrega de órdenes a una cábala que lleva ya tiempo establecida, y que aprovecha las reuniones para camuflarlo, o incluso para arrojar hechizos de control del pensamiento que dejan poco rastro en los demás nobles, los que no forman parte de la conjura —señaló Tessara, que asintió y dio a su gesto pleno significado señalando a Dauneth.

—Pero ¿por qué? —protestó Rhauligan, agitando las manos en el aire. Uno de ellos levantó una jarra, aunque Dauneth sabía perfectamente que el que hablaba en aquel momento había apurado ya su contenido—. Todos nosotros hemos oído lo de la armadura que puede curar y purificar a quien duerma con ella puesta, y a los hechizos capaces de dar vida a reyes nuevos, a partir de simples trozos de carne de los anteriores.

—¡Reyes nuevos a cambio de los anteriores! —exclamó en voz baja Tessara, con una sonrisa de oreja a oreja—. ¡Reyes nuevos a cambio de los anteriores!

—Basta —gritó Rhauligan, no sin cierta amabilidad; hizo una pausa antes de continuar—: Según dicen, todos los Obarskyr cargan a cuestas con un importante entramado de hechizos que cuidan de su seguridad, por no hablar de los que hay en palacio, en la corte, en los pabellones de caza y en los diversos alojamientos... privados. ¿Por qué no han servido de nada?

—Puede haber un traidor entre los magos que se ha tomado las molestias necesarias para evitar ser descubierto —sugirió Tessara—. Me extraña que una magia que puede invocarse, no pueda ser neutralizada. —Turlstars asintió gravemente al oír sus palabras.

—Según he oído —dijo Darvae—, lady Laspeera y algunos de los magos guerreros empezaron a buscar una cura en las criptas situadas bajo palacio, pero la princesa Tanalasta ordenó que se retiraran y selló los accesos.

—Cualquiera diría que quiere ver muerto a su papaíto —dijo Tessara.

Darvae extendió las manos en un gesto que dejaba patente su ignorancia.

—Dijo que fuera lo que fuese lo que infectó al rey, pudo provenir de allí abajo, y que lo mejor era sellar cualquier peligro hasta que el reino superara la crisis. Seguro que sabe mucho mejor que nosotros lo que hay en esas catacumbas.

—La Maldición de los Obarskyr —dijo el caravanero, en tono sombrío—. El armero de los magos guerreros, repleto de hechizos robados y tomos mágicos de liches, cosas extrañas que centellean y se agitan aunque nadie ha descubierto sus secretos. Estatuas de hierro que caminan. Las Coronas Malditas. La sala de reuniones de los Heraldos de la Espada. El...

—El wyvern perdido de Menacha. Sí, sí, y los restos disecados de todos los adversarios de los Obarskyr —se burló Turlstars—. Conocemos de sobra las leyendas, y no son más que rumores. Sospecho que la mayoría de cosas que se oyen en Suzail no son más que habladurías... aunque quizá podamos divertirnos con ello...

—Sobre todo teniendo en cuenta que algunas de las cosas que se dicen son muy interesantes. —Darvae mostró su acuerdo con una sonrisa—. ¿Creeríais que en Marsember han visto a Gondegal, el Rey Perdido?

—Yo había oído que fue en Cuerno Alto —repuso Tessara rápidamente—. ¡Y que él está detrás de todo esto!

—¡Él y el hasta ahora desconocido descendiente del maligno príncipe regente Salember! —exclamó Onszibar.

—¿Qué? —preguntó Turlstars, sarcástico—. ¿No será el propio Salember?

—En fin —dijo Tessara, inclinándose hacia adelante para hablar en voz baja y de forma apresurada—, ya podéis reíros de todos estos rumores, pero un amigo mío de confianza me dijo que lady Laspeera de los magos guerreros, segunda en rango después del propio Vangerdahast, había desaparecido. Gente de palacio asegura que podrían haberla emparedado viva en las catacumbas de palacio, cuando los Dragones Púrpura sellaron los accesos por orden de la princesa.

—Quizá sea cierto —dijo pensativo Turlstars, antes de que Darvae soltara un gruñido para manifestar su disconformidad.

—Dudo que unos soldados tan ocupados como deben estarlo ellos en estos momentos dispongan de tiempo suficiente para sellar todas las salidas de las catacumbas que cualquier mago podría encontrar, o forzar...

—¿Ocupados? —espetó Rhauligan.

—Según cuentan —dijo el mercader de telas, esbozando una tímida sonrisa—, en el Paseo ha estallado una guerra particular entre los Dragones Púrpura leales a Tanalasta y los seguidores del mago Vangerdahast. La mayoría de los funcionarios de la corte, como los sabios Dimswart y Alaphondar, apoyan al mago, pero según dicen, un ala de palacio está cubierta de sangre... salas enteras alfombradas de cadáveres con la armadura puesta.

—Desde luego, menuda imaginación tiene la gente —murmuró Tessara—. He oído que Alaphondar el sabio murió defendiendo a la reina de unos asesinos, y que la reina está en el lecho de muerte apenas a unos centímetros de donde yace su marido.

—¡Ésta es la cuestión! —exclamó Onszibar—. ¿Qué sabemos nosotros que pueda ayudarnos a distinguir las cosas que realmente suceden en palacio de las habladurías? ¿Qué?

—De camino hacia aquí he oído a dos nobles discutir dónde podrían esconderse —respondió Gormon Turlstars, haciendo un gesto de asentimiento—. Creen que alguien está asesinando a todos los nobles que se atreven a acercarse a palacio para presentarse ante Tanalasta, y que quedan moribundos en palacio o se arrastran como pueden hasta la salida.

—Yo también he oído eso —dijo Darvae—. Al parecer, ayer uno de ellos consiguió llegar a los jardines de palacio antes de morir.

—Yo puedo superar todas esas historias —dijo Rhauligan, grandilocuente, levantando una mano para llamar su atención—. Un guardia de palacio, que ha servido cerca del rey moribundo, asegura que los clérigos se han dado por vencidos a la hora de encontrar solución a su mal, y que planean mantenerlo en el trono mediante la magia negra, convirtiéndolo en un muerto viviente.

—Aunque todos los clérigos se pusieran de acuerdo para hacer tal cosa, ¿cómo iba a soportarlo el pueblo? —preguntó, burlón, Turlstars.

—Quizás aceptarían una regencia de Vangerdahast, después de casarse con la reina Filfaeril —sugirió Tessara—. No es la primera vez que se comenta.

—Sí, sí —repuso Turlstars, molesto—. Y los Dragones Púrpura, los magos guerreros y los nobles... todos planean hacerse con el trono. Los Magos Rojos y los zhentarim han salido al Paseo a caminar, y...

—¡Pero bueno, si eso es cierto! —exclamó Rhauligan—. Yo mismo he visto con estos ojos a un hombre a quien he reconocido como un mago zhentarim. Sé de buena tinta que a un tipo que paseaba por la zona norte de la corte, cerca de los jardines reales, lo vieron cambiar de forma. Si eso no es cosa de magos...

—Así que el reino se viene abajo ante nuestros propios ojos —dijo Tessara profiriendo un suspiro—, y la culpa de todo la tiene Vangerdahast, bien por ser el causante o por...

Dauneth había permanecido sentado en silencio, escudado detrás de su jarra. Lo había escuchado todo con una sensación de horror que, como no podía ser de otra forma, iba en aumento... cuando de pronto, lentamente, sintió una gran angustia. ¡Cómo podían ser tan cínicos! ¿Acaso la vida del rey no suponía nada para ellos? ¿No creían en nada de lo que se decía en la corte? Volvió a ver a Azoun reír a lomos del caballo, pasando por su lado con los brazos extendidos. En aquel momento oyó una voz interior que le decía: «Allá de donde yo provengo, la palabra "lealtad" no se toma a broma. La corona merece el apoyo del pueblo, vale la pena luchar por ella. Es lo que nos hace mejores de lo que son los avariciosos sembianos o los salvajes de Tunland. ¡Medid vuestras palabras o tendré que batirme para que el nombre de Azoun no sea mancillado!».

El joven noble pestañeó. Todos lo miraban. Se había medio incorporado en su asiento, y al parecer la voz que había oído no provenía de su interior, sino que era su propia voz.

—Ah —dijo algo confundido, consciente de que incluso Glarasteer Rhauligan lo miraba boquiabierto, antes de sentarse—. Me refiero a que lord Vangerdahast es más anciano que las montañas. Entonces, ¿a qué viene esta traición? Yo diría que no hace sino resolver todos los asuntos posibles, hasta que el rey recupere la salud.

—Viniendo de un Marliir, ese discurso resulta un tanto peculiar —dijo Tessara, abriendo unos ojos como platos—, precisamente por apoyar a la corona.

—¿Qué quiere decir? —preguntó amablemente Dauneth, sintiendo que la rabia pugnaba por abrirse paso en su interior. Sin pensarlo siquiera, llevó la mano a la empuñadura de su espada.

Sus dedos toparon con el frío acero, la hoja de una espada desenvainada que le impedía alcanzar su propia vaina. Los ojos de Tessara le parecieron tan glaciales como el acero que tocaban las yemas de sus dedos.

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