Read Cormyr Online

Authors: Jeff Grubb Ed Greenwood

Cormyr (42 page)

BOOK: Cormyr
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Thanderahast asintió, cogió al gato y se dispuso a recorrer el recibidor. No conocía aquella parte del castillo, porque nunca había estado en el ala real. Sin embargo, sabía dónde encontrar los aposentos reales; la luz que ardía en su chimenea nunca se apagaba de noche.

Los salones estaban vacíos, y las suelas blandas del calzado de Thanderahast resonaron al caminar por las baldosas. Derecha, luego a la izquierda, de nuevo a la derecha otra vez, allí encontraría...

... Un enorme guardia, alto como una torre, vestido con el violeta y marfil de los Dragones Púrpura, montaba guardia ante la puerta que conducía a los aposentos del rey. Al verlo, levantó la palma de la mano y la hoja de un hacha de guerra lanzó un destello en la otra.

—Alto, joven mago —dijo, con mirada severa—. ¿Qué hace aquí a estas horas de la noche?

Thanderahast respiró profundamente. ¿Qué podía decir? ¿Que había estado espiando al líder de los magos guerreros, y que un gato le había dicho que la vida del rey corría peligro?

En lugar de ello, el mago esgrimió el gato ante el guardia. Cuando éste lo miró, Thanderahast pronunció una serie de breves sílabas que ya eran antiguas cuando Netheril era joven, y acercó la mano libre a la frente del guardia con intención de tocarla. El guardia logró proferir una maldición ahogada al caer de bruces contra el suelo, donde, con un leve ronquido, quedó dormido presa de un sueño mágico.

Thanderahast irrumpió en una antecámara vacía, y atravesó a la carrera una arcada para adentrarse en el dormitorio del rey.

Oyó un grito, y vio un destello de piel blanca y una mata de pelo rubio cuando la mujer que había en la cama del rey se hundió bajo las sábanas. Su majestad en persona estaba de pie junto a la chimenea, cubierto con un camisón de dormir y el atizador en la mano, y al oír el grito se volvió ceñudo, olvidando su intención de avivar el fuego. Al otro lado, vio que estaba abierta la ventana para airear el humo.

La expresión de Draxius pasó de la sorpresa al enfado en cuestión de segundos.

—¿Qué significa esto...? —empezó a decir.

A través de la ventana abierta las estrellas se agitaban como las olas de un mar embravecido, y Thanderahast creyó entrever el destello de unos dientes afilados como carámbanos de cristal en la oscuridad de la noche.

Sin pensarlo dos veces, arrojó el gato hacia las estrellas.

La pequeña criatura profirió un maullido agudo al volar por la habitación. El maullido se vio correspondido por un rugido cavernoso, cuando el gato clavó sus garras con fuerza en el tejido invisible. El gato pareció dar vueltas en mitad del aire, agarrado al asaltante invisible.

Unos surcos de sangre se dibujaron en la nada. Al parecer, el interior de la criatura no quedaba tan oculto a la percepción de los demás como su propia piel. La bestia volvió a rugir y el gato la soltó. El felino atravesó la habitación caminando en dirección a la chimenea.

Allí seguía aquella sangre que delataba la posición de la criatura. Draxius cargó contra ella y la golpeó con el atizador que tenía en la mano, una y otra vez como quien esgrime una maza de combate.

—¡Mi espada... al pie de la cama! —gritó después a Thanderahast.

El mago recogió el acero, demasiado grande y pesado como para que alguien de su tamaño y constitución hiciera uso apropiado de él. Al volverse, el monstruo era más visible que antes; la sangre se había esparcido para dibujar una cabeza maltrecha en forma de lágrima, con una boca repleta de colmillos. Bajo la cama oyó el rumor ahogado de alguien que sollozaba, mientras rezaba con fervor.

Thanderahast profirió un grito de advertencia y el rey retrocedió. El mago le arrojó la espada sin desenvainarla. Draxius agarró el acero y lanzó un golpe seco para librarlo de la vaina. Acto seguido se deshizo del atizador y reemprendió el combate.

El rey de Cormyr lanzó una serie de tajos profundos, que alcanzaron la piel de la criatura. Rugió excitado a medida que hundía y volvía a hundir la hoja de su acero en el enemigo. Thanderahast también gritaba, al tiempo que avanzaba por la habitación. Hechizos antiguos, las enseñanzas de la hechicera suprema, los vestigios de lenguas olvidadas. Las manos de Thanderahast brillaron fundidas en una luz azulada, y del fulgor surgieron una serie de dardos en batería, fruto de la hechicería, que abandonaron las yemas de los dedos del mago para dirigirse directamente contra la bestia.

La criatura trastabilló, intentó incorporarse y volvió a trastabillar. Podían verse con claridad sus dientes afilados, cubiertos por su propia sangre. El rey Draxius dio un paso al frente y mediante un último golpe atravesó al monstruo y lo partió por la mitad.

De pronto una quietud total reinó en la habitación. La bestia de Netheril había muerto, y su sangre se extendió al pie de la chimenea. El rey Draxius observó el cadáver con la espada en la mano; apenas jadeaba, y quería asegurarse de que, pese a las manchas de sangre y a la quietud, la bestia no volvería a moverse.

—En fin, un poco de ejercicio nunca viene mal —dijo finalmente el rey. Suspiró y se volvió hacia Thanderahast—. ¿Usted es el joven mozo de Amedahast? ¿Cómo descubrió lo que iba a suceder?

—El gato... —empezó a decir Thanderahast, tartamudeando.

—Majestad —interrumpió Amedahast, cuya voz estuvo a punto de provocar un infarto al joven mago. Incluso el rey ahogó una exclamación y dio un paso atrás del susto.

No, su maestra no se encontraba de cuerpo presente en la habitación, pero sí su imagen mágica. Flotaba con aspecto fantasmagórico en el dormitorio del rey. Su pelo era como lluvia plateada, y caía libre y suelto tras su espalda. Tenía una vara, pero no se apoyaba en ella.

La ilusión que representaba a la hechicera suprema continuó hablando.

—He enviado a mi sucesor, el joven mago Thanderahast, para que impida el intento de asesinato que sufrirá vuestra majestad esta misma noche. Si estáis oyendo estas palabras, es que mi sobrino lo ha conseguido. Habría venido yo misma, pero debía ocuparme de los conspiradores que han enviado a esta criatura maligna para mataros. Son magos poderosos, y si no regreso, sabed que el joven es de mi entera confianza.

La imagen se desvaneció en el aire. Thanderahast tragó saliva; nunca la había visto tan macilenta, ni con el rostro tan chupado. Podría con Luthax, eso por supuesto, pero ¿y con el resto de los traidores de la Hermandad de los magos guerreros?

Entonces reparó en la vara, y recordó sus palabras: «El día que necesite de un bastón...».

Fuera, a través de la ventana, se produjo un brillante fogonazo: la detonación mágica de toda una vida de hechizos activados al mismo tiempo. Su brillantez superó la luz de la chimenea encendida en el dormitorio y, por espacio de algunos segundos, Draxius y el mago se sintieron aliviados, satisfechos. Entonces oyeron el sonido, un estruendo ensordecedor, capaz de agitar los mismos cimientos del castillo.

Cuando Draxius alcanzó la ventana, una columna de fuego se elevaba en la parte baja de la ciudad.

—Espéreme fuera —ordenó a Thanderahast, volviéndose hacia él—. Me visto y voy con usted. Dos minutos.

El joven mago asintió y se dirigió a la puerta. Sabía lo que había sucedido, y lo que encontrarían. El techo de la casa había saltado por los aires como consecuencia de la explosión, al quebrar Amedahast sobre la rodilla el poderoso cayado que había liberado las energías que contenía. Los cadáveres de los conspiradores estarían repartidos por toda la habitación, mientras restos de magia flotaban alrededor como un enjambre de insectos. El mensaje habría quedado lo bastante claro para que cualquier conspirador que no se hallase en la habitación supiera que el precio que se debía pagar por la traición era la muerte, y que ningún sacrificio sería suficiente para obligarlos a pagar por ello.

El guardia seguía dormido, tumbado a la bartola y con la espalda apoyada en la pared. Thanderahast lo dejó dormir en paz, y al cabo de dos minutos, como había prometido, Draxius salió de la habitación vestido con una camisa de excelente factura y un par de calzones. Llevaba puesta la corona, y su espada colgaba del costado.

—Vamos, muchacho —dijo—. Quizá debamos avisar a los magos guerreros para que nos echen una mano.

—No —replicó Thanderahast, antes de mirar a los ojos al rey, sintiendo sobre sus hombros el peso de la responsabilidad que acababa de asumir. Si debía ser tan leal y fiel como lo había sido la hechicera suprema, sólo la muerte lo libraría de semejante peso—. Los magos guerreros —continuó con firmeza—, o cuando menos los líderes de la hermandad, son los conspiradores. Lo he visto con mis propios ojos.

—En tal caso —respondió Draxius, clavando su mirada en el mago—, no nos queda más remedio que manejar este asunto nosotros mismos, para variar. Ah, y... muchacho —añadió, apoyando una mano amistosa en los hombros del joven—, sé que meditarás largo y tendido sobre todo lo que has visto ahí dentro, y que cuando llegue el momento de explicarlo tendrás en cuenta las circunstancias.

Acto seguido, el rey dio una patada al guardia para despertarlo, y rugió algunas órdenes conforme debía preparar de inmediato a un grupo de hombres armados hasta los dientes para investigar aquella explosión. El Dragón Púrpura, atontado, se apresuró a obedecer, y el rey lo siguió a la carrera al tiempo que gritaba órdenes a diestro y siniestro a los miembros del servicio, todos con los ojos abiertos como platos.

—¿Que piense largo y tendido? —repitió Thanderahast. ¿Acaso el rey no quería que se supiera lo bien que manejaba la espada? ¿O la existencia de criaturas fruto de una magia olvidada? ¿O que los magos guerreros eran quienes habían traicionado al trono?

Entonces recordó la mata de pelo rubio, la piel blanca, la cama del rey, y reparó en lo que Draxius había querido decir. La reina era pelirroja, y tan morena como la superficie pulida de una mesa de madera.

Los labios de Thanderahast dibujaron una sonrisa mientras se volvía en pos de su señor. Bastaba con seguir las órdenes que daba a gritos.

19
Ajedrez

Año del Guantelete

(1369 del Calendario de los Valles)

Dos hombres permanecían sentados en la antecámara de palacio. Era obvio que no estaban de servicio, pues disfrutaban de una partida tranquila de ajedrez en la quietud del ala real. En realidad, eran magos guerreros, y sí estaban de servicio: debían asegurarse de que ninguno de los nobles que se habían reunido para ver al rey moribundo vagabundearan por donde se suponía que no debían estar... como, por ejemplo, presentarse ante la princesa de la corona. Puesto que los dos primos del rey habían muerto, o tenían un pie en la tumba, nadie a excepción de un mago guerrero tenía arrestos suficientes como para dar órdenes a los nobles, sin incurrir en la mala educación. Sin embargo, los magos guerreros eran expertos a la hora de mostrarse desagradables.

Las flotantes esferas plateadas del reloj de agua marcaban pacientemente el paso de los minutos, mientras Kurthryn Shandarn observaba con expresión ceñuda el bosque de piezas blancas esculpidas en la piedra lunar. Todas estaban esculpidas con el uniforme de los Dragones Púrpura de Cormyr, aunque, según decían, la que representaba al rey guardaba cierto parecido con el rey Galaghard, muerto tiempo ha. Eso no iba a ayudarlo en nada, pensó. Suspiró, movió la torre esculpida con el escudo de Arabel a lo largo del tablero y levantó la mirada.

Huldyl Rauthur lo miró a los ojos y movió pieza sin titubear. Era un individuo bajo y rechoncho, que acostumbraba a tener las sienes bañadas en sudor, pero superaba con creces a Kurthryn a la hora de formular cualquier hechizo, cosa que ambos sabían perfectamente. Pese a todo, Kurthryn era superior en rango. Así eran los magos guerreros; hacían hincapié en el aprendizaje y la enseñanza de la humildad, que nunca cesaba, de modo que se las apañaban para poner siempre a prueba la lealtad de sus miembros. Quienes fracasaban en estas pruebas, solían desaparecer.

Kurthryn frunció el entrecejo con la mirada clavada de nuevo en el tablero. Entonces, a regañadientes, movió la otra torre, la que lucía el escudo de armas de Marsember, y se recostó en el asiento para tener mejor perspectiva del tablero. Los dos jinetes murciélago de Huldyl —magos montados en murciélagos de gran tamaño, encargados de dar la réplica a los nobles caballeros de Kurthryn— se abrían paso a través de la línea de soldados. Huldyl movió a uno de los jinetes murciélago y se llevó por delante a uno de sus peones.

—Un dragoncito menos —dijo tranquilamente. Kurthryn asintió con aire ausente y volvió a observar el tablero con expresión ceñuda. El palacio estaba silencioso como una tumba; después de todo, el rey agonizaba, de modo que tendrían tiempo de sobra para ganar y perder partidas de ajedrez, como hicieran el día anterior y harían al siguiente. La otra guardia de magos, Imblaskos y Durndurve, preferían los dados y las cartas, jugaban a la Rueda de hechizos y al Persigue al dragón, sin tocar siquiera las piezas de ajedrez. Todo ello había contribuido a un largo enfrentamiento ajedrecístico, y a la peliaguda posición actual de Kurthryn.

¡Qué días más oscuros para Cormyr! Kurthryn intentó concentrarse en las defensas abigarradas de su oponente, y advirtió que uno de los clérigos de la muerte de Huldyl amenazaba con romper su barrera y, si no iba con tiento, con llevarse por delante cualquiera de sus tres dragoncitos.

El mago creyó percibir una sombra por el rabillo del ojo. Kurthryn levantó la mirada y vio pasar a Aunadar Bleth en dirección al ala real. El joven noble fruncía el entrecejo y parecía haberse granjeado algunas arrugas de preocupación aquellos últimos días. Kurthryn miró a Huldyl, que obviamente había observado cómo se acercaba Bleth, y al volver la mirada ambos se encogieron de hombros. Desde el punto de vista técnico, el noble era uno de los pocos a los que debían impedir el acceso, dada su juventud. Pero como también era el favorito de la princesa real, y quizás el próximo rey de Cormyr —no, mejor dicho, príncipe consorte—, ninguno de ellos tenía la menor intención de negar a Tanalasta el poco consuelo que podía encontrar en aquel momento... como tampoco querían ofender a la posible futura reina.

Es más, Tanalasta era la hija primogénita de Azoun, y corrían rumores por palacio que consideraban al mago supremo, Vangerdahast en persona (líder de su hermandad), como un traidor a la corona que pretendía hacerse con la regencia mientras Azoun agonizaba en el piso inferior. El miedo hacía que pocos miraran amistosamente a los magos guerreros; si el pueblo andaba en busca de cabezas de turco, Suzail —no, mejor dicho, toda Cormyr— podría convertirse de pronto en un lugar más bien peligroso, o cuando menos inseguro, para quienes vestían el hábito púrpura de los magos guerreros.

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