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Authors: Jeff Grubb Ed Greenwood

Cormyr (44 page)

BOOK: Cormyr
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—Eso tiene sentido —asintió Kurthryn—, es un buen argumento... pero no hay nada en tus palabras que pruebe realmente la existencia de traidores aquí, en estas tierras. Cormyr no carece de enemigos a quienes les gustaría que desapareciera... sembianos ricachones deseosos de ampliar sus territorios, en particular.

—¡Ah! —exclamó Huldyl, inclinándose hacia adelante—. Pero ¿qué extranjero querría encontrar su presa dañada o arruinada por un conflicto? Ninguno. ¿Y acaso no es un conflicto lo que andan buscando? Entonces no se trata de alguien que mora aquí y ocupa un puesto en la sociedad. ¿Quién saldría más beneficiado con la muerte de Azoun, y con el caos generalizado en Cormyr?

—En fin —aventuró Kurthryn—. ¿Quién? ¡Dímelo! No creo que a Alusair le interese realmente la corona. Es la aventurera más feliz de esta mitad de Faerun, y hace lo que le viene en gana. Al parecer, Tanalasta tampoco la desea. Probablemente el tal Bleth sea feliz como príncipe consorte, pero no se atreverá a moverse tan rápidamente para hacerse con el poder real, porque la mitad de la nobleza del reino se le echará encima y lo asesinará si hace caso omiso de sus deseos. El resto de la nobleza probablemente pretenda fortalecer su influencia, riqueza y propiedades, pero a ninguna familia noble se le permitirá asomar por encima de las demás en caso de que desaparezcan los Obarskyr. De vez en cuando se clavan un cuchillo por la espalda, cierto, y no confían en nadie, de modo que no tienen un líder que los aglutine. ¡Su desconfianza mutua es tal que jamás surgirá ningún líder!

—Adelante, oh maestro de intrigantes —animó divertido Huldyl, haciendo un gesto con la mano para dar énfasis a sus palabras.

—El Ejército es leal a quienquiera que se siente en el Trono Dragón —prosiguió Kurthryn, respirando profundamente—. El pueblo siempre sospecha de nosotros, los magos guerreros, como traidores a la corona, pero seguro que ya nos hubiéramos enterado si hubiera en marcha alguna intriga contra la orden, o nos habríamos olido alguna cosa. Por otra parte, Vangerdahast no nos da mucha libertad que digamos.

—¿Todo nos lleva a Vangerdahast, verdad? —preguntó Huldyl, malhumorado.

Ambos asintieron, enfrentados a la misma desagradable conclusión. El mago supremo de la corte era lo bastante poderoso, quizá, como para crear un veneno mortífero. Un mago guerrero que se había enfrentado al anciano a causa de su planeada regencia había desaparecido. Vangerdahast pasaba demasiado tiempo trotando por ahí, susurrando al oído de la nobleza, aunque no había soltado prenda, aparte de alguna que otra orden, a sus magos guerreros. Además era un auténtico maestro en el arte de sembrar rumores y desencaminar al prójimo y, sin embargo, no había movido un solo dedo al respecto, ni siquiera en lo que concernía a las gentes de Suzail que culpaban de lo sucedido a la realeza, a cualquier mago que tuvieran a mano. ¿A qué jugaba el viejo buitre?

—Bien —dijo Kurthryn—, al menos sabemos cuál ha sido el mal responsable de la postración del rey y de su primo, y de la muerte del duque. Si conozco al viejo
Truenahechizos
, y es tan leal como yo creo que es, lo más probable es que sólo tardemos unos días en tener un remedio para sus males.

—Demasiado tarde para Bhereu.

—Sí, así es, pero podríamos incluso perder al barón Thomdor y sobrevivir. Siempre y cuando el rey no muera, Cormyr superará esta crisis al igual que ha superado tantas otras. Incluso un rey postrado en cama durante años nos libraría de una guerra civil... espero.

—Hay más esperanza en ti, de la que yo tengo —admitió Huldyl, melancólico—. Y...

Fuera lo que fuese que pretendía decir, se perdió para siempre cuando una solitaria figura enfundada en plata y azul, que andaba con cierta dificultad, caminó agotada por el recibidor hacia ellos. Era la clérigo de Tymora, Gwennath, que venía de los aposentos reales. Estaba tan pálida como las piezas de ajedrez con que jugaba Kurthryn.

Los magos guerreros cruzaron la mirada, y Kurthryn le tendió la mano.

—¿Señora? ¿Hay algo que podamos hacer por usted?

—Rezad —dijo la clérigo con voz temblorosa—. Rezad por mí... y por él... y también por el reino. He fracasado. El barón Thomdor ha muerto.

Cogió la mano que le tendían, se echó a llorar y se alejó caminando, hecha un mar de lágrimas, dispuesta a rezar a Tymora.

Los dos magos intercambiaron una mirada de preocupación.

—Jaque —dijo amargamente Huldyl, moviendo su jinete murciélago hasta una casilla donde amenazaba al rey de Kurthryn.

Kurthryn, lentamente, extendió la mano y tumbó a Galaghard sobre el tablero en un gesto de rendición.

—Será mejor que vayamos a echar un vistazo —dijo, cansado. Ambos se levantaron agitando las túnicas y se alejaron por el recibidor. Aunque no caminaron con parsimonia, tampoco fueron corriendo, ya no había razón para ello.

Una vez que hubieron desaparecido, la reina de piedra lunar que había resultado tan extraña al tacto de Kurthryn pareció temblar, cambió ligeramente de posición y, después, se fundió lentamente como un jarabe deslizándose por el lado del tablero hasta derramarse por el suelo, lugar que escogió para erguirse de nuevo a una velocidad terrorífica, hasta convertirse en... una mujer de traje oscuro y corto que revelaba sus formas. Llevaba colgado de una cinta negra, alrededor del cuello, un guardapelo, tenía un cabello como la miel y unos ojos parecidos a dos teas ardientes.

Emthrara la Arpista, que junto a Laspeera había desentrañado los secretos del abraxus, abrió el puño derecho. En la mano tenía una pieza blanca de ajedrez, la reina que había sido. La colocó en la casilla correspondiente y murmuró:

—Jaque mate, buenos señores. —Y acto seguido se dirigió hacia una de las paredes de la antecámara, donde con hábiles dedos palpó, empujó y finalmente abrió una puerta oculta en la pared. Sin mirar atrás, se deslizó en la oscuridad que surgió ante ella y desapareció. La puerta se cerró al entrar con un ruido metálico imperceptible, dejando la habitación oscura y vacía. En aquella parte de palacio, de nuevo, no reinó más que la quietud de una tumba.

20
La batalla de los Señores Brujos

Año de la Espada Sedienta

(900 del Calendario de los Valles)

No disponían de tiempo para celebrar aquella reunión, pensó Aosinin Truesilver, pero tampoco podían permitirse el lujo de prescindir de ella. Por derecho propio, el rey Galaghard, la nobleza de su corte y el mago supremo Thanderahast debían atender hasta el último detalle el asalto que habían planeado para la mañana siguiente. Sin embargo se trataba de los elfos, y éstos exigían una atención inmediata.

Su aparición resultó ominosa y enérgica. Durante los últimos tres meses, la Gloria de Cormyr, el ejército del rey, se había enfrentado, y derrotado, a las huestes de los Señores Brujos una y otra vez. En los vados de Wheloon, en el templo olvidado, en Juniril y de nuevo en el Cruce de la Mantícora, siempre arrasaron la posición de los Señores Brujos y desorganizaron sus tropas de no-muertos, que acabaron pisoteadas por los cascos de los poderosos caballos de Cormyr. Sin embargo, el enemigo había vuelto, una y otra vez, a levantar más y más muertos.

Los Señores Brujos, los nigromantes más poderosos, huían de cada batalla, se escurrían para reagrupar sus fuerzas, compuestas por combatientes recién desenterrados. La Gloria de Cormyr había agotado por fin los suministros, pero había logrado arrinconar a los mercenarios humanos supervivientes y a las tropas de leva de los Señores Brujos contra las márgenes occidentales de la Vasta Ciénaga. Una victoria allí supondría la desaparición definitiva de su poder sobre Cormyr y libraría de su amenaza la mitad oriental del reino.

En vísperas de la batalla llegó un jinete con noticias de que un gran pabellón había aparecido de pronto en la retaguardia de las fuerzas del rey. Los chapiteles verdes y dorados se alzaban como montañas vírgenes en la oscuridad, iluminados en su interior con una luz propia.

No se trataba simplemente de elfos de los bosques, quienes siempre habían deambulado por el reino, sobre todo desde la caída de su reino. Eran elfos nobles, los primeros en llegar a Cormyr desde la caída de Myth Drannor. Nobles elfos que exigían la celebración de una entrevista.

—No podrían haber elegido un momento más inoportuno —masculló Thanderahast al acercarse a la entrada. A excepción del mago, todos los que componían la discreta comitiva de cormytas se acercaron al pabellón enfundados en la armadura de combate, incluido el rey, el sacerdote supremo de Helm y diversos nobles, Aosinin Truesilver entre ellos, primo del rey.

—¿Y? Si nos negamos a entrevistarnos con ellos, nos arriesgamos a encontrar mañana sus fuerzas alineadas junto a los Señores Brujos —dijo el rey en voz baja.

—No llaméis al mal tiempo, majestad —dijo uno de los Dauntinghorn—. Los elfos siempre se han mostrado traicioneros. No hará ni quince inviernos rechazaron a los sembianos y a sus mercenarios de Chondatha en la Batalla de las Saetas Cantarinas, pese a la caída de Myth Drannor.

—No diga tonterías —respondió el mago—. Los sembianos estaban deforestando sistemáticamente los territorios élficos, creyendo que al haber perdido sus ciudades encontrarían al Elfo debilitado. El poder del Elfo nunca ha residido en las ciudades, sino en el bosque. Y ahora muérdase la lengua, que el oído del Elfo es tan agudo como fina es su piel.

Uno de los Illance hizo un chiste al respecto sobre lo puntiagudas que eran las orejas de los elfos, pero no tardó en ser reprendido por sus compañeros. El grupo accedió al pabellón.

Reinaba en el interior una atmósfera fantasmagórica, etérea. Había elfos en todas partes, recostados sobre amplios cojines. Sorbían de vasos aflautados que contenían líquidos desconocidos para ellos, observando la irrupción de los humanos como quien mira al perro que se entromete entre las piernas de los convidados a un banquete. Entonces los elfos volvieron a concentrar la atención en sus cosas. En la distancia, alguien tocaba una melodía triste al laúd, al que se unía una voz transparente y hechizante que apenas alcanzaron a percibir.

La gran estancia del pabellón estaba prácticamente vacía. Un par de guardias permanecían de pie ante la entrada, enfundados en una cota de malla antigua pero de hermosa factura. Al otro lado de la estancia vieron el muñón retorcido de un árbol antiguo, el trono viviente en el que había tres asientos esculpidos. Dos de ellos estaban vacíos. El tercero, el de la derecha, estaba ocupado por una solitaria y cadavérica figura.

Aosinin fue a tirar de su espada, al creer que se encontraba frente a uno de los Señores Brujos, y que habían caído en una trampa. Tan sólo se relajó al percatarse de que la figura correspondía a un elfo... aunque al parecer era uno muy anciano.

La figura del trono estaba cubierta de la cabeza a los pies con una armadura de malla, cuyos anillos eran de tan preciosa factura como la mejor que pudiera encontrarse en toda Suzail, por muy hábiles que fueran las manos del herrero enano que la forjara. Su diseño, como el de las cotas que lucían los guardias, era arcaico, y buena parte de los anillos parecían muy desgastados por el uso. El elfo tenía un rostro alargado, hundidas las mejillas y los ojos, y su pelo plateado, el poco que le quedaba, caía sobre sus hombros desde una frente con unas profundas entradas.

Aosinin jamás había visto a un elfo tan anciano. Y, sin embargo, había en él un aire familiar... como en el mago Thanderahast. Al igual que había algo que resultaba familiar en los movimientos fluidos del elfo, en la elegancia de su... En fin, después de todo era prácticamente inmortal, supuso Aosinin.

El señor elfo esperó a que toda la comitiva real llegara al pie del trono antes de hablar. Su voz sonó como las palabras de un libro antiguo, que alguien hubiera abierto después de un siglo.

—¿De modo que éstos son los descendientes de Ondeth y Faerlthann? No sé por qué, pero esperaba algo más.

—Soy el rey Galaghard Tercero, noble entre nobles de la tierra de Cormyr, llamado País de los Bosques, Bosques del Lobo y Tierra del Dragón Púrpura —respondió el rey, dando un paso al frente—. Éste es mi mago, Thanderahast, descendiente de Baerauble y el hombre más poderoso de la corte.

El elfo observó a los humanos durante un largo minuto, y Aosinin se preguntó si aquellos señores elfos serían capaces de invocar una magia mortífera sin parpadear siquiera.

—Soy Othorion Keove —se presentó, por fin, el elfo—, último descendiente de la casa de Iliphar Nelnueve, Señor de los Cetros. ¿Os acordáis de mí?

—Conocemos las hazañas del gran Iliphar, y la coronación de Faerlthann hará casi nueve siglos —respondió Thanderahast, dando un paso al frente—. Me temo que hemos perdido buena parte de los documentos de su corte, pero os damos la bienvenida de nuevo a Cormyr.

—¿Desciendes del viejo Baerauble, el amigo de los elfos? —preguntó el elfo, mirando fijamente al mago, con rostro inexpresivo—. La sangre se diluye, según veo, aunque diría que algo de magia sí corre por tus venas, y te permitirá tener una larga vida, igual que a Baerauble.

En lugar de responder, el mago optó por hacer caso omiso de la burla implícita en aquel comentario.

—La misma magia que probablemente corra por sus nobles venas, señor elfo. Me sorprende ver a alguien tan anciano como usted, lejos del hogar que los elfos tienen en Siempre Unidos.

—He resistido la llamada de la bella Evermeet por espacio de algunos años —respondió el elfo, haciendo un gesto de asentimiento—, para enfrentarme a las incursiones humanas, luchar contra las criaturas de las profundidades que reclamaron Myth Drannor y, últimamente, luchar contra los sureños que osaron talar nuestros bosques.

—¿Me permite preguntarle qué lo ha traído aquí, señor elfo? —preguntó el rey Galaghard, dando un paso al frente.

—Se me ocurrió disfrutar de una jornada de caza —respondió éste—. Decidme, ¿aún corre por aquí el búfalo de los bosques?

—Me temo que no, oh venerable Othorion —respondió Thanderahast, adelantándose al rey—. Hace tiempo que desaparecieron.

—¿Osos lechuza gigantes, pues? —sugirió el noble elfo—. ¿Pumas, otros felinos quizá?

—Tampoco, señor elfo —replicó el mago.

—No parece que os hayáis esmerado demasiado en el cuidado de nuestras tierras —dijo Othorion, observando fríamente a los humanos.

—Cuidamos de la tierra lo mejor que podemos —respondió el rey—. Aún hay bosques inmensos en Cormyr, y no puede decirse lo mismo de la vecina Sembia; hay árboles aquí de cuando su Señor de los Cetros estuvo por última vez. Los territorios deforestados son modestos, pero nos han servido bien e igualmente los hemos atendido y cuidado. —Thanderahast quiso hablar, pero el rey no le dio ocasión al añadir—: Hemos defendido esta tierra de dragones y orcos, de piratas y malignos hechiceros. Mañana por la mañana emprenderemos la última batalla contra las fuerzas maléficas de los nigromantes Señores Brujos. Hemos protegido esta tierra y a sus gentes porque tiempo ha así se lo prometimos a su señor. No hay ningún motivo para tener que disculparnos ante ningún elfo, por muy noble que éste sea.

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