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Authors: Jeff Grubb Ed Greenwood

Cormyr (45 page)

BOOK: Cormyr
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Aosinin creyó entrever un amago de sonrisa en el rostro del elfo.

—Veo que la sangre de Faerlthann aún corre por las venas de sus descendientes sin haber perdido aplomo con el paso de los años. Vuestro primer soberano estaba hecho de ese temple y sus palabras eran afiladas como la hoja de una daga, mientras que, por el contrario, las de Baerauble eran engañosas y falsas. Me complace comprobar que las amenazas y el habla directa, al menos, no han desaparecido. ¿Acaso no me permitiréis cazar en vuestros bosques?

—Sea bienvenido, Othorion Keove —se apresuró a decir el rey—. Bienvenido como un viejo amigo de esta tierra. Me disculpo por carecer de cierto número de criaturas peligrosas para su disfrute. Tan sólo le pido que no moleste a ninguno de los ciudadanos de estas tierras y, por supuesto, que no les haga ningún daño. Ellos, al igual que la tierra, están bajo mi cuidado, y me veo obligado a velar por su bienestar.

El elfo asintió silencioso, antes de que el rey continuara.

—Y ahora, si disculpa usted tanto a un servidor como a los míos, me temo que debemos prepararnos para nuestra jornada de caza particular. Median escasas horas hasta que llegue el momento, y debemos sacarles el máximo provecho.

El señor elfo asintió y levantó lentamente una mano a modo de despedida.

—Para la batalla de mañana, oh señor elfo... —añadió Thanderahast—, quizá podríamos aprovechar cualquier clase de ayuda que tuviera usted a bien proporcionarnos.

Una sonrisa glacial se dibujó en los labios de Othorion.

—El representante de los Señores Brujos ha estado aquí para insinuarme precisamente lo mismo, petición que no ha dudado en acompañar de amenazas veladas y promesas imposibles. Voy a responderle con las mismas palabras que le dije a él: he venido a cazar. Sin embargo, él sí me dio un mensaje para ti, hijo de Baerauble. Dijo que Luthax te envía sus saludos.

El mago palideció, y todos observaron que estaba tenso como la cuerda de un arco. Entonces se inclinó y se reunió con los demás, que ya abandonaban la tienda. Ninguno de los elfos prestó a los humanos vestidos de armadura la menor atención.

La cabalgata de regreso estuvo protagonizada por toda suerte de discusiones susurradas. No hablaron de elfos, sino de la batalla que se avecinaba. Marsember había enviado la infantería que tanto necesitaban, fresca pero sin experiencia. Los situarían en el flanco izquierdo. Los veteranos Dragones Púrpura formarían en el derecho, respaldados por los aprendices de Thanderahast. Arabel también había enviado tropas, pero incluso en su marcha era perceptible su indisciplina, tanta que era imposible confiar en ellas. Alimentarían las formaciones con milicia ya bregada en combate procedente de Suzail, y la colocarían en el centro, cerca del rey y de la vanguardia principal. Aquellos nobles que carecieran de unidades específicas para liderar, montarían a caballo y acudirían a la batalla flanqueando a las fuerzas del rey, a retaguardia de las tropas del centro.

Volvieron al campamento, donde no había sucedido nada importante, aunque se había registrado cierta actividad y se habían encendido hogueras en los campamentos de los Señores Brujos. Trasgos y orcos al servicio de los nigromantes preferían luchar al amparo de la oscuridad, pero la presencia de tropas humanas no les dejaba otra alternativa que esperar al amanecer.

Los nobles se congregaron para confirmar por última vez el plan de batalla, y después se separaron para pasar la noche. Aquellos que tenían a su mando unidades propias regresaron a sus campamentos, mientras que los magos se retiraron a meditar. Poco después, sólo quedaba un puñado de ellos.

El rey Galaghard guardó silencio durante casi todo el tiempo desde el regreso del campamento de los elfos; escatimaba las palabras como si de su fuerza se tratara, incluso cuando sólo estuvo rodeado por los más íntimos.

—Quiero comprobar el perímetro una última vez. Truesilver, acompáñame —dijo el rey, levantándose.

Aosinin recorrió junto al rey en silencio aquel terreno de tierra dura.

—Primo, ¿quién es Luthax? —le preguntó, Truesilver, sin poder contenerse ni un segundo más.

El rey paseó la mirada a lo largo y ancho del mismo valle que, al amanecer, se convertiría en campo de batalla. Diversos fuegos mordían con sus llamas la noche en el campamento de los Señores Brujos, y pudo imaginar a los orcos, los ogros y los trolls danzar alrededor de las llamas.

—Luthax es un antiguo rival de Thanderahast, creo, de antes incluso de que fuera nombrado mago supremo del reino.

—No puedo imaginar que nada que se remonte a esa época siga en pie, vivito y coleando —dijo Aosinin.

—Los magos viven varios siglos —sonrió Galaghard, al amparo de una oscuridad tan sólo horadada por la luz de la luna—, y sus rivalidades mucho más. Me preocupa que el mago pueda olvidar su lealtad a la corona en el fragor de la batalla, sobre todo cuando un viejo enemigo se ha unido a los Señores Brujos. Sin embargo, hay seres en Faerun mucho más antiguos que Thanderahast, primo. Por ejemplo, sin ir más lejos, ahí tienes a ese señor elfo. Él cazaba en estas tierras antes de que llegaran nuestros ancestros.

—No sabía que los elfos vivieran tanto.

—Y no andabas errado —respondió el rey—. Creo que posee algo de la misma magia que mantiene a Thanderahast y a otros magos en pie durante siglos. Y mira, el señor elfo creía que al regresar lo encontraría todo como lo dejó: bosques en lugar de campos, monstruos en lugar de ganado, árboles en lugar de casas. Eso me preocupa.

—¿Os preocupa, sire? —preguntó Aosinin.

Pasaron junto a un guardia. Se cruzaron los saludos de rigor, y Galaghard prosiguió en cuanto el guardia ya no pudo oírlos.

—Todo cuanto hemos logrado, todo cuanto hemos construido, lo hemos hecho a lo largo de su vida. Si mañana fracasamos, si los nigromantes nos vencen, ¿quedará algo de nosotros al cabo de novecientos años? ¿Reclamarán los bosques el terreno perdido? ¿Anidarán los monstruos en nuestras ruinas, sin que nadie recuerde quiénes fuimos?

—No fracasaremos mañana, sire —se apresuró a decir Aosinin, sin saber qué otra cosa podía decir.

—Llevamos tres meses de campaña —dijo el rey—, tres meses de vivir montados en la silla del caballo, durmiendo con la armadura puesta. Si mañana perdemos la batalla, ¿crees que no habría preferido pasar estos últimos tres meses con mi esposa, con el pequeño Rhiigard, con Tanalar y Kathla? Y, a la larga, ¿qué importancia tiene que sea uno u otro quien rija los destinos de Cormyr?

Aosinin guardó silencio. Al parecer Thanderahast no era el único trastocado por la reaparición del señor elfo.

—No fracasaremos, mi señor —repitió—. Sabéis que contáis con la lealtad de hasta el último de los cormytas de cara a la batalla de mañana. Miran en vuestra dirección en busca de apoyo, de liderazgo. ¡Si demostráis estar seguro de vuestra suerte, serían capaces de seguiros hasta el mismísimo Abismo!

—Pero ¿y si no estoy seguro? —preguntó el rey—. ¿Y si me siento cansado y poco convencido de cuál será el próximo paso? Decidme, primo.

—Entonces no me apartaré de vuestro lado, primo —replicó Aosinin—, y os recordaré que tenéis el deber de proteger la tierra de Cormyr. Si fracasamos, ningún período de tiempo podrá erradicar la maldición de los Señores Brujos. Y yo os recordaré lo convencido que estoy de que sabéis lo que hacéis.

Pasaron junto al último de los centinelas. Apenas era un muchacho, pero se cuadró en cuanto vio acercarse al rey, y saludó tieso como un palo. Aosinin vio el brillo en la mirada del joven, iluminada por el fuego que lo calentaba en su guardia. Era orgullo y respeto lo que reflejaba aquella mirada.

Aosinin se volvió hacia el rey. Las facciones de Galaghard quedaron iluminadas por las llamas. Apretaba la mandíbula, y su mirada también ardía febril. Finalmente, obsequió al joven con una sonrisa paternal.

Los hombres lo seguirían, y eso era muy importante, pensó Aosinin. Después de la batalla, el rey se retirará a su hogar, al solaz de la familia, y descansará después de tantas preocupaciones. Claro que si mañana fracasaban, ya no tendrían por qué preocuparse más.

Quizás el amanecer madrugó demasiado para Aosinin y compañía. Con los primeros matices rojizos, dibujados en el cielo oriental, los escuderos se levantaron dispuestos a despertar a sus señores y a las tropas, que tampoco habían disfrutado de un sueño reparador, pues habían estado reparando las cotas de malla, los cueros y arreos de los caballos, cuando no afilando la hoja de sus aceros, conscientes de que para algunos de ellos aquel amanecer sería el último.

Los escuderos llevaron las armaduras de combate a Aosinin y a los demás nobles, para después ayudarlos a enfundarse en ellas; toda la valía Cormyr quedaba encajada en ellas, entre placas de un metal que cubría las piernas, las cinturas y los torsos, mientras que una combinación de malla y metal enfundaba los brazos y la cabeza. Aosinin escogió el yelmo que le permitía llevar la cara al descubierto, al igual que hizo Galaghard. Pese al riesgo que suponían las flechas enemigas, era necesario que las tropas vieran al rey, y Aosinin y el resto de la familia real no estaban dispuestos a permitir que el rey aceptara correr con un riesgo que no fuera compartido por ellos.

Procedente del otro lado del valle, se alzó un rumor de tambores y cuernos. El enemigo también se aprestaba para el combate.

El contorno del sol rompía el horizonte cuando las tropas de Cormyr formaron las líneas de batalla. Diversos patriarcas de Helm el Observador recorrieron las líneas, cada uno acompañado por un acólito y un cubo de agua bendita. Cada patriarca hundiría la maza agujereada en el agua, con tal de poder rociar con ella a las tropas expectantes, bendiciéndolas en masa con las Lágrimas del dios Helm.

Aosinin había montado su caballo pardo. Era un animal fuerte cubierto con una barda de placas metálicas más resistentes que las suyas. Su escudero lo aseguró a los estribos, y ató todas las correas habidas y por haber, antes de retirarse para arreglar lo suyo. Era uno de los jóvenes Dauntinghorn, y marcharía junto a la infantería que apoyaba a las tropas de Arabel.

Los hombres de Arabel parecían nerviosos pero resueltos, pensó Aosinin, dispuestos a probar su valor y a disipar los últimos vestigios del término «rebelde de Arabel». Sin embargo, el miedo parecía pesar sobre sus hombros, un miedo que ni siquiera las bendiciones de Helm el Observador lograron disipar.

Las tropas de Marsember eran descendientes directos de los contrabandistas y piratas que habían fundado y refundado aquella ciudad pantanosa e independiente. Parecían muy capaces de llevarse por delante a los Señores Brujos con una mano atada a la espalda. Estaba claro que si el rey permanecía indeciso un solo minuto más, eso sería precisamente lo que harían, con o sin su consentimiento.

Los magos hicieron señales confirmando que habían completado sus hechizos preparatorios, y Thanderahast cabalgó hasta reunirse con el rey. El mago montaba un poni, que a aquellas alturas era veterano de muchas batallas. Lo habían adiestrado para retirarse en caso de que Thanderahast abandonara la silla, y eso le había permitido sobrevivir a innumerables refriegas.

El rey montaba en su caballo negro de batalla, un magnífico ejemplar cubierto por una barda marfileña. El yelmo que cubría la cabeza del caballo contaba con un cuerno de metal parecido al de un unicornio, y sin duda también el mago de la corte lo había revestido de magia para que protegiera la vida de su jinete. La armadura del propio Galaghard estaba tan pulida que reflejaba los rayos del sol y los despedía a su alrededor como si de un espejo se tratara. En el pecho llevaba pintado el símbolo de Cormyr, el Dragón Púrpura, adoptado oficialmente desde los tiempos del exilio pirata.

A lo largo y ancho del hondo valle se oyeron los cuernos y el tamborileo de los timbales, sonido largo y ominoso que concluiría con una carga. Las tropas de los Señores Brujos no esperarían a que el sol iluminara todo el valle; sus tropas infrahumanas preferían luchar envueltas en las sombras, por lo que no tardarían en moverse.

Hubo un último estruendo de cuernos, momento en que los timbales guardaron silencio. Las huestes de los Señores Brujos rugieron al unísono y cargaron colina abajo. Los trasgos y los orcos trotaban a ambos flancos, y entre las columnas que marchaban a pie destacaban por encima de los demás los capitanes ogros. En el centro iban las tropas humanas, entre las cuales había algunos trolls. No había ni rastro de los Señores Brujos, aunque tampoco se habían enfrentado a ellos en las ocasiones anteriores.

Los marsembianos emprendieron el avance sin esperar las órdenes de los señores nobles que los comandaban, quienes los conminaron a aguantar la posición a voz en cuello. Marliir era el hombre, pensó Aosinin.

El rey levantó la palma de la mano, con la mirada puesta en las líneas de humanos traidores y no-humanos que avanzaban sobre sus posiciones. Si su corazón albergaba alguna duda, ésta no afloró a su rostro. Las fuerzas enemigas habían alcanzado la falda de la colina que los separaba de los de Cormyr, y se disponían a emprender, lentamente, su ascenso.

El rey Galaghard bajó la mano, y los cuernos plateados del ejército cormyta rugieron a modo de respuesta. Como una única criatura, vasta y amorfa, extendida a lo largo de la cima de la colina, la Gloria de Cormyr cargó hacia el valle. Aosinin cabalgaba en la vanguardia principal, junto al mago supremo que montaba el poni. Un joven Skatterhawk, que parecía impaciente, cabalgaba al otro lado de Thanderahast, acompañado por un Thundersword veterano, de mirada resuelta. Al cabalgar, ambos nobles esgrimieron en alto el acero de sus espadas, de modo que reflejase la luz del sol en los ojos del enemigo.

Habían cubierto la mitad de la distancia que los separaba de las líneas enemigas cuando aparecieron los murciélagos. Las torpes criaturas remontaron el vuelo a retaguardia de las líneas enemigas, gigantes cubiertos de pelo de rostro retorcido y piel pálida como la muerte, cuyo nutrido grupo tapó la luz del amanecer. Algunos humanos cabalgaban a lomos de estas bestias, y llevaban yelmos oscuros adornados con cuernos de venado. Eran los lugartenientes de los Señores Brujos.

Sobrevolaron a las tropas marsembianas, arrojando a su paso proyectiles mágicos que trazaron una trayectoria errática, y alcanzaron el terreno que alfombraba el valle en lugar de a las tropas; sin embargo, por cada dos marsembianos que caían, tan sólo uno se levantaba de nuevo.

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