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Authors: Jeff Grubb Ed Greenwood

Cormyr (60 page)

BOOK: Cormyr
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—Podría pedir a algunos nobles que se prestaran voluntarios —se apresuró a responder Vangerdahast—, para someterlos a una prueba. Quienes la superen, serán nombrados para el consejo; quienes no lo hagan, serán rechazados.

—Una prueba —dijo Aunadar, sombrío—. Sin duda se tratará de alguna empresa peligrosa. O quizás un duelo mágico, mano a mano con el mago de Cormyr.

—Acabáis de hacer dos propuestas a cual más interesante —se mostró de acuerdo el mago, satisfecho—. ¿Cuál de ellas preferiría usted?

—¡Deje de tomarme el pelo de una vez por todas, mago! —exclamó Aunadar, irritado—. Vamos a ver, digamos que aceptamos su capacidad de nombrar a los miembros del consejo, que éste se forma por fin y que rechazan alguna de sus propuestas por cualquier razón... Entonces, ¿qué?

—Obedeceré sus deseos —replicó Vangerdahast—, pero continuaré formulando la política del reino. Deben actuar como un freno sobre mis decisiones y las de la princesa que tenga bajo mi tutela, pero en ningún momento los consideraremos nuestros amos. Es más, rechazar alguna de mis propuestas no perjudicará la posición de la princesa, ni me obligará a abandonar el cargo como mago supremo de Cormyr.

Aunadar asintió lentamente mientras se acariciaba la barbilla.

—Creo que podremos llegar a un acuerdo —dijo como si rumiara las palabras—. Dígame, ¿qué opinión le merece la existencia de este consejo?

—Es una buena idea —respondió el mago—. Ya era hora de que parte de nuestra nobleza se enfrentara a las decisiones que debe adoptar un monarca, en lugar de considerarlas cosa hecha, o saber de ellas por otras personas. Eso les impedirá seguir mirándose el ombligo.

—¿Qué? —exclamó Aunadar.

—No grite de esa forma, joven Bleth —dijo el mago, levantando la palma de la mano—. Ha sido usted quien me ha pedido mi opinión y quien quería hablar sin tapujos, ¿recuerda? —Movió un dedo, señalando al noble—. Además, me gustaría saber qué responde a una pregunta.

—¿Qué pregunta es ésa? —inquirió Aunadar Bleth, visiblemente molesto.

—Una vez aprobados el consejo y la regencia, digamos que ambos se desenvuelven con mayor o menor soltura... —El mago se inclinó hacia adelante para clavar en Bleth una mirada inquisitiva—. ¿Qué sucedería si, al cabo de cinco años, Tanalasta no fuera más capaz que ahora de asumir las riendas del poder?

—¿Y quién juzgará tal cosa? —replicó Aunadar en voz baja—. Ambos sabemos que nunca dará la talla, al menos a ojos de usted, de lo que debería ser un monarca cormyta.

—Me asombra su capacidad para saber lo que pensaremos usted y yo dentro de cinco inviernos —respondió secamente Vangerdahast—. Ahora entiendo por qué hasta el último noble del reino cree saber exactamente cómo gobernar Cormyr.

—Según parece, no pierde usted oportunidad de demostrar su superioridad, ante los idiotas que los dioses han dispuesto a su alrededor —dijo Aunadar Bleth, profiriendo un suspiro y dejando el vaso encima de la mesa.

—Es un estilo como cualquier otro —replicó el mago, a punto de sonreír.

—En respuesta a su pregunta —dijo bruscamente el joven noble, haciendo un gesto de negación y profiriendo otro suspiro—, el consejo cuidará que la princesa de la corona ascienda al trono sea como sea, proclamándolo a los cuatro vientos por todo el reino. Dudo que incluso un mago supremo como usted dure mucho si hasta el último habitante se alza en armas en su contra. No importa dónde pueda dormir, siempre habrá un leñador, un granjero o la esposa de alguien dispuesto a matarlo con cualquier cosa que tenga a mano; todo con tal de quitarlo de en medio. —Vangerdahast enarcó las cejas, pero guardó silencio. El joven noble esbozó una sonrisa triunfal y añadió—: Una cosa más. Sé que uno de los tesoros de los Obarskyr es un objeto que protege la mente de quien lo lleva de cualquier influencia ejercida por la hechicería. Quiero que Tanalasta lo lleve siempre encima, y quiero que sea antes examinado por un mago neutral, alguien que no pertenezca al reino, para así asegurarnos de que nadie ha alterado su naturaleza. Quiero que averigüe y comparta con los miembros del consejo las limitaciones de sus poderes, y quiero encantamientos que dupliquen los poderes que puedan poseer los objetos que lleven todos y cada uno de los miembros del consejo, incluido el mío. Me temo que, al ser yo uno de esos jóvenes nobles arrogantes de los que tanto habla, no encuentro, por más que la busco, la forma de relacionar las palabras «mago» y «confianza». —Sonrió a Vangerdahast con sorna, y volvió a coger el vaso—. ¿Le apetece beber algo?

—De un tiempo a esta parte —dijo el mago, después de rechazar el ofrecimiento de Aunadar con un gesto—, todo el mundo parece decidido a comprar el veneno en Puerta Oeste, y sus habitantes siempre salan demasiado las cosas, para que la gente esté sedienta.

Aunadar apretó la mandíbula.

—No me gusta nada eso que está diciendo, mago —dijo Aunadar, apretando la mandíbula.

—Lo que pueda gustarle o desagradarle a usted carece de importancia, noble —repuso Vangerdahast—. Intento gobernar el reino, no ganar ninguna competición de popularidad entre los niños de las familias nobles.

—Sí —dijo en voz baja Bleth—, precisamente eso es lo que intenta hacer... gobernar el reino. Y por el bien del reino me he propuesto poner coto a sus intrigas. Hace demasiado tiempo que los magos manejan las vidas del prójimo en Cormyr.

—Ah, qué gran frase, sin duda la más grandilocuente de todas: «Por el bien del reino». Eso puede incluir de todo, desde el asesinato sin más al envenenamiento, prender fuego a edificios, abocar el país a una guerra o dar rienda suelta a una plaga. —Dijo el mago, en tono incisivo—. Cuando alguien asegura que está actuando por el bien del reino, lo único que sabemos de él es que es un idiota redomado o un villano egocéntrico. ¿Cuál de los dos papeles representa usted?

—Confío en que aprendió usted la lección de nuestra última regencia, durante la cual el regente, que había asumido el cargo de acuerdo con la legalidad, se negó a cederlo cuando llegó el momento de hacerlo —respondió Aunadar, dando un paso al frente y contrayendo las aletas de la nariz.

—Oh, sí, cómo no —replicó el mago, apenas en un hilo de voz—. Tuve ocasión de vivirlo en mis propias carnes. Recuerdo lo sucedido durante la última regencia con total claridad.

Aunadar dio un paso atrás, pálido. En el lugar donde se ocultaba, tras las mirillas rodeadas del fuego ilusorio de la chimenea, Dauneth Marliir sintió cómo un escalofrío recorría su espina dorsal por la misma razón que se había apartado de Vangerdahast: la voz del mago era glacial.

28
Dragones Rojos, Dragones Púrpura

Año de la Roca

(1286 del Calendario de los Valles)

El rey Salember recorrió los salones del castillo Obarskyr gritando para llamar la atención de sus cortesanos, de sus guardias, de la servidumbre. Nadie respondió a sus gritos, y no encontró a nadie arrodillado a la espera de recibir sus órdenes en ninguno de los corredores por los que pasó. Sus pisadas resonaban en los salones de piedra, encontrando un eco en la distancia.

Los guardias habían abandonado sus puestos ante las puertas, los sirvientes ya no estaban en los nichos donde esperaban órdenes, no encontró a los cortesanos en las antesalas. ¿Dónde estaban los escribas, los sanadores, los pajes? ¿Dónde estaba su corte?

No era posible que lo hubieran abandonado, pensó. Cierto que las deserciones estaban a la orden del día, pero había logrado mantener a unos cuantos a raya. Aún podían vencer. Había gobernado el país durante nueve años, y lo había gobernado bien. «¡Cormyr, fuerte como una roca!», gritó como había hecho tantas veces antes al finalizar sus discursos. Al devolverle sus palabras, el eco pareció burlarse de él. ¿Acaso la gente era incapaz de comprender cuánto habían mejorado las cosas con él como regente? Y mejor que hubiera ido todo, de no haber entrado en escena ese príncipe de tres al cuarto, dispuesto a echarlo todo a perder.

La situación se había torcido desde la aparición de ese príncipe advenedizo. El trabajo se descuidó, no se recogieron las cosechas, los tratos quedaron pendientes de una firma. Incluso los proyectos emprendidos en el interior del castillo se suspendieron mucho antes de que huyeran los sirvientes. Los tapices estaban a medio colgar, y cierto que habían descolgado de las paredes los escudos pertenecientes a las familias traidoras, pero estaban en el suelo en lugar de guardados bajo siete llaves. Salember pasó junto a la Doncella Azul, su estatua favorita, tumbada junto al pedestal, esperando a que acudieran los trabajadores para llevarla al lugar que le correspondía. Salember maldijo la pereza de su servidumbre, sin olvidar también su falta de lealtad.

Salember se detuvo ante uno de los ventanales que dominaban la ciudad. El sol desaparecía por el oeste, y la mayor parte de Suzail se extendía ante su mirada, casi oculta por las sombras del atardecer. Vio algunas hogueras en la ciudad, hogueras innecesarias por encontrarse cercano el solsticio de verano. Señalaban los lugares donde su facción se había enfrentado a la de Rhigaerd; el asunto se dirimía entre Rojos y Púrpura, entre quienes servían al legítimo regente y quienes seguían al pretendiente al trono. Las llamas de los edificios le hacían pensar en Dragones Rojos arremetiendo contra la ciudad, mientras el humo que ascendía en espiral le recordaba a los Dragones Púrpura recortados contra un sol moribundo.

Allí fuera, tanto en la ciudad como en el campo que se extendía al otro lado de las murallas, ambas facciones luchaban o se disponían a hacerlo. En las calles de Arabel y de la pantanosa Marsember, en la boscosa Dhedluk y la montañosa Cuerno Alto, todo el territorio sufría las consecuencias de la guerra. Los Dragones Púrpura se habían dividido, con unidades y magos que adoptaban posturas opuestas, según fuera el caso. La Hermandad de los magos guerreros se había fraccionado en un centenar de magos individuales, todos ellos dispuestos a encerrarse en sus torres y cuevas. Incluso las Iglesias —los de Helm, los de Lathander, los de Mystara— formaron en bandos distintos.

Y todo porque había quienes no estaban dispuestos a permitir que el regente siguiera rigiendo, porque querían que entregara el reino al hijo mequetrefe del anterior rey.

Hacía nueve años que había muerto el hermano de Salember, Azoun Tercero del País de los Bosques, dejando a un hijo demasiado joven para regir siquiera una guardería, y mucho menos un reino. Jorunhast ofreció la regencia a Salember, un gobierno temporal hasta que el príncipe de la corona Rhigaerd fuera mayor de edad. Salember ascendió al Trono Dragón, posición que jamás había soñado ocupar.

Había servido durante nueve años, y lo había hecho bien. La gente vivía mejor, las importaciones habían aumentado, y las incursiones de orcos, trasgos, bandidos y dragones iban de capa caída. De modo que después de nueve años, no era tan extraño mantener la misma mano firme al timón del reino.

Pero no; los tradicionalistas, los monárquicos, los leguleyos de tres al cuarto, incapaces de modificar las normas, se habían opuesto. Rhigaerd había exigido la corona, y después había buscado refugio en los bosques, para liderar sus tropas. Había asumido la insignia del Dragón Púrpura, y se había llevado con él a unos cuantos hombres. Salember luchaba con la insignia de un Dragón Rojo, el color de la batalla, de la sangre, el color que había enarbolado en las almenas del castillo.

Salember se quitó la pesada corona y la depositó en el alféizar del ventanal. Había asumido la corona de Palaghard, que ya tenía un siglo de antigüedad, como la suya propia, y su estructura con gemas incrustadas, ornamentada, pesaba demasiado.

Suspiró. Cuando aplastaran a los Púrpura, quizá pudiera recuperar la antigua corona de las criptas. Sí, eso es lo que haría cuando los rebeldes Púrpura quedaran reducidos a la nada, y Rhigaerd abandonara para siempre el agujero en el que se había escondido. Cuando destruyeran a los Púrpura de Rhigaerd, todas las piezas volverían a encajar en su lugar. Finalmente, el reino de Cormyr recuperaría la normalidad, y podría mirar hacia adelante y hacer de aquella tierra un lugar aún más fuerte. «Cormyr, fuerte como una roca», masculló, descargando un puñetazo lento y suave sobre el alféizar. Debía ser cuidadoso como el gigante de las tormentas, o de lo contrario su fuerza bastaría para romper todo lo que más quería en el mundo.

Un sonido lejano reverberó en el recibidor, un golpe seco que encontró un eco a través de los salones y las estancias vacías.

—¿Jorunhast? ¿Eres tú? —preguntó el Rey Dragón Rojo.

La Doncella Azul le devolvió la mirada, tranquila, imperturbable, tumbada en el suelo como estaba, junto al plinto adonde él había ordenado subirla. ¿Cuánto hacía de ello? ¿Diez días? Se trataba de una doncella de tamaño real, esculpida en liso cristal azul, que permanecía sentada esperando al dragón que iba a devorarla, según decían los sabios. También había quien aseguraba que tenía las manos demasiado grandes, igual que los pies, pero a Salember le gustaba su coraje, su fortaleza para sentarse desnuda, salvo por una capa con la que intentaba cubrirse, esperando su final. Era la clase de espíritu que más cormytas deberían tener. Además, los sabios decían que la doncella estaba unida a la buena suerte de la familia Obarskyr y que su voluntad era inquebrantable, que jamás caería en desgracia, que jamás se extraviaría. Tendría que volver a ordenar que la subieran al plinto al que pertenecía, sin mayor dilación. Si al menos algún condenado sirviente respondiera a sus voces...

—¿Jorunhast?

El mago aún estaría en palacio. Estaba atado a la monarquía cormyta igual que un perro, como había sucedido con todos y cada uno de los magos reales, los señores de la magia y los magos del rey que habían servido en el pasado.

¡Sí! Él, Salember, lo había descubierto en los libros que pertenecían a Baerauble: los magos estaban obligados mágicamente a proteger la corona. La mayoría de la gente lo había olvidado, pero no el sabio y viejo Salember. Sucediera lo que sucediese, podía contar con el mago real.

Sin embargo, la voz de Salember recorrió las salas sin obtener respuesta.

Cobardes, pensó Salember. No tenían fuego en las entrañas, ni pasión en el corazón para luchar como unos verdaderos caballeros. Todos esos Dauntinghorn, los Marliir, los Wyvernspur, retirados en sus posesiones alejadas de la capital, esperando a que pasara la tormenta. ¡Los Truesilver, los Crownsilver, los Huntsilver! ¡Eran primos tanto suyos como de Rhigaerd y, sin embargo, no dejaban de repetir sus votos de lealtad, erraban y hablaban remilgados cuando se les pedía tropas, ayuda!

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