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Authors: Jeff Grubb Ed Greenwood

Cormyr (59 page)

BOOK: Cormyr
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—Muchacho, lanzar hechizos es lo único que sabemos hacer los magos —respondió Vangerdahast, haciendo un gesto para quitar hierro al asunto—. Yo de usted, si no me gustara estar presente cuando alguien lance un hechizo, no pediría a ningún mago que se reuniera conmigo como si fuera un sirviente. Y creo que, entre nosotros, yo seré mejor juez de lo que pueda constituir, o no, una falta de respeto. Todas esas amenazas veladas, y sus posturitas, dicen menos en su favor que en el mío, eso si me permite usted utilizar una frase algo manida.

Aunadar apretó la mandíbula, pero soltó la empuñadura de la espada. Adoptó una pose elegante ante el mago, probablemente de forma inconsciente, juzgó el anciano; estos nobles jóvenes y musculosos del tres al cuarto hacían ese tipo de cosas a la menor oportunidad.

—A ser posible —dijo Aunadar—, me gustaría olvidar toda suerte de esgrima entre nosotros, ya sea verbal o física, durante la próxima media hora.

Vangerdahast enarcó una ceja e hizo un gesto indicándole que podía continuar cuando quisiera. El mago escucharía lo que tuviera que decirle. También Aunadar enarcó una ceja, aunque sólo fuera para estar a la altura del otro.

—Estamos dispuestos a aceptarlo como regente del reino si, y sólo si, se compromete a respetar ciertas condiciones —dijo el joven noble.

—¿«Nosotros»? ¿Se refiere usted a la princesa? ¡Seguro que no, no sin contar con ningún escrito suyo o un heraldo! ¿O se refiere a su padre y a sus hermanos mayores, Faern y Dlothtar? ¿O a toda la familia Bleth?

—Hablo en mi nombre —volvió a apretar la mandíbula— y en el de los nobles, pertenezcan o no a mi familia, que están de acuerdo conmigo en este asunto. Tenga la seguridad de que puedo contar con el apoyo de muchos más nobles de Cormyr que cualquier otra persona en todo el reino, incluyéndolo a usted mismo, señor mío. ¿Quiere oír mis condiciones o debo informarles de que es usted un tirano enloquecido al que conviene expulsar definitivamente de Faerun?

Vangerdahast esbozó una sonrisa. El joven acababa de referirse a «sus» condiciones, en lugar de a las «nuestras», sin que al parecer hubiera reparado en el error. El mago asintió.

—Claro que quiero oírlas —respondió el mago, haciendo un gesto de asentimiento—. Quizá nosotros podamos llegar a un acuerdo para el buen gobierno futuro del reino.

—¿Brantarra? ¡Estamos aquí!

La pequeña alteración de las luces danzarinas y los remolinos de aire que se desarrollaban ante la mirada del noble aumentaron su intensidad hasta convertirse en dos ojos ardientes. Entonces se oyó un suspiro. Se encontraban en el interior de palacio, en una de las innumerables madrigueras que servían de escondrijo. Aquélla en particular no parecía muy transitada, tan sólo vio algunas huellas de botas en el polvo.

La aparición espectral volvió a proferir un suave suspiro, un suspiro femenino. Parecía decir: «¿Acaso todos los nobles de Cormyr están tan nerviosos como niños, rondando por todas partes y susurrando en cada esquina? ¿No tenía otro material con el que trabajar?».

—Me alegro —se limitaron a decir los ojos ardientes. Ante el sonido de su voz, los cinco hombres vestidos de cortesano tensaron sus músculos, y las espadas que tenían desenfundadas brillaron reflejando la luz de las llamas. Todos tragaron saliva o contuvieron el aliento. Entonces, la mujer que se hacía llamar Brantarra, añadió—: ¿Estáis dispuestos a forjar un futuro glorioso para Cormyr y para vosotros?

El más valiente de los nobles, Ensrin Emmarask, que era el primero con quien se había puesto en contacto, dio un paso al frente, inquieto, para acercarse al portal místico.

—Sí, se... señora, lo estamos —tartamudeó.

—En tal caso sostén tu capa bajo mis ojos... ¡pero apártala de ellos!

Ensrin obedeció la orden, y las luces que giraban en un torbellino, y que en aquel momento tenía tan cerca, parecieron escupir algo. Pese a la sorpresa, logró atraparlo con la capa. Rodó por su superficie de un lado a otro, hasta quedar inmóvil: era un rubí tan grande como su pulgar. La luz volvió a parpadear y escupió otra piedra. Antes de que la voz volviera a oírse, había escupido tres piedras más.

—Una para cada uno de vosotros, eso para empezar. Ahora, ganáoslas.

—¿Y cómo, lady Brantarra?

—Id a la capilla que acaban de construir en palacio, donde reza la princesa real Tanalasta. Ella no tardará en ir allí, se arrodillará y rezará. Matadla.

Alguien ahogó un grito, otros tragaron saliva con dificultad. En la habitación, cualquier movimiento delató la inquietud, y las hojas de las espadas parecieron temblar en manos de los nobles.

—¿Matar a la princesa real? —preguntó Ensrin, siendo éste el mayor acto de valor realizado en toda su vida.

—Eso es... y debéis traer la cabeza con vosotros, para ocultarla en el lugar donde nos encontramos la primera vez. Atacad ahora; la princesa debe morir esta misma mañana. Será mejor que lo hagáis en el altar de Tymora, donde la princesa permanecerá arrodillada, lejos de guardias o gongs que puedan dar la alarma. Sólo la acompañará una sacerdotisa. Si os demoráis, recordad que en la sala consagrada a Tyr hay varios monjes guerreros de la Justicia, armados hasta los dientes.

—¡Así se hará, señora! —respondió Ensrin, tembloroso, tragando saliva y levantando el acero a modo de saludo.

—Así se hará —repitieron los demás como un coro desafinado.

Los ojos ígneos posaron la mirada en cada uno de ellos.

—Bien —dijo la voz de Brantarra—. Haced lo que os ordeno, y la riqueza que os prometí será vuestra. Jamás tendréis que volver a empuñar un arma ni hacer nada. ¡Adelante!

Ensrin asintió con decisión y se cubrió el rostro con una máscara negra de seda que sacó de una bolsita colgada del cinturón. Al verlo, los demás imitaron sus movimientos, y la diminuta esfera de luces parpadeantes volvió a suspirar, desapareciendo fundida en la nada.

Cinco enmascarados abandonaron presurosos la habitación, dispuestos a recorrer los corredores oscuros de palacio. Mala suerte para el solitario Dragón Púrpura, que por casualidad dobló una esquina para encontrarlos de frente. Las espadas se alzaron sin titubear contra su rostro y su garganta, y cayó apoyado en la pared, resbalando hasta el suelo sin hacer más ruido que un simple gorgoteo. Al parecer, matar era cosa fácil.

En la habitación oculta donde se habían reunido, las últimas motas de luz desaparecieron por completo cuando algo se movió sobre el armero que había en una esquina. Segundos después, una mujer enfundada en cuero negro, que llevaba un guardapelo cogido de una cinta alrededor de la garganta, se dejó caer al suelo y se dirigió a la puerta. La pesadilla —el hecho de que jóvenes de noble cuna corrieran por palacio con las armas desenvainadas, dispuestos a utilizarlas— había comenzado.

Emthrara corrió por el corredor con la espada desenvainada. Si los dioses le sonreían al menos por una vez, quizá no llegara tarde.

Al doblar la primera esquina, tropezó con el cadáver del Dragón Púrpura. Había alguien arrodillado ante él, que daba la espalda a Emthrara, y se incorporó con cuidado para evitar resbalar en el charco de sangre que se había formado alrededor del cadáver. La Arpista se arrojó sobre aquel hombre espada en alto, dispuesta a matarlo de un solo tajo, antes de que tuviera tiempo de reaccionar.

El hombre se volvió para mirarla y Emthrara lanzó un grito al reconocerlo, con el acero a punto de cubrir la distancia que los separaba.

Él se agachó demasiado tarde. Ella hizo lo posible por corregir la trayectoria del tajo, y en lugar de hundirla en la carne se las apañó para que la hoja alcanzara la esquina de la pared. La espada se clavó con fuerza, dibujando un surco pálido en el mármol.

—¡Rhauligan! —gritó—. Tú no...

—Pues claro que no —dijo el mercader, mirando el cadáver del Dragón Púrpura—. Quienquiera que haya sido, no hace ni unos segundos que ha pasado por aquí. El cuerpo aún está caliente, nadie lo ha descubierto aún.

—Entonces, ¿quién ha sido? —preguntó la Arpista.

—Y lo que es más importante, ¿dónde estará ahora? —preguntó el mercader, que desenvainó de su cinturón un cuchillo de hoja larga y curva—. ¿Qué te parece si buscamos las respuestas a nuestras preguntas?

—Escúcheme, mago —dijo Aunadar, esbozando una sonrisa sibilina—. Yo, y los nobles que están de acuerdo conmigo, así como mi dama la princesa, lo aceptaremos a usted como regente del reino durante un breve período de tiempo, durante el cual contará usted con la princesa en todo momento, y en todas sus decisiones, de manera que pueda aprender de usted cómo gobernar el reino. No aceptaremos una regencia superior a un período de cinco inviernos. ¿Está de acuerdo con esta condición?

—Hasta el momento, sus palabras definen al punto el propósito de una regencia, definición con la que estoy completamente de acuerdo —respondió el mago, haciendo un gesto de asentimiento y esbozando una leve sonrisa—. Pero estoy convencido de que debe de haber otras condiciones.

—Sólo una más —respondió fríamente Aunadar—. Una condición que no constituirá ningún problema para un mago que gusta tan poco de la autoridad, pero sí del consejo. Es necesario que exista un consejo de regencia, constituido por una docena, más o menos, de nobles, con poder de decisión sobre sus decisiones; se necesitarán dos tercios de los votos de la cámara para ratificar o rechazar sus propuestas.

—¿Y quién elegirá a los nobles? ¿Y cómo se podrá destituirlos? —preguntó el mago.

—¿Destituirlos? —preguntó a su vez, ceñudo, Aunadar.

—Si los miembros del consejo no sirven durante períodos limitados y abandonan el cargo, no habrá consejo que valga —respondió enérgicamente Vangerdahast—, sino más bien una docena de reyezuelos. Un reino sometido a semejante caos será ingobernable, y eso es algo que nunca aceptaré.

—¿Se le ocurre alguna alternativa?

—Cada consejero formará parte del consejo por un período no superior a dos años, seguido de otros dos años en los que no podrá tomar parte en él. Cada uno de los consejeros, cada dos años, podrá nombrar un candidato para el consejo, cada señor local podrá proponer a un candidato, al igual que yo, que los señores sabios Alaphondar y Dimswart y que todos los miembros de la familia Obarskyr que sean capaces de ello. Una mayoría simple, y no los dos tercios, bastará para ratificar en el cargo a un candidato para el consejo.

—¿Y si resulta que al votar se ratifican en el cargo a más consejeros que los doce previstos? —preguntó Aunadar, mirándolo fijamente.

—Entonces el consejo tendrá más miembros, al menos temporalmente.

—¿Y si nadie se pone de acuerdo para nombrar al menos a una docena?

—Entonces yo mismo me encargaré de nombrar a una persona para el consejo; el mariscal del reino, o el oficial de mayor antigüedad de los Dragones Púrpura, a otro; ambos sabios nombrarán uno cada uno, y los Obarskyr también, hasta que tengamos la docena, o más. Estos nombramientos serán de carácter obligatorio, no estarán sometidos a ningún tipo de ratificación y sólo las personas propuestas podrán renunciar a ellos.

—¿Mientras el consejo se cruza de brazos? No me parece justo.

—Ah, pero conociendo el destino que se cierne sobre el reino, el consejo tendrá que dar su conformidad sobre algunos candidatos, antes de limitarse a rechazar a todo aquel que se proponga como sucesor.

—Pero ¿y si lo hacen?

—Entonces haré caso omiso de sus decisiones —respondió Vangerdahast, encogiéndose de hombros—, y su capacidad de veto no servirá de nada... tal y como sucederá de todos modos, cuando yo renuncie a la regencia y ponga el trono en manos de un Obarskyr.

—¿Es necesario que nuestro regente sea Obarskyr?

—Si lo que pretendemos es continuar en el Reino de los Bosques, técnicamente la respuesta es sí. Los elfos que cuidaron de estas tierras hace muchos años, los mismos que se las confiaron a los Obarskyr, podrían tener otros planes si descubren que se ha producido un cambio de manos.

—¡Ahórrese los cuentos de hadas, mago! —exclamó Aunadar, burlón—. ¡Seamos serios! ¿De veras me está diciendo que después de todos estos años, los elfos regresarán para reclamar la tierra que hemos gobernado desde hace trece siglos?

Vangerdahast no respondió, y la pregunta quedó suspendida entre ambos durante algunos segundos. Él ya había dado su opinión, y Aunadar ignoraba si el anciano mago decía la verdad, del mismo modo que Bleth ignoraba muchas otras cosas.

El noble clavó la mirada en el fuego de la chimenea, antes de volverse con la elegancia de la que tanto había hecho gala en más de un baile.

—Acordemos, por el momento, como punto abstracto de debate, que aceptamos su punto de vista en lo que respecta a las limitaciones y a los poderes del consejo, así como a la necesidad de que sea alguien de sangre Obarskyr quien nos gobierne. —Sonrió quedo, y se volvió hacia el mago para observarlo expectante—. Dígame, en tal caso, si alguien engendrado por la simiente de un monarca Obarskyr es alguien de sangre Obarskyr.

—Con ello entiendo que se refiere usted a aquellas personas que, según se rumorea, ha engendrado el rey fuera del matrimonio —dijo Vangerdahast sin ambages—. Sí, cierto es que son de sangre Obarskyr y que su puesto en la línea de sucesión depende de su edad, pero siempre detrás de todos los miembros legítimos de la familia Obarskyr. Si un servidor, los sabios, la hechicera Laspeera y diversos clérigos del reino, además de los heraldos que sean menester, nos mostráramos de acuerdo (en caso de que un dictamen tal fuera necesario, y no antes, bajo ningún concepto), repito, si todos nos mostráramos de acuerdo en el linaje de un determinado pretendiente, sí. Sólo nosotros tendremos jurisdicción en la investigación de tales reclamaciones, al contrario que los nobles del consejo, y le advierto a usted, joven señor Bleth, que si en algún momento nos vemos obligados a realizar una investigación de esta naturaleza, hurgaremos de tal modo en el pasado de todo aquel que pueda estar involucrado, y airearemos una cantidad de información tal, información que proclamaremos a los cuatro vientos por todo el reino, además de los detalles concernientes a cualquier nacimiento ilícito en el seno de la familia noble en cuestión —sonrió el mago—, que ningún conejo quedará dentro de la chistera, por decirlo de algún modo.

Aunadar hizo un gesto para restar importancia al comentario del mago.

—Me parece justo. ¿Y quién, desde su punto de vista, debe nombrar nuestro primer consejo?

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