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Authors: Jeff Grubb Ed Greenwood

Cormyr (54 page)

BOOK: Cormyr
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Pero una regencia sembiana sería peor. La presencia establecida de Sembia en la parte occidental de los picos de las Tormentas supondría un estímulo constante para las familias de mercaderes. En cuanto los sembianos tuvieran una de sus ciudades a ese lado de los Tormentas, ¿qué impediría al resto de ciudades y poblaciones —tales como Arabel, cuna de rebeldes— jurar lealtad al oro en lugar de al Trono Dragón?

Después de una serie de conversaciones con el joven rey, Jorunhast había decidido que debían proteger Marsember, y dispuso una ronda de conversaciones con Sembia. Oficialmente se encontraban allí para fijar la frontera exacta que separaba a Cormyr de Sembia, pero la cuestión de la posición de Marsember ensombrecía las decisiones que se debían tomar. Los argumentos de Pryntaler eran claros y directos: una Marsember independiente sería beneficioso para todos, y su destino era esencialmente algo que atañía a la corona de Cormyr, puesto que Marsember se alineaba en la esfera de influencia de Cormyr.

Cada anochecer, después de una dura jornada de negociaciones, regresaban al campamento y Pryntaler explotaba, cada vez con más rabia. En aquel momento caminaba de un lado a otro iluminado por el fuego, igual que un león enjaulado, escupiendo sus argumentos como si fuera puro veneno.

—¡Avaros, leguleyos, ladrones, mercaderes intrigantes! —rugió—. ¿Cómo pudieron mis antepasados tener a semejantes gusanos por vecinos, durante tantos años?

—La mayor parte del tiempo eran de todo, menos vecinos —explicó el mago, armado de paciencia—, y pasaban la mayor parte de ese tiempo enzarzados en puyas con los elfos y los hombres del valle del norte, además de con sus señores de Chondath. Ahora que se han librado de ellos, buscan labrarse su propio futuro.

—Un futuro que incluye territorio cormyta, según parece —repuso Pryntaler—. ¡Quizá deberíamos plantarles cara en batalla, en lugar de perder el tiempo con tanta palabrería!

Los demás nobles reunidos alrededor del fuego vitorearon las palabras del rey, y Jorunhast observó que algunos sirvientes y sus propios escribas mostraban su conformidad. Jorunhast hizo un gesto de incredulidad, sorprendido.

Pryntaler, hijo del rey Palaghard y de la reina guerrera Enchara de Esparin, había crecido hasta convertirse en un joven fuerte y musculoso, a imagen y semejanza de su padre. Tenía los hombros anchos de su padre, y su penetrante mirada azul. No obstante, había heredado de su madre un temperamento fiero, así como su habilidad para hacer hervir la sangre en las venas de sus soldados. Lo cual, por supuesto, era precisamente lo contrario de lo que la situación requería.

Jorunhast profirió un profundo suspiro. Él también había crecido, aunque ello también implicara una cintura cada vez más generosa. Sus hombros seguían tan anchos como siempre, y había logrado mantener a raya el paso del tiempo lo suficiente como para conservar un buen aspecto. Sin embargo, al lado de Pryntaler el mago parecía más bien un panadero o un fraile satisfecho con la vida al servicio de Lathander. Si Pryntaler encendía los ánimos de la tropa, estarían a un paso de la guerra. Jorunhast reparó en que lo que ninguno de sus paisanos parecía capaz de ver: en cualquier disputa que fuera más allá de una sola batalla, el acero cormyta no podía pretender vencer al oro de Sembia.

Jorunhast no achacaba al temperamento heredado de su señor aquellos estallidos de rabia. En cada una de las reuniones mantenidas hasta el momento, los cinco sembianos se comportaban como prestamistas que meditaran la conveniencia de un préstamo, en lugar de diplomáticos reunidos con un soberano. Kodlos era su líder, pero tenía que pedir opinión a sus compañeros antes de decidir qué servir durante el almuerzo. El vulpino Homfast y la buitre de lady Threnka estaban unidos en su lujuria por hacer de Marsember sembiana. El anciano Bennesey era el sabio del grupo y parecía recordar hasta el último tratado, compra y encuentro ocasional celebrado entre ambas naciones. Jollitha Par se sentaba con ellos y no abría la boca mientras lo observaba todo, como una araña montando guardia en mitad de la telaraña.

En ningún momento de las tres jornadas anteriores habían tratado a Pryntaler como a un miembro de la realeza, ni siquiera como a un jefe de Estado. No se dirigían a él empleando el «majestad» o el
sire
. Lo interrumpían a menudo, en el mismo tono que utilizaría un mercader al interrumpir los pensamientos de cualquier aprendiz del oficio. Planteaban preguntas inadecuadas una y otra vez, lo cual obligaba a Jorunhast a comprobar detalles con sus escribas, y después desafiaban la verosimilitud de sus notas mientras el rey permanecía sentado, cada vez más furioso. Jorunhast no creía que buscaban la guerra, pero la forma en que trataban al rey los acercaba más y más a un conflicto armado.

Por su parte, a medida que avanzaban las negociaciones, Pryntaler se volvía más beligerante y tozudo. Ahora se negaba incluso a tratar los asuntos de menor importancia, relativos a las tarifas y exportaciones, limitándose a exponer el punto de vista cormyta y negándose a alcanzar un compromiso. Jorunhast comprendía su estado de ánimo frente a los constantes insultos y desafíos a los hechos y registros históricos de los sembianos, que por otra parte no eran nobles de segunda fila rebeldes o representantes orgullosos de algún lugar cómodamente lejano como, por ejemplo, Thay Aquellos hombres tenían oro a raudales, y no pondrían objeción alguna en enviarlo a Cormyr para moverlo, igual que a cualquier otro lugar. Y si lo enviaban a otro lugar, podían usarlo perfectamente para comprar soldados.

Ninguna de estas observaciones hubiera bastado para apaciguar los ánimos ni de un rey enfadado, ni de sus nobles y guardias.

—Quizá debiéramos levantar el campamento esta misma noche, y volver a Suzail —dijo Jorunhast, aclarándose la garganta—. Creo que los sembianos entenderán el mensaje si no nos encuentran aquí al amanecer.

Pryntaler se detuvo junto al fuego, como si buscara una respuesta en los carbones que ardían. Jorunhast sabía que, pese a su chanza, el rey perdería Marsember si se interrumpían las discusiones en aquel punto.

—Un día más —concedió el rey, levantando la cabeza—. Trataré con esos contables miserables un solo día más. ¡Después verán cómo las gasta la furia del Dragón Púrpura!

Giró sobre sus talones y se perdió en la oscuridad, que apenas alcanzaba a ahuyentar la luz de la luna. Al instante lo siguieron dos de sus nobles, Juarkin y Thessilion Crownsilver, a quienes Pryntaler consideraba sus perros guardianes. Jorunhast los consideraba sus acompañantes y, lo que era más importante, los informadores del mago.

Caminarían hasta la orilla de un lago cercano, y el rey hablaría de lo distintas que eran las cosas respecto al reinado de su padre. Los Crownsilver asentirían y escucharían, con algún que otro gruñido para dar a entender que estaban de acuerdo con sus palabras, hasta que, al cabo de un rato, al monarca se le agotara la saliva y los insultos. Entretanto, los demás nobles, escuderos, escribas y sanadores de la partida real intercambiarían chismes y especularían sobre las medidas que adoptaría el mago Jorunhast para librarlos de aquel brete.

Jorunhast no tenía la menor idea de qué podía hacer para librarlos de aquella situación. Por un lado, simpatizaba con el estado de ánimo del rey. Los sembianos eran una burocracia que carecía de un líder fuerte, y se mostraban tan solapados que lo mismo les hubiera dado tratar con una comunidad de elfos oscuros. Por otra parte, era momento de parlamentar, no de guerrear. Si el rey no podía tratar con los sembianos, la situación amenazaba guerra, si no con Sembia, sería con cualquier otra nación.

El mago real sonrió, pensando en cómo eran en realidad las cosas en tiempos de Palaghard. El padre de Pryntaler casi llevó a la nación a la guerra con la distante Procampur poco después de su coronación, cuando alguien robó la nueva corona forjada para la ocasión. El rey culpó a los joyeros de Procampur, e instruyó al ejército con el objetivo de recuperarla. Finalmente se descubrió al verdadero ladrón, el señor pirata Immurk, y la corona fue recuperada. Era una corona pesada, fea, esculpida en oro puro, que al cabo de unos meses se vio relegada al tesoro familiar, en favor de la más sencilla que siempre habían llevado, la de tres puntas. Sin embargo, aquella corona había estado a punto de costarles una guerra. Quizás ahora la testarudez de los sembianos fuera la causa de un nuevo conflicto.

Jorunhast se levantó, sacudió su túnica y, lentamente, a su aire, fue tras el rey, seguido por uno de sus escribas. Alrededor del fuego, algunas cabezas intercambiaron una inclinación, dando a entender que el mago y el rey conversarían en privado durante un buen rato, y que el mago no tardaría en convencer al Dragón Púrpura de que no abandonara la ronda de negociaciones. A juzgar por las miradas de algunos, aquello no era lo mejor para Cormyr.

Jorunhast descendió lentamente hasta orillas del lago, tanto para disfrutar de la naturaleza como para conceder al rey más tiempo para que se calmara. Los prados se encontraban a las puertas del verano, y a esas horas de la noche hacía una temperatura muy agradable. El camino que lo conducía al lago estaba rodeado por pequeños árboles frutales que formaban un bosque modesto. Hubo un tiempo en que aquello no fue más que un seto, o un bosquecillo plantado para una tardía siembra, pero quienes habían trabajado aquellas tierras hacía tiempo que habían desaparecido, y lo único que habían dejado a su paso eran aquellos árboles. La luna colgaba sobre el horizonte, iluminando el camino, por lo que el mago no tuvo que recurrir a la luz mágica para iluminarse. En las cercanías, las plantas que florecían al anochecer habían abierto ya sus pétalos, y sus suaves fragancias impregnaban el aire cálido de la noche.

Jorunhast se encontraba entre aquellos árboles cuando oyó el rumor de un combate delante de él, a orillas del lago. Gritos humanos se entremezclaban con el entrechocar del acero. Jorunhast echó a correr, mientras su escriba se apresuraba a seguirlo.

Cuando ambos abandonaron los árboles vieron que los dos Crownsilver habían caído, y que el rey estaba trabado en combate con una gorgona metálica. Los flancos de la criatura estaban cubiertos de unas escamas que reflejaron la luz de la luna, y que parecían devolverlos hechos pedazos. Su cabeza enorme estaba envuelta en nubecillas de un vapor verdoso.

—¡Vuelve al campamento y trae a todo el que pueda empuñar un arma, sin olvidar a los clérigos! —ordenó Jorunhast al escriba.

La joven pareció titubear durante un instante, con los ojos clavados en la criatura metálica. Entonces el mago profirió una maldición, haciéndola volver a la realidad. Lo miró brevemente y echó a correr de nuevo por el sendero, en dirección al campamento.

El rey luchaba a la defensiva, tirándose a fondo para lanzar un tajo a la criatura, pero replegándose de inmediato para apartarse también a un lado cuando la bestia atacaba. Sus golpes rebotaron una y otra vez en los lomos de la criatura, y en la oscuridad Jorunhast vio saltar chispas cuando el acero golpeó contra las escamas.

El mago se arrodilló junto a uno de los Crownsilver que había caído. El joven no presentaba heridas, pero tenía el rostro macilento y respiraba con dificultad. Sería veneno. Jorunhast apoyó con cuidado la cabeza del noble en el suelo; poco podía hacer hasta que llegaran los clérigos, y volvió a concentrarse en la suerte del combate.

El rey se estaba agotando, y el monstruo no había recibido el menor daño. De nuevo su majestad volvió a lanzarse a fondo, lanzó un tajo que no tuvo el menor efecto, y esquivó a la retirada, librándose del aliento y los cuernos del monstruo. No era una gorgona, quizá se tratara de algo parecido, pensó el mago. La bestia tenía todo el aspecto de ser capaz de seguir combatiendo cuanto hiciera falta, al contrario que el rey, que tenía empapada la frente en sudor. Pryntaler dirigió una mirada breve y desesperada al mago, antes de esquivar de nuevo a la bestia y apartarse de sus garras emponzoñadas.

Jorunhast observó la secuencia de movimientos que seguía el rey. Sería muy justo, y ni siquiera sabía si su magia afectaría en algo al monstruo mecánico. Sin embargo, no podía esperar más, y los nobles y los caballeros llegarían demasiado tarde si titubeaba.

El mago levantó la mano y empezó a trenzar las hebras de un hechizo, mientras Pryntaler volvía a echarse de nuevo a un lado y cargaba a fondo contra la bestia. Su golpe tuvo el mismo efecto que los demás. Cuando el rey retrocedió de un salto, lejos del veneno que surgía de la cabeza de la criatura, o al menos eso esperó el mago, Jorunhast liberó el conjuro.

Una bola de luz surgió de las yemas de sus dedos y fue a golpear contra la bestia. La descarga de energía golpeó contra el lomo de la criatura y se extendió a lo largo y ancho de sus escamas, como deseoso de encontrar un hueco para infiltrarse en su interior. La gorgona dorada, o lo que fuese, trastabilló un instante, y quedó paralizada como si el golpe la hubiera convertido en piedra.

Pryntaler se agitaba de hombros, exhausto, pero hizo un gesto de asentimiento, agradeciendo al mago su ayuda.

—El monstruo nos esperaba aquí cuando...

Jorunhast levantó la mano, y el rey guardó silencio, intrigado. La gorgona emitía una serie de ruidos metálicos, como si acabara de tragar algo demasiado grande para su mandíbula e intentara aplastarlo.

El mago del reino se acercó a aquella criatura, que seguía tan inmóvil como una piedra. Sí, ya volvía a hacer ese ruido metálico. Ahora podía ver, gracias a la luz de la luna, que no era un ser vivo, sino más bien una especie de golem o autómata con forma de toro gigante. En su interior había algo que intentaba reparar el daño causado por el proyectil mágico.

Mago y rey intercambiaron una mirada, y Jorunhast levantó la mano al tiempo que hacía un gesto a Pryntaler para que se apartara. Se acercó a la bestia mecánica con mucho cuidado, esperando que volviera a moverse de un momento a otro. Contuvo el aliento y movió sus dedos por la cabeza y los hombros de la criatura. Descubrió una pequeña bandeja situada bajo la papada. Tiró de ella y arrancó una pila de hierbas verdosas. Era el veneno, que obviamente era de naturaleza vegetal, y que había dejado fuera de combate a ambos Crownsilver.

Jorunhast retrocedió rápidamente dos pasos para que el vaho tóxico pudiera airearse. Después se acercó de nuevo al lomo de la criatura, y prosiguió con su inspección. El ruido metálico ganó en intensidad y se hizo también más rápido. Tocó con los dedos la grupa de aquella máquina infernal. Había una especie de tapa en la parte superior de la columna, justo tras la base del enorme cuello de la criatura.

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