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Authors: Ian Fleming

Tags: #Aventuras, Intriga, Policíaco

El hombre de la pistola de oro

BOOK: El hombre de la pistola de oro
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Esta hazaña engañosa enfrenta a Bond con Scaramanga: el malvado hombre del Caribe, el hombre de la pistola de oro. En esta aventura, la cómplice de Bond es la muy sensual Mary Goodnight. Con su ayuda, el agente 007 combatirá a Scaramanga en escenarios caribeños tan diversos como un burdel tropical, un hotel lujoso y un pantano infestado de cobras. Un duelo a muerte espeluznante.

Ian Fleming

El hombre de la pistola de oro

James Bond: 007 /13

ePUB v1.0

000
01.01.11

Título original:
The man with the golden gun

Ian Fleming, 1963.

Traducción: Rosa Membrado

Ilustraciones: Jordi Ciuró

Diseño/retoque portada: Joan Batallé

Editor original: 000 (v1.0)

ePub base v2.0

Capítulo 1
¿En qué puedo ayudarle?

El Servicio Secreto mantiene mucha información reservada, incluso para oficiales de alta graduación dentro de la organización. Sólo M y su jefe de Estado Mayor, que depende de él, conocen absolutamente todo lo que hay que saber. Este último es el responsable de los archivos ultrasecretos, conocidos como «Manual de Guerra». Así las cosas, en la eventualidad de que ambos muriesen, todos los datos, con independencia de aquellos que son accesibles a las secciones y estaciones individuales, pasarían a sus sucesores.

Algo que James Bond no conocía, por ejemplo, era la maquinaria que entraba en funcionamiento en la Central cuando había que lidiar con las solicitudes para unirse al Servicio o colaborar con él que el público hacía de buena fe, bien de carácter amistoso, bien de otro tipo (borrachos o lunáticos). El sistema también perseguía detectar agentes enemigos con planes para infiltrarse o, incluso, para asesinar.

Aquella fría y clara mañana de noviembre, Bond iba a ver cómo los engranajes se ponían meticulosamente en marcha.

La joven auxiliar de la centralita del Ministerio de Defensa pulsó el botón que indicaba
en espera
y le dijo a su compañera:

—Otro tipo que afirma ser James Bond. Incluso conoce su código. Dice que quiere hablar con M personalmente.

La telefonista se encogió de hombros. La centralita había recibido bastantes llamadas de ese tipo desde que, un año atrás, había aparecido en la prensa la muerte de James Bond en una misión en Japón
[1]
. Incluso había una mujer repugnante que, cada luna llena, transmitía mensajes de Bond desde Urano, donde, según ella afirmaba, permanecía retenido en espera de su entrada en los cielos.

—Pásale con Liaison, Pat —dijo la otra joven.

La Sección Liaison era el primer piñón del engranaje de aquella máquina, una primera criba. La operadora retomó la línea.

—Un momento, por favor, señor. Le pondré con el oficial que puede ayudarle.

—Gracias —le contestó James Bond, sentado en el borde de su cama.

Ya había supuesto que se encontraría con algún retraso mental antes de que le fuera posible establecer su identidad. El encantador «coronel Boris», que se había ocupado de él durante los últimos meses después de finalizar su tratamiento en el lujoso Instituto del Nevsky Prospekt de Leningrado, ya se lo había advertido. Se escuchó una voz de hombre en la línea.

—El capitán Walker al habla, ¿en qué puedo ayudarle?

James Bond habló con lentitud y claridad.

—Al habla el comandante James Bond. Número 007. ¿Me haría el favor de ponerme con M o con su secretaria, la señorita Moneypenny? Quiero concertar una cita.

El capitán Walker presionó dos botones en el lateral de su aparato. Uno de ellos ponía en funcionamiento una grabadora, para uso de su departamento; el otro daba el aviso a uno de los oficiales que se encontraba de guardia en el despacho de acción de la Rama Especial de Scotland Yard, que debía escuchar la conversación, localizar la llamada y convertirse de inmediato en inseparable del comunicante. La función del capitán Walker, quien efectivamente era un brillante ex interrogador de prisioneros de guerra en la Inteligencia Militar, era mantener la comunicación con el sujeto durante al menos cinco minutos o el mayor tiempo posible.

—Me temo que no conozco a ninguna de esas dos personas —contestó el capitán—. ¿Está usted seguro de que ha marcado correctamente?

James Bond repitió con resignación el número de Regent, que era la principal línea externa del Servicio Secreto. El había olvidado el número, junto con muchos otros detalles, pero el coronel Boris lo conocía y había hecho que lo escribiera entre las pequeñas marcas que aparecían en la primera página de su pasaporte británico, un pasaporte falsificado donde constaba que su nombre era Frank Westmacott, gerente de una compañía cualquiera.

—Sí —contestó con voz amable el capitán Walker—. Parece que este punto es correcto. Pero me temo que no puedo localizar a las personas con que usted quiere hablar. ¿Quiénes son exactamente? Ese señor M, por ejemplo…, creo que no hay nadie llamado así en el ministerio.

—¿Quiere que se lo deletree? ¿No se da usted cuenta de que ésta es una línea abierta?

El capitán Walker estaba muy impresionado por la seguridad que denotaba la voz de su interlocutor. Pulsó otro botón, que hacía que sonara un timbre telefónico, para que Bond lo oyera.

—Espere un momento —dijo—, ¿no le importa? Hay alguien en la otra línea.

El capitán Walker se puso en comunicación con su jefe de Sección:

—Disculpe, señor. Tengo a un tipo en la otra línea que dice ser James Bond y que quiere hablar con M. Sé que parece una locura, y ya he iniciado los movimientos de costumbre con la Rama Especial y todo lo demás, pero me gustaría que lo escuchara un momento, ¿quiere? Gracias, señor.

Dos despachos más allá, el oficial jefe de Seguridad del Servicio Secreto, un hombre de aspecto preocupado, pulsó un interruptor:

—¡Maldita sea! —exclamó al mismo tiempo.

El micrófono situado sobre su mesa de trabajo cobró vida. El oficial jefe de Seguridad permaneció sentado, inmóvil. Necesitaba con urgencia un cigarrillo, pero lo que hiciera en su despacho sería ahora audible, tanto para el capitán Walker como para el lunático que se denominaba a sí mismo «James Bond». La voz del capitán Walker le llegó con toda potencia.

—Lo siento. Entonces, me estaba diciendo… Ese hombre… El señor M, con quien usted quiere hablar… Estoy seguro de que no debemos preocuparnos por la seguridad. ¿Podría usted ser más concreto?

James Bond frunció el ceño. No era consciente de que lo había hecho, pero tampoco habría sido capaz de explicar el porqué. De nuevo bajó la voz sin darse cuenta de ello.

—El almirante sir Miles Messervy —dijo Bond— es el jefe de un departamento de su ministerio. Suele tener el despacho en el número doce de la octava planta. Su secretaria habitual se llama Moneypenny. Es una atractiva joven, trigueña. ¿Quiere que le diga el nombre del jefe de Estado Mayor? ¿Que no hace falta? Bien, veamos…, hoy es miércoles. ¿Desea que le diga cuál será el plato principal en el menú de la cantina? Hoy debería haber pastel de carne y riñones.

De inmediato, el oficial jefe de Seguridad llamó al capitán Walker por la línea directa.

—¡Maldita sea! —exclamó Walker a James Bond—. De nuevo el otro teléfono… Será sólo un minuto. —Descolgó el aparato verde y contesto—: ¿Sí, señor?

—No me ha gustado eso del pastel de carne y riñones. Pásele con el Hombre Duro. No, cancele esto. Mejor que sea el Hombre Suave. Siempre juzgué que había algo extraño en la muerte de 007. No hubo cuerpo. Tampoco evidencia sólida alguna. Y luego, todos los de aquella isla japonesa, que parecían estar guardándose algo en la manga, poniendo cara de poker. Bien, es posible que sea él. Manténgame informado, ¿de acuerdo?

El capitán Walker volvió con James Bond.

—Perdón, de nuevo. Está siendo un día ajetreado. Entonces… su búsqueda… Me temo que yo personalmente no puedo ayudarle en esto. No es mi labor en el ministerio. El hombre con quien usted necesita hablar es el comandante Townsend. Él debería ser capaz de localizar a la persona que usted quiere ver. ¿Tiene lápiz? Está en el número cuarenta y cuatro de Kensington Cloisters. ¿Ya lo tiene? Kensington, cinco cinco, cinco cinco. Déjeme diez minutos, y hablaré con él para ver si puede ayudarle. ¿De acuerdo?

—Es muy amable por su parte —asintió James Bond con torpeza.

Colgó el teléfono. Esperó exactamente diez minutos, levantó de nuevo el auricular y pidió que le pusieran con aquel número.

James Bond se alojaba en el hotel Ritz. Así se lo había indicado el coronel Boris. La ficha de Bond en los archivos de la KGB le describía como un gran vividor, de manera que, a su llegada a Londres, Bond debía permanecer fiel a la imagen que la KGB tenía de lo que era un alto nivel de vida. Bond bajó en el ascensor y se dirigió a la salida de Arlington Street. Un hombre apostado junto al quiosco consiguió una buena instantánea de Bond utilizando una Minox camuflada en el ojal. Luego Bond bajó por los pocos escalones que llevaban a la calle y, mientras pedía un taxi al portero, una Canonflex con lente telescópica disparó repetidamente desde la furgoneta de la lavandería Red Roses situada junto a la entrada de mercancías. La misma furgoneta siguió de inmediato al taxi donde iba Bond, mientras un agente informaba escuetamente al despacho de acción de la Rama Especial desde el interior.

El número cuarenta y cuatro de Kensington Cloisters era una sombría mansión victoriana de ladrillo rojo ennegrecido. Había sido elegida para su propósito porque en tiempos constituyó el cuartel general de la Liga del Imperio para la Supresión de Alborotos. En la entrada aún se veía la placa de latón de esta organización, desaparecida hacía ya tiempo, cuyo cascarón había comprado el Servicio Secreto a través de la Oficina de Relaciones para la Commonwealth. Disponía también de un sótano anticuado, que había sido reequipado para albergar las celdas de detenidos, y una salida posterior que daba a una tranquila caballeriza.

La furgoneta de la lavandería Red Roses permaneció vigilando la puerta frontal, mientras se cerraba tras James Bond, y luego se dirigió a marcha lenta hacia el aparcamiento no muy alejado de Scotland Yard. Entretanto, en su interior se llevaba a cabo el proceso de revelado de la película Canonflex.

—Tengo cita con el comandante Townsend —dijo Bond.

—Sí. Le está esperando, señor. ¿Quiere dejarme su gabardina? —El portero, de aspecto fuerte, colgó la gabardina en un perchero junto a la puerta. Tan pronto como Bond estuviera en el despacho del comandante Townsend, su abrigo sería rápidamente trasladado al laboratorio, en la primera planta del edificio, donde, a partir de un examen del tejido, se determinaría su procedencia. También se tomaría muestra del polvo de los bolsillos para realizar una investigación más a fondo.— ¿Quiere seguirme, señor?

Se encontraba en un corredor estrecho, pintado hacía poco con esmalte antihumedad, en el que sólo había una ventana alta que ocultaba el fluoroscopio, un dispositivo que se disparaba automáticamente bajo la alfombra de feo diseño que cubría el suelo del pasillo. Los hallazgos de su visor rayos X serían remitidos al laboratorio, ubicado justo encima. El pasillo terminaba en una pared lisa y con sendas puertas a los lados, una frente a otra, con los rótulos A y B. El portero llamó al despacho B y se hizo a un lado, dejando paso a Bond.

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