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Authors: Ian Fleming

Tags: #Aventuras, Intriga, Policíaco

El hombre de la pistola de oro (7 page)

BOOK: El hombre de la pistola de oro
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Esbozó una sonrisa triste.

—Nadie me cuenta nunca nada interesante. Yo sólo trabajo como una burra… Bueno, el comandante Ross debía regresar hace dos días, pero no ha aparecido. Yo tenía que emitir un Aviso Rojo, pero me han dicho que le dé otra semana más de plazo.

—Pues yo me alegro de que esté fuera de mi camino. Prefiero disponer de su Número Dos. La última pregunta: ¿Qué hay de ese número tres y medio de Love Lane? ¿Conseguiste algo?

Mary Goodnight se sonrojó.

—¡Que si lo conseguí! Bonito asunto para mezclarme a mí en él. Como en Alexander se mostraron evasivos conmigo, tuve que dirigirme a la Rama Especial. No seré capaz de volver por allí durante semanas. Y sabe Dios qué pensarán de ti. Ese lugar es un…, es… bien… —Arrugó la nariz.— Es un famoso burdel en Sav' La Mar.

Bond se echó a reír a carcajadas ante el desconcierto de la chica.

—¿Quieres decir que es una casa de putas? —preguntó con maliciosa pero suave sorna, tomándole el pelo.

—¡James! ¡Por Dios! ¿Cómo puedes ser tan ordinario?

Capítulo 5
El número 3
1/2
de Love Lane

La costa sur de Jamaica no es tan hermosa como la del norte. El acantilado de doscientos kilómetros de longitud se extiende por una carretera de suelo muy irregular que va de Kingston a Savannah La Mar. Mary Goodnight había insistido en ir con él, para dar un paseo y ayudarle con los pinchazos. Bond no puso impedimento alguno.

Spanish Town, May Pen, Alligator Pond, Black River, Whitehouse Inn, donde almorzaron… Los kilómetros se sucedían sin cesar bajo un sol intenso hasta que al mediodía, ya tarde, un tramo de buena carretera sin curvas los llevó entre pequeños chalés acicalados (cada uno con su jardín de césped amarronado, sus buganvillas y un único parterre de azucenas de caña y ricinos), que constituían el elegante suburbio de la pequeña y modesta ciudad costera que, en lengua vernácula, se llama Sav' La Mar.

Excepto el viejo barrio de pescadores, no es una ciudad jamaicana típica, ni demasiado atractiva. Los chalés, construidos para los directivos de las empresas azucareras de Frome, resultan monótonos y de aspecto respetable; las pequeñas calles rectas tampoco tienen sabor jamaicano, sino que son las propias de una ciudad planificada alrededor de los años veinte. Bond se detuvo en la primera gasolinera, para repostar, y Mary Goodnight se quedó allí, desde donde regresó a Kingston en un coche de alquiler. No le explicó nada de su misión, ni la joven hizo pregunta alguna cuando él le dijo, con imprecisión, que se trataba de «algo relacionado con Cuba». Bond le había asegurado que se pondría en contacto con ella en cuanto pudiera y que regresaría a la Estación cuando hubiera finalizado su trabajo. Mary Goodnight, con toda formalidad, descendió del vehículo en aquella carretera polvorienta, y Bond continuó conduciendo lentamente en dirección al barrio de pescadores. Identificó Love Lane, una calle estrecha con tiendas y casas desvencijadas que serpenteaba desde el muelle hacia el centro de la ciudad. Rodeó la zona para hacerse una idea de la geografía clara del vecindario y aparcó en un lugar desierto próximo a la playa donde las barcas de pesca descansaban invertidas sobre sus soportes. Dejó el coche y regresó paseando a Love Lane. Había poca gente por allí, gente pobre del gremio de pescadores. Bond compró un paquete de Royal Blend en una pequeña tienda de ultramarinos que olía a especias y preguntó por el número tres y medio. Le dedicaron una mirada de cortés curiosidad al indicarle la dirección:

—Está más arriba. A unos veinte metros, quizás. Es una casa grande a la derecha.

Bond cruzó a la acera donde daba la sombra y caminó con paso tranquilo en dirección a la casa. Abrió el paquete de cigarrillos y encendió uno con la intención de completar su imagen de turista ocioso que visita un rincón de la vieja Jamaica. A la derecha, había sólo una casa grande. Se tomó algún tiempo para encender el cigarrillo, mientras la examinaba.

En tiempos debió de tener importancia, quizás como domicilio particular de algún comerciante. Era una casa de dos plantas con balcones todo alrededor construida de madera con lascas plateadas, pero el oscuro enlucido jengibre bajo los aleros estaba estropeado en muchos puntos y apenas quedaba un resto de pintura en las celosías que cubrían las ventanas de la planta superior y la mayor parte de las de abajo. El trozo de «patio» que daba a la calle estaba habitado por una nidada de pollos de cuello abuitrado que picoteaban en la nada y por tres esqueléticos perros callejeros jamaicanos de color negro y canela, los cuales contemplaban ociosos el otro lado de la calle en dirección a Bond, mientras arañaban y mordían invisibles moscas. Al fondo vio un precioso árbol de la especie
Lignum vitae
, totalmente cubierto de flores azules, que supuso sería tan antiguo como la casa, unos cincuenta años quizás. Desde luego, el árbol era el indiscutible propietario de la finca, tanto por el derecho de su vigor como por su ornamento. A su deliciosa sombra, una joven leía una revista sentada en una mecedora. Desde donde él se encontraba, a unos treinta metros, parecía bonita y aseada. Bond se acercó despacio por la acera de enfrente hasta que una esquina de la casa lo ocultó de la muchacha, y allí se detuvo para examinar la casa con más atención.

Unos escalones de madera llevaban a la puerta principal, que permanecía abierta y sobre cuyo dintel, al contrario de los otros edificios de la calle que no tenían número, se anunciaba 3
1
/2 en blanco sobre azul oscuro en una gran placa de metal esmaltado. Dos anchas ventanas enmarcaban la puerta. La de la izquierda estaba cerrada, pero la de la derecha, que era de una sola hoja ancha con un cristal bastante polvoriento, dejaba ver mesas y sillas y una barra de bar. Por encima de la puerta se balanceaba un rótulo con las palabras
Dreamland Café
escritas con letras descoloridas, y alrededor de la ventana había publicidad de las marcas de cerveza Red Stripe, de cigarrillos Royal Blend y Four Aces, y de Coca-Cola. Un letrero pintado a mano anunciaba
snacks
, y debajo,
sopa de gallo caliente recién hecha todos los días
.

Bond cruzó la calle, subió por los peldaños y separó la cortina de cuentas que colgaba de la entrada. Se dirigió a la barra y, mientras inspeccionaba su contenido —un plato con galletas de gengibre de aspecto reseco, una pila de bolsas de crisps de plátano y unas cuantas latas—, escuchó afuera los rápidos pasos de la joven. Las cuentas de la cortina chocaron suavemente con su espalda al entrar. Era una mulata, bonita, tal como sugería en la imaginación de Bond la palabra mulata. Bajo un sedoso flequillo negro, sus ojos marrón oscuro estaban ligeramente inclinados en los extremos. Bond pensó que quizás corriera sangre china por sus venas. Llevaba puesto un vestido corto de un horrible tono rosa que, a pesar de todo, le iba bien con el tono café con leche de su piel. Las muñecas y los tobillos eran muy delgados. Ella le sonrió, cortés, con mirada coqueta.

—Buenas.

—Buenas tardes. ¿Puedo tomar una Red Stripe?

—Claro.

Pasó detrás de la barra y, al inclinarse hacia la puerta de la nevera, sus bonitos senos se dejaron entrever (algo que no estaba dictado por la geografía del lugar). Empujó la puerta con la rodilla para cerrarla, destapó la botella con habilidad y la puso sobre la barra junto a un vaso casi limpio.

—Una libra con seis.

Bond le pagó. Ella echó el dinero en la caja registradora, mientras Bond atraía un taburete hasta la barra y se sentaba en él. La joven descansó los brazos en el mostrador de madera y lo miró de frente.

—¿De paso?

—Más o menos. En el
Gleaner
de ayer vi que este lugar está en venta; así pues, pensé echarle un vistazo. Bonito caserón. ¿Es suyo?

Ella se echó a reír y fue una pena, porque, siendo una chica bonita, sus dientes estaban afilados de mascar caña de azúcar.

—¡Qué más quisiera yo! Soy una especie de…, bueno, de encargada. Está el café —pronunció cafe— y tal vez haya oído hablar de nuestras otras atracciones.

Bond pareció confundido.

—¿De qué clase?

—Chicas. Hay seis dormitorios arriba. Todo está muy limpio. Sólo cuesta una libra. Ahora está Sarah. ¿Quiere conocerla?

—Hoy no, gracias. Hace demasiado bochorno. Pero ¿quiere decir que sólo hay una chica cada vez?

—No, también está Lindy, pero se halla ocupada. Es una chica corpulenta. Si le gustan grandes, quedará libre en media hora. —Echó una mirada al reloj de cocina que había en la pared a su espalda.— Alrededor de las seis. Para entonces habrá refrescado.

—Prefiero las chicas como tú. ¿Cómo te llamas?

Ella lanzó una risita tonta.

—Cuando lo hago es por amor. Ya le he dicho que sólo dirijo este lugar. Me llaman Tiffy.

—Es un nombre poco usual. ¿Cómo fue que te lo pusieron?

—Mi madre tuvo seis hijas y todas llevan nombres de flores: Violeta, Rosa, Amapola, Pensamiento y Azucena. Cuando yo llegué, no se le ocurrieron más nombres de flores, así que me llamó Artificial.

Tiffy esperó que él se riera, pero al ver que no lo hacía, continuó.

—En la escuela, todos me decían que aquello no era un nombre y se reían de mí; allí me lo abreviaron, Tiffy, y así se ha quedado.

—Bueno, yo creo que es un nombre muy bonito. El mío es Mark.

—¿Es usted un santo quizás? —preguntó ella, coqueta.

—Nunca me han acusado de eso. Vengo de Frome, de llevar a cabo un trabajo, y como me gusta esta parte de la isla, se me pasó por la cabeza que quizás hubiera alguna casa para alquilar. De todas maneras, querría estar más cerca del mar; así que tendré que dar alguna vuelta por ahí. ¿Alquiláis habitaciones para una sola noche?

Ella lo pensó un momento.

—Claro. Por qué no. Pero tal vez encuentre el lugar un poco ruidoso. A veces algún cliente toma alguna copa de más… Y no hay demasiados sanitarios. —Se le acercó un poco más y bajó la voz.— Pero yo no le recomendaría que alquilara esta casa. Las tejas están en mal estado y le iba a costar tal vez quinientos, o mil, arreglar el tejado.

—Eres muy amable diciéndomelo. Pero ¿por qué está la casa en venta? ¿Problemas con la policía?

—Al contrario. Funcionamos como un lugar respetable. Pero en el
Gleaner
, después de señor Brown (ése es mi jefe), ¿leyó eso de
et uxl

—Sí.

—Pues me han dicho que significa «y esposa». La señora Brown, Agatha Brown, era anglicana, pero acaba de hacerse católica. Y se comenta que los católicos no aprueban lugares como el tres y medio de Love Lane, ni siquiera cuando son dirigidos decentemente. Su iglesia está justo al final de esta calle y parece que necesita también un tejado nuevo, como aquí. La señora Brown piensa que matará dos pájaros de un tiro y ha empezado a presionar al señor Brown para que cierre el lugar y lo venda; ella, con su parte, arreglaría el tejado de los católicos.

—Es una lástima. Parece un lugar tranquilo y agradable. ¿Qué será de ti?

—Creo que me trasladaré a Kingston, a vivir con una de mis hermanas, y tal vez trabaje en uno de los grandes almacenes, en Issa's o en Nathan's quizás. Sav' La Mar está muerto.

Sus ojos marrones adoptaron una mirada introspectiva.

—Pero seguro que añoraré este sitio. La gente se lo pasa bien aquí y Love Lane es una calle bonita. En el vecindario, todos somos amigos. Hay un tipo de, un tipo de…

—¿Ambiente?

—Exacto. Eso es lo que hay: una especie de Jamaica a la antigua, como debió de ser en los viejos tiempos. Todo el mundo es amigo de todo el mundo. Nos ayudamos los unos a los otros cuando hay problemas. Le sorprendería saber lo a menudo que las chicas lo hacen por nada, si se trata de un buen hombre, un cliente habitual por ejemplo, que anda mal de dinero.

Los ojos marrones miraron fijamente a Bond, inquisitivos, para ver si captaba la fuerza de la evidencia.

—¡Qué amables! Pero eso no resultará rentable para el negocio.

Ella se echó a reír.

—Esto no es un negocio, señor Mark. No, mientras yo lo dirija. Se trata de un servicio público, como el agua y la electricidad, como la salud y la educación, y…

Se interrumpió al echar un vistazo por encima de su hombro al reloj, que marcaba las 5:45.

—¡Cielos! Me ha tenido hablando tanto que he olvidado a
Joe y May
. Es su hora de cenar.

Se dirigió a la ventana del café y la cerró. Al instante, del árbol
Lignum vitae
, dos grandes aves negras, algo más pequeñas que un cuervo, entraron planeando en el café, dieron vueltas por el interior en medio de un estruendo metálico que no se parecía en nada al canto de ninguna otra ave en el mundo, y se posaron con alboroto sobre la barra, al alcance de la mano de Bond. Se pavonearon arriba y abajo con altivez, dirigiendo a Bond la impávida mirada de sus oscuros ojos dorados, mientras repasaban un penetrante repertorio de silbidos y trinos cascados, algunos de los cuales hacían que sus plumas se encresparan hasta que su cuerpo alcanzaba casi dos veces su envergadura.

Tiffy se fue detrás de la barra. Sacó dos peniques de su bolso, los echó en la caja registradora y cogió dos galletas de jengibre de la bandeja. Las hizo a pedazos y alimentó a las dos aves, siempre primero a la más pequeña de las dos, la hembra. Ávidos, los pájaros cogían los trozos de entre sus dedos y, aguantándolos con una garra contra el mostrador de madera, los rompían en fragmentos más pequeños y los devoraban. Cuando hubieron acabado, Tiffy tuvo que reprenderlas por picotearle los dedos. Luego hicieron limpiamente sus necesidades sobre el mostrador, unos pequeños residuos blancos, y adoptaron una actitud de autosatisfacción. Tiffy tomó un paño y limpió la suciedad.

—Para nosotros son kling-klings —explicó a Bond—, pero he oído que la gente los llama grajos jamaicanos. Son muy amistosos. El ave nacional jamaicana es el pájaro doctor, el colibrí, con su cola como una banderola, pero yo prefiero a éstas. No resultan igual de hermosas, pero son las aves más amigables que conozco, y además muy divertidas. Parece que lo saben todo. Son como traviesos ladronzuelos negros.

Los kling-kling miraron en dirección al pastel y se quejaron con estridencia de que la cena hubiera acabado. James Bond sacó una moneda de dos peniques y se la dio a Tiffy.

—Son maravillosos, como muñecos autómatas. Dales un segundo plato de mi parte.

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