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Authors: Ian Fleming

Tags: #Aventuras, Intriga, Policíaco

El hombre de la pistola de oro (11 page)

BOOK: El hombre de la pistola de oro
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James Bond sonrió. Volvió sobre la lista que tenía delante. Un fuerte hedor a grandes pistoleros se alzaba desde el papel, pero el nombre en que estaba más interesado era el del señor Hendriks, que representaba «el dinero europeo». Si ése era su nombre real, y era holandés, reflexionó, James Bond también.

Arrancó tres hojas de papel para eliminar la impresión del lápiz y caminó hacia el vestíbulo. Un hombre grueso se estaba acercando en aquel momento a recepción. Sudaba a mares embutido en un inoportuno traje que parecía de lana. Podría ser cualquier cosa: un comerciante de diamantes de Amberes, un dentista alemán, un director de banco suizo. Su pálido rostro de mentón cuadrado era de lo más anónimo. Colocó un pesado maletín sobre el mostrador y dijo con cerrado acento centroeuropeo:

—Soy el señor Hendriks. Creo que usted tiene una habitación para mí, ¿no es así?

Capítulo 8
¡Que pasen los canapés!

Los coches empezaron a llegar. Scaramanga se encontraba en lugar bien visible, dedicando cuidadosas sonrisas de bienvenida, como si un interruptor las encendiera y las apagara. No hubo apretones de manos. El anfitrión era saludado como «Pistola» o «Señor S», excepto por el señor Hendriks, que no se dirigió a él por ningún nombre.

Bond se mantuvo al alcance del oído, cerca del mostrador de recepción, para asociar los nombres con los rostros. En su aspecto general, se parecían mucho, rostros oscuros, bien afeitados, alrededor de 1,70 de estatura, miradas crueles por encima de bocas ligeramente sonrientes, y con un tono de voz muy desagradable al dirigirse al director del hotel. Todos mantuvieron sus maletines aferrados con tesón cuando los botones intentaron añadirlos a los equipajes de las carretillas. Se dispersaron en sus habitaciones, situadas en el ala oeste. Bond sacó su lista y añadió anotaciones aclaratorias a cada nombre, excepto al de Hendriks, de quien tenía un claro retrato en la memoria. Completó Gengerella con «de origen italiano, boca fruncida»; Rotkopf, con «cuello delgado, completamente calvo, judío»; Binion, con «orejas de murciélago, cicatriz a lo largo de la mejilla izquierda, cojo»; Garfinkel, con «el más gorila de todos, mala dentadura, pistola bajo la axila derecha»; y, por último, Paradise, con el comentario «del tipo showman, engreído, sonrisa falsa, anillo de diamante».

Scaramanga llegó hasta donde él se encontraba.

—¿Qué escribe?

—Simples notas con que recordarlos.

—Veamos. —Scaramanga tendió una mano exigente.

Bond le dio la lista.

Scaramanga la recorrió con la mirada y se la devolvió.

—Muy bien. Pero no hace falta que mencione la única pistola que ha notado. Todos ellos estarán protegidos, excepto Hendriks, supongo. Esta clase de chicos se ponen nerviosos cuando se mueven en el extranjero.

—¿Por qué?

Scaramanga se encogió de hombros.

—Tal vez por los nativos.

—Las últimas personas que se preocuparon a causa de los nativos fueron los soldados ingleses, hace quizás unos ciento cincuenta años.

—Y ¿a quién le importa eso? Lo veré en el bar alrededor de las doce. Lo presentaré com,o mi asistente personal.

—Está bien.

Scaramanga juntó las cejas en un gesto de duda, mientras Bond se alejaba en dirección a su dormitorio. Estaba dispuesto a provocar a aquel hombre y a seguir provocándole hasta que llegaran a una lucha. Por el momento, el otro lo aceptaba porque parecía necesitarle. Ya llegaría el momento, seguramente en alguna ocasión cuando hubiera testigos, en que su vanidad se vería atacada con tal virulencia que contraatacaría. Entonces, Bond tendría un pequeño margen, porque él habría arrojado el guante. La estrategia era brutal, pero a Bond no se le ocurría otra.

Verificó que su habitación había sido registrada en algún momento durante la mañana y por un experto. Siempre utilizaba una maquinilla de afeitar Hoffritz del tipo de las viejas Gillette. En una ocasión, su amigo norteamericano Félix Leiter le compró una en Nueva York para demostrarle que eran las mejores, y Bond había permanecido fiel a ellas. El mango de una maquinilla es un escondrijo bastante sofisticado como para guardar los pequeños útiles empleados en el espionaje (códigos, reveladores de micropunto, cianuro, y otras pildoras). Por la mañana, Bond había colocado la diminuta muesca del tornillo de la base en línea con la Z del nombre del fabricante, que estaba grabado en el mango. La muesca se encontraba ahora un milímetro a la derecha de la Z. Ninguna de sus otras pequeñas trampas —pañuelos con puntos imborrables en sitios concretos y dispuestos en un orden determinado, su maleta colocada en un ángulo preciso respecto a la pared del guardarropa, el forro semiextraído del bolsillo superior de su traje de repuesto, la especial simetría de algunos de los dientes dibujados en su tubo de dentífrico Macleans— había sido chapuceada o alterada. Debió de registrarlo todo un sirviente meticuloso, un camarero muy bien entrenado. Pero los trabajadores jamaicanos, a pesar de todo su encanto y voluntad, no son de ese calibre, en absoluto. Entre las nueve y las diez, cuando Bond hacía su recorrido bien alejado del hotel, su habitación había sido inspeccionada de arriba abajo por alguien que conocía su trabajo.

Bond se sintió encantado. Era bueno saber que la lucha estaba equiparada. Si encontraba la oportunidad para llevar a cabo una incursión en la habitación número 20, esperaba hacerlo aún mejor. Se dio una ducha. Después, mientras se cepillaba el cabello, se miró en el espejo, inquisitivo. Se sentía en forma al ciento por ciento, pero recordaba aquellos ojos apagados e inexpresivos que le devolvían la mirada cuando se afeitaba recién ingresado en The Park, la expresión tensa y preocupada de su rostro. Ahora los ojos azul grisáceos lo miraban desde un rostro bronceado, con el destello de la excitación contenida y la intensa concentración de los viejos tiempos. Sonrió irónico ante ese escrutinio introspectivo que muchas personas realizan antes de una carrera, una contienda entre dos inteligencias o una prueba de algún tipo. No tenía excusas. Estaba preparado.

El bar estaba al otro lado de una puerta tapizada con piel y tachonada con latón, frente al vestíbulo de la sala de reuniones. Era un bar ambientado como una taberna inglesa, a la moda y con accesorios de lujo. Sillas y bancos de madera lavada estaban cubiertos con cojines de espuma forrados de piel roja. Tras la barra, las jarras eran de plata, o bañadas de plata, en lugar de aluminio. Los grabados que mostraban imágenes de caza, los cuernos de montería de cobre y latón, los mosquetes y cuernos para la pólvora, que colgaban de las paredes, todo podía proceder de las Galerías Parker, de Londres. En lugar de jarras de cerveza, en las mesas había botellas de champán colocadas en recipientes de anticuario para conservarlas en frío y, en lugar de patanes, allí estaban los pistoleros vestidos con lo que parecía el atuendo «tropical» de los Brooks Brothers. Sorbían sus bebidas plácidamente mientras «Mein Anfitrión» permanecía recostado sobre la barra de caoba pulimentada y hacía girar su pistola de oro una y otra vez en el primer dedo de su mano derecha, como un tramposo despreciable salido de un viejo
western
.

Cuando la puerta se hubo cerrado con un suspiro hidráulico a la espalda de Bond, la pistola de oro se detuvo a media vuelta y le apuntó al estómago.

—Colegas —dijo Scaramanga, simulando alborozo—, quiero presentaros a mi asistente personal, el señor Mark Hazard, de Londres, Inglaterra. Ha venido para supervisar que todo funcione como es debido este fin de semana. Mark, acércate y conoce a la pandilla, y pasa los canapés. —Bajó la pistola y la empujó por dentro del cinturón.

James Bond bordó en su rostro la sonrisa propia de un asistente personal eficaz y caminó hasta la barra. Quizás porque se trataba de un inglés, hubo una ronda de apretones de mano. El barman, que vestía americana roja, le preguntó qué iba a tomar.

—Un poco de ginebra rosa con mucho amargo —pidió Bond—. Que sea Beefeater.

A continuación siguió una charla inconexa acerca de los méritos hipotéticos de las ginebras. Todos los demás parecían estar bebiendo champán, excepto el señor Hendriks, que se mantuvo apartado del grupo y cuidaba una Schweppes de Limón Amargo. Bond se movió entre los hombres. Charlaron un poco sobre los vuelos que habían tenido, el tiempo en Estados Unidos y las bellezas de Jamaica. Bond quería identificar las voces con los nombres. Se dirigió hacia Hendriks:

—Parece que somos los dos únicos europeos aquí. Veo que usted es de Holanda. He pasado a menudo por allí, aunque nunca me he quedado mucho tiempo. Es un país precioso.

Los ojos de color azul muy pálido miraron a Bond sin entusiasmo.

—Gracias.

—¿De dónde es?

—De La Haya.

—¿Ha vivido mucho tiempo allí?

—Muchos, muchos años.

—Bonita ciudad.

—Gracias.

—¿Es ésta su primera visita a Jamaica?

—No.

—¿Le gusta?

—Es un lugar muy bello.

Bond casi le respondió «Gracias». Sonrió de forma alentadora a Hendriks, como si le dijera «Yo ya he roto el hielo, ahora di tú algo».

Hendriks miró por encima de la oreja derecha de Bond con expresión vacía. La presión del silencio fue creciendo. Hendriks trasladó el peso de su cuerpo de un pie a otro y por fin cedió. Sus ojos cambiaron de objetivo y miró pensativamente a Bond.

—Y usted… Es usted de Londres, ¿verdad?

—Sí. ¿Lo conoce?

—He estado allí, sí.

—¿Dónde suele alojarse?

Hubo una duda.

—Con amigos.

—Debe de ser muy cómodo.

—¿Disculpe?

—Quiero decir que es agradable tener amigos en una ciudad extranjera. Los hoteles se parecen todos mucho.

—Yo no lo creo así. Excúseme, por favor.

Con una inclinación de cabeza muy germánica, Hendriks abandonó decididamente a Bond y se dirigió hacia Scaramanga, quien aún estaba ganduleando en solitario esplendor en la barra. Hendriks le dijo algo y sus palabras tuvieron el efecto de una orden para él. Scaramanga se irguió y lo siguió hasta un alejado rincón de la sala. Le escuchaba de pie, con deferencia, mientras Hendriks hablaba deprisa en voz baja.

Bond, que permanecía con los otros, estaba interesado en lo que sucedía. Suponía que ningún otro hombre de la sala hubiese abordado a Scaramanga con tanta autoridad y observó que dirigían muchas miradas furtivas en dirección a la pareja. Bond hubiera apostado lo que fuera a que se trataba o de la Mafia o de la KGB. Quizás ni siquiera los otros cinco sabían de qué se trataba, pero con seguridad reconocían el secreto olor de La Máquina que Hendriks rezumaba con tanta intensidad.

Se anunció el almuerzo. El jefe de camareros rondaba entre dos mesas lujosamente preparadas. Había tarjetas de colocación y Bond vio que, mientras Scaramanga era el anfitrión en una de las mesas, él mismo estaba en la cabecera de la otra, entre el señor Paradise y el señor Rotkopf. Tal como esperaba, Paradise era el de más valor de los dos, y a medida que disfrutaban del convencional cóctel de gambas, el filete y la macedonia de frutas, típico menú de hotel americanizado en el extranjero, Bond se enzarzó en una alegre discusión sobre las probabilidades en la ruleta cuando hay un cero o dos. La única contribución de Rotkopf fue comentar, con la boca llena de filete y patatas fritas, que en una ocasión había probado tres ceros en el Casino Black Cat de Miami, pero que el experimento había fracasado. Paradise le dijo que no podía ser de otro modo.

—Tienes que dejar que los bobos ganen alguna vez, Ruby, o no volverán más. Claro que puedes exprimirles el jugo, pero has de dejarles las pepitas. Sucede lo mismo con mis máquinas tragaperras. Yo siempre digo a mis clientes: «No seáis demasiado codiciosos, no las pongáis al treinta por ciento a favor de la casa, ponedlas al veinte». ¿Has oído alguna vez que el señor J. P. Morgan rechace un beneficio neto del veinte por ciento? ¡Diablos, no! Así pues, ¿por qué intentar ser más listo que tipos como ése?

—Tienes que hacer grandes beneficios para respaldar a un farsante como él —soltó Rotkopf en tono áspero. Hizo un ademán con la mano—. Si quieres saber lo que pienso —sostenía el tenedor en alto con un pedazo de filete—, en este preciso momento estás comiéndote el único dinero que vas a ver de todo este basurero.

Paradise se inclinó sobre la mesa.

—¿Es que sabes algo? —preguntó con suavidad.

—Siempre he apostado a que la hiedra se hará fuerte en este edificio —respondió Rotkopf—. Los malditos idiotas no han querido escucharme. ¡Y mira dónde estamos después de tres años! La segunda hipoteca casi ha vencido, y ¿qué tenemos? Tan sólo una planta construida. Lo que yo digo es…

La discusión se adentró en los reinos de las altas finanzas. En la mesa contigua no había tanta animación. Scaramanga era hombre de pocas palabras, y se veía que no tenía ninguna para las situaciones sociales. Frente a él, Hendriks exudaba un silencio tan grueso como el queso Gouda. Los tres pistoleros dirigían ocasionalmente una frase taciturna a cualquiera que quisiera escuchar. James Bond se preguntó cómo iba a conseguir Scaramanga que su poco prometedora compañía «pasara un buen rato».

El almuerzo finalizó y el grupo se dispersó, dirigiéndose a sus habitaciones. James Bond merodeó por la parte trasera del hotel y encontró una playa abandonada al otro lado de un basurero. Hacía un calor abrasador bajo el sol de la tarde, pero el viento del Doctor soplaba desde el mar. A pesar del aire acondicionado, había algo horrible en el impersonal blanco y gris de su dormitorio. Bond caminó por la orilla del mar, se quitó la americana y la corbata, y se sentó a la sombra de un arbusto de belcho. Mientras observaba a los cangrejos llevando a cabo su minucioso trabajo en la arena, cortó dos gruesas cuñas de cedro jamaicano. Luego cerró los ojos y pensó en Mary Goodnight. Ahora estaría durmiendo la siesta en algún chalé a las afueras de Kingston, probablemente en lo alto de las Montañas Azules, porque allí se estaba fresco. En la imaginación de Bond, ella estaría tumbada en su cama, bajo una mosquitera, y para mitigar el calor no llevaría nada puesto. Sólo se vería un contorno de marfil y oro bajo el tejido de red, pero sabía que había pequeñas perlas de sudor sobre su labio superior y entre sus senos, y que la raíz de su dorada cabellera estaba húmeda. Bond se desnudó, levantó la mosquitera y no quiso despertarla hasta que se hubiera encajado contra sus muslos. Pero ella se volvió hacia él, medio dormida, y le tendió los brazos.

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